BAQUIANA – Año XIX / Nº 107 – 108 / Julio – Diciembre 2018 (Cuento I)

ESCENAS

por

 

Patricia E. Blumenreich


     Los anocheceres del verano, cuando el cielo adquiere ese tono azúl gris violáceo hipnótico poco antes de las diez de la noche, hicieron de mi una espectadora cautiva. Desde la soledad de mi habitación observo las ramas de los arces que teñidas de negro se obstinan en esconder el escenario que integran los apartamentos del edificio de enfrente. Sin moverme, sólo consciente del silencio que me rodea, espero hasta que todo indicio de color desaparece. Como cavernas impregnadas por luciérnagas, los cuartos comienzan a iluminarse y lentamente van llegando los protagonistas al escenario donde transcurrirán simultáneamente tragedias y comedias. Yo contemplaré la función.

     Como muñecos de cuerda, niños y adultos se desplazan de una pieza a la otra, van y vienen, abren y cierran puertas, heladeras, clósets, visten y desvisten, doblan ropa, la dejan tirada por el piso, acarician un gato, alimentan un perro. Ajusto los binoculares para tener una imagen nítida y así los veo reír, de vez en cuando llorar y expresar otras emociones que sólo puedo adivinar. Incapaz de saber lo que dicen, invento conversaciones, pongo palabras en sus bocas como si fuera un experto guionista. Desde la cuadra de enfrente, a pocos metros de distancia, puedo hacer de ellos lo que dicte y prefiera mi imaginación.

     Día tras día, noche tras noche, los observo sin que ellos lo sepan.  No me siento avergonzada por hacerlo. Ellos dejan las cortinas abiertas y las luces prendidas ofreciendo su intimidad como un exhibicionista que espera ser iluminado por un farol. Ellos son parte del cuadro que enmarcado por las paredes, árboles y el cielo de fondo forman el escenario del teatro al que no puedo desistir de concurrir. No conozco sus nombres pero de creerlo necesario para la trama de la obra que se va desarrollando, se los doy; no me parece justo dejarlos en el anonimato. A veces hasta converso con ellos, los interrumpo, doy mi opinión,  aunque ellos ni me escuchan ni saben que yo los observo.

     Al igual que me identifico o tengo favoritos en las obras ficticias, cada noche elijo una obra entre las decenas que transcurren al mismo tiempo. Mi vista recorre un piso y el otro, a la derecha, a la izquierda, hacia arriba y hacia abajo,  hasta que me enfoco en el grupo de personajes a quienes sigo con interés. Elijo a  los  que habitan el apartamento ubicado a la misma altura de mi ventana y me concentro en la trama de sus vidas.  De existir un puente podríamos haber caminado sin dificultad de un hogar al otro, conversar, intercambiar historias. Pero ese puente no existe. Soy parte de sus vidas pero no los puedo influenciar, soy un testigo del que nadie sabe.

     El hombre tiene unos cuarenta años. Su pelo es oscuro y lacio y un mechón cae sobre su frente. Está parado frente a la mesa de la cocina y tiene las manos apoyadas contra la superficie, los brazos extendidos, y mueve la cabeza gacha de lado a lado. Se le ve tenso, parece estar  preocupado. Tiene las mangas de la camisa remangadas y aún lleva puestos los pantalones grises que probablemente se puso esta mañana cuando salió a trabajar. Entra la mujer. Viste un vestido estampado de colores brillantes. Su pelo es de un rubio amarillento pajizo, claramente teñido, y los rulos entreverados y despeinados le dan un aire desprolijo. Tal vez ella ya estaba en la habitación cuando el hombre, llamémosle H apoyó sus manos sobre la mesa. Quizás recién entró. Ella, llamémosle M, parece tener unos treinta años, quizás algo más. Es muy delgada, casi flaca. Sus brazos parecen caños rígidos. Sus pechos, que sobresalen por encima del escote del vestido, son anormalmente abundantes para su figura. Se mueve rápido y enfrenta al hombre quien sigue cabizbajo.

 

—¡No oíste que te estaba llamando! —le grita. Su boca se abre y cierra como la del muñeco de un ventrílocuo. Sus labios pintados de un anaranjado brillante se mueven en una mueca amenazadora.

—Sí, te oí, —él le contesta— pero decidí no hacerte caso. Finalmente levanta la cabeza y la mira, como desafiándola.

—¡De dónde sacaste esta plata! —le grita enfurecida y tira sobre la mesa un fajo de billetes que al desparramarse parecen un abanico abierto.

—No sé de qué estás hablando —él le contesta y se da media vuelta dándole la espalda. Ella lo sigue y comienza a darle puñetazos sobre la espalda. Él gira y atrapa sus puños, empujándola hacia la puerta. Ambos desaparecen de la escena.

 

     Mientras esa aparente disputa transcurre en esa habitación, a través de la ventana a su derecha, otra escena se desarrolla. En ella, un niño rubio de unos diez años está sentado como catatónico frente a la pantalla de una computadora. Lo único que se le mueve es la mano que dicta cómo darles vida a los monstruos de su juego que se aniquilan mutuamente en una batalla sin fin. Parece totalmente indiferente a lo que ocurre en la pieza contigua.

     Una luz se enciende en la escena del dormitorio. M se sienta al borde de una cama en desorden. Si alguien recién se levantó o si no fue hecha desde la mañana no se sabe. Ella cruza las piernas, está descalza. Del bolsillo de su vestido extrae una caja de cigarrillos y una de fósforos. La llama la envuelve en un halo blanquecino. Entra H.

 

—¿Qué querés? —ella le pregunta echando una bocanada de humo. Él no contesta y apaga la luz.

 

     El niño interrumpe su estado hipnótico por un breve instante. Mira hacia su alrededor y de inmediato vuelve a dirigir su atención a la pantalla donde los disparos y las explosiones no se detienen. El cielo ya tomó su tinte negro. Todas las luces se han ido apagando, una tras otra excepto por la de la pantalla a la que el niño sigue enfrentado, cautivado por una fantasía de destrucción total.

     A la mañana siguiente cuando el barrio está iluminado por un sol que encandila y el cielo es de un celeste brillante que parece querer darle coraje a los que recién se levantan, sale H manejando un sedán negro. El niño apaga la computadora, se refriega los ojos y se tumba sobre un sofá. Los destellos azules mueren. Salgo a la vereda y parada de mi lado de la calle veo salir a M vestida con el mismo vestido que tenía puesto anoche. Empuja un tacho de basura. Un pucho cuelga de sus labios sin pintura y lentes ahumados cubren sus ojos. Levanto la mano en un gesto conciliatorio, como si le estuviera pidiendo perdón por haber intruido en su vida privada, por haber visto lo que tal vez ella hubiera preferido ocultar. Ella no responde al saludo. Gira sobre sus chinelas de taco alto y desaparece detrás del portón de vidrio.

     Cuando cae el atardecer vuelvo a mi lugar en el teatro de mi creación. Poco a poco las luces se van encendiendo y familias entran y salen de los múltiples escenarios.

 

—¡Ya estás otra vez ahí! —la voz acusadora me hace sobresaltar y mi corazón late con fuerza. Me paro y lentamente voy prendiendo todas las luces. Me detengo frente a una ventana.

—¡Aquí estoy! —les digo.

—¡Estoy en la escena! —les anuncio.  Espero.

—¿Acaso alguien me puede ver? ¿Acaso le intereso a alguien?

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PATRICIA E. BLUMENREICH

Nació en Montevideo, Uruguay (1954). Es narradora y ensayista. Se graduó de la Facultad de Medicina de la República Oriental del Uruguay en 1980 y emigró a los Estados Unidos en 1981. Se especializó en Psiquiatría en la Universidad de Louisville, Kentucky. Integró la cátedra de dicha universidad por varios años y recibió el Golden Apple Award (premio al mejor profesor del año) en 1992. En inglés, ha publicado artículos y ensayos relacionados a su especialidad médica en: Postgraduate Medicine, Journal of the Kentucky Medical Association y Clinical Advances in the Treatment of Psychiatric Disorders. Es la editora principal del libro “Clinical management of the violent patient. A clinician’s guide” (Brunner Mazel, 1993) y autora de cuatro de los capítulos de dicho libro. Es la autora principal de un capítulo sobre alucinaciones en el libro “Difficult Diagnosis II” (WB Saunders, 1992). En español, ha publicado sus cuentos y relatos en revistas literarias especializadas y en los libros: Vidas (1st Books Library, 2003), De padres, hijos y muerte (Ediciones Baquiana, 2006) y Dudas, errores y sombras (Ediciones Baquiana, 2013). Reside en Minnesota desde 1995, donde divide su tiempo entre la práctica de la psiquiatría y la escritura de ficción. 

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