BAQUIANA – Año XVIII / Nº 105 – 106 / Enero – Junio 2018 (Opinión)

UN ACERCAMIENTO PARCIAL AL POEMA “EL REY DE HARLEM” EN POETA EN NUEVA YORK, DE FEDERICO GARCÍA LORCA

por

 

Guillermo Arango

 

F Garcia Lorca 400 X 400


     “El rey de Harlem” es un conocido poema de García Lorca incluido en su obra Poeta en Nueva York, texto escrito en los años 1929 y 1930 durante su estadía en esa ciudad, y publicado después de su muerte en 1940. El poemario es tal vez el más enigmático y desafiantes entre todas las obras del poeta andaluz. La crítica ha considerado esta obra como una expresión surrealista de la experiencia del poeta en los Estados Unidos, y coincide en percibir a través del texto a un poeta martirizado y perplejo frente a una sociedad ajena, que él no entiende, y a la cual no puede incorporarse.[i]

     García Lorca descubre su voz poética en su contacto con la geografía neoyorquina. Es esta fricción con el empuje de nuevos impulsos la que da paso a la eclosión de un universo verbal que trata de testimoniar lo que percibe. El surrealismo se transformará, entonces, en un “itinerario” que suministra herramientas para descifrar —o tal vez, cifrar—, los nuevos códigos. La construcción de una sintaxis no convencional que atenta contra las categorías lógicas gramaticales, el limitado o inexistente uso de signos de puntuación, la reiterada yuxtaposición, al parecer irracional, de imágenes y la ambigüedad de las significaciones asociada a la arbitrariedad léxica constituyen el universo verbal de Poeta en Nueva York.

     En el mundo de los negros en Nueva York a fines de los años veinte, y específicamente a través de ese “rey del Harlem”, García Lorca recupera algo de su propia identidad marginada en medio de la metrópoli, y mucho de la identidad por igual marginada de los gitanos dentro de su propia tierra, España. La experiencia personal del poeta, la de ser el “otro” en su propia patria, y en especial en el Madrid de los años veinte, dulcifica y enternece su mirada al contemplar a estos “otros”, tan diferentes de color, de costumbres y de lugar, pero tan cercanos en el dolor y en la marginación a los gitanos y a él mismo debido, en gran medida, a su homosexualidad.[ii] Ya en 1955 Ángel Del Río, amigo del poeta, había apuntado con un cierto tono velado que este poemario estaba lleno de “personal gloom and emotional preocupations” (p. XIV). Pero en esta ocasión nos parece que congruente con esa percepción de la “otredad”, tanto en la persona del poeta como en el mundo que éste observa y recrea, es mirar “El rey de Harlem” bajo la perspectiva de la crítica literaria feminista y, más específicamente, ver a través de ella cómo funcionan algunos símbolos arquetípicos tradicionales adjudicados al mundo de la mujer.

     Desde la óptica de la cultura blanca occidental, la imagen física que se tenía más de setenta años atrás —y que en muchas latitudes aún permanece—, de un hombre negro, y más aún si este hombre se identifica como un ‘rey negro’, era la de una persona fuerte, valiente, guerrera, salvaje y en la que se destacaban todos aquellos aspectos en que resalta la virilidad. Podría decirse que la percepción estereotípica de ese rey lo situaba en el límite entre lo humano y lo animal, tanto por sus características físicas, su vestimenta, sus actitudes, como por la conexión instantánea que se hacía de éste con la tierra, la naturaleza, en definitiva, con la selva. Dentro de la imaginación occidental un rey negro evocaba —y aún evoca— poder, fuerza, sensualidad, erotismo. García Lorca nos presenta también un rey negro, pero no en medio de la selva y al calor de los tambores, sino en los barrios marginales del Nueva York del inicio de los años treinta. Este rey, hombre sagrado en su tierra, en el Harlem no pierde su dignidad, pero ésta permanece oculta ante los ojos de la ciudad de piedra, ante los ojos-cristales de esos rascacielos que miran fríamente a esta jungla:

 

          Fuego de siempre dormía en los pedernales

          y los escarabajos borrachos de anís

          olvidaban el musgo de las aldeas

 

     El “fuego de siempre”, arquetipo tradicional de lo sagrado, permanece. Ese es un sello que no se borra, pero el mundo hostil que lo rodea no percibe su magnificencia, su deidad. En términos actuales diríamos que es un rey en el exilio y que dentro de ese exilio vive en forma clandestina, como en las catacumbas, sin la luminosidad del fuego ritual, sino en las cenizas, en la oscuridad. Este rey de Harlem no danza semidesnudo junto a la hoguera al son  de los tambores rodeado por su tribu, sino que es un “[…] gran rey prisionero, con un traje de conserje!” Su fuego sagrado se oculta tras el ridículo disfraz de un uniforme de empleado de hotel aludiendo con ese gesto, no solamente a una humillación de su condición real, sino también exaltando su condición de “otro” que no pertenece a la ciudad, que está de visita, disfrazado y rodeado, no de su tribu, sino en medio de extranjeros como él pero que, a diferencia de éstos, debe permanecer siempre allí, desterrado y oculto.

     Por otra parte, en oposición a la identificación que tradicionalmente se hacía —o se hace— del estereotipo de este animal erotismo masculino (no es muy difícil imaginar al son de la danza unos bíceps desnudos y brillantes, piernas atléticas y elásticas, pieles de animales, plumas y diversas joyas rituales), tenemos en su reemplazo a un hombre rígido, sólo flexible al saludo obsecuente, oprimido dentro de un antiguo traje perfectamente confeccionado por alguna costurera de algún barrio pobre de Manhattan. Y, siguiendo esta línea de análisis, podemos apreciar que el hablante, ya en el primer verso, pone un especial cetro en la mano a este rey negro disfrazado de conserje:

 

         Con una cuchara,

          arrancaba los ojos a los cocodrilos

          y golpeaba el trasero de los monos.

          Con una cuchara.

 

Todo símbolo auténtico posee dimensiones concretas,[iii] y el bastón de mando de este “rey negro”, el símbolo del poder, es una cuchara. Este utensilio doméstico que por su forma parece ser una combinación de lo masculino y lo femenino —de una forma andrógina, podría aventurarse—, es el elemento que reemplaza el cetro real y con el que el rey negro realiza actos incomprensibles. Su ejercicio de la autoridad como arrancar “los ojos de los cocodrilos” resulta como un dar ‘palos de ciego’ que nadie entiende, en medio de una ciudad que le es ajena… pero, ¿para qué quiere los ojos de los cocodrilos en la conserjería de un hotel o en un lugar donde: “Hay que huir, / huir por las esquinas y encerrase en los últimos pisos”, y donde todo lo baña “una falsa tristeza de guante desteñido y rosa química”? ¿O es que acaso su reino dentro del Harlem está en la cocina y en los quehaceres domésticos como tradicionalmente lo ha sido para la mujer? En este caso estaríamos ante un rey-madre que espera alimentar a su pueblo, un monarca cuya aspiración consistiría, no sólo en sacar los ojos a los cocodrilos, sino en ser capaz de poner la cuchara en la boca de su gente en medio de la adversidad, pues “Los negros lloraban confundidos / entre paraguas y soles de oro”. La cuchara como cetro de-construye el poder del falo y lo torna ambiguo, no sólo en la forma de utensilio, sino también por el desplazamiento que se hace entre el poder público y el privado, entre la arenga política y el consuelo sin palabras. Así leemos:

 

          Es por el silencio sapientísimo

          cuando los camareros y los cocineros y los que limpian con la lengua

          las heridas de los millonarios

          buscan al rey por las calles o en los ángulos del salitre.

 

Y este desplazamiento del ejercicio del poder de lo público a lo privado, o de lo masculino a lo femenino, si se quiere, se refuerza también con el gesto real de golpear con la cuchara “el trasero de los monos” pues, además de hacerse una violenta referencia al racismo a través de la palabra mono, este acto está remedando a la mujer, a la madre que disciplina al hijo travieso.

     Por igual, podríamos aventurar que este rey actúa como el brujo ancestral que intenta, mediante el rito de “la cuchara”, espantar el espíritu maligno que embiste desde la multiplicidad de objetos industriales —muchos de ellos con significación feminista como “plumeros”, “ralladores”, “cacerolas”—, y del aguardiente del “rubio”, como vehículo de una dependencia con el blanco. Añadiríamos también que la imagen del “gran rey prisionero, con un traje de conserje” condensa significativamente la pugna entre los espacios sociales que la percepción lorquiana poetiza.

     Pero ¿quiénes son los súbditos de este rey sin corona?: “Aquel viejo cubierto de setas”, que iba a reunirse con los demás, “iba al sitio donde lloraban los negros”, y esos niños que “machacaban pequeñas ardillas”. Es decir, la corte de este rey la conforman viejos casposos, cubiertos de tierra: mendigos vagabundos, unos homeless, diríamos hoy; niños crueles, desadaptados, que descuartizan pequeñas ardillas; y negros ‘llorones’. La feminización de las imágenes es evidente: ese viejo cubierto de setas aparece como un viejo-tierra, que subvierte el arquetipo de la Tierra y, en especial, de Tierra protectora, madre que acoge y cobija. Por el contrario, este viejo no puede acoger a nadie, sino que él necesita ser acogido, como un niño que se ha perdido de su aldea, de su tribu; es un viejo indefenso que espera con paciencia junto a los demás ‘negros llorones’, que lleguen “los tanques de agua podrida” que les envía el hombre blanco para medio sobrevivir.

     Por otra parte tenemos a estos niños que no tienen nada de indefensos, su crueldad se opone a la indefensión del viejo. Vemos aquí una curiosa inversión: el viejo es el débil e indefenso y los niños son los fuertes; ellos tienen una actitud agresiva de “rubor de frenesí manchado”. Podría pensarse que la adaptación de las generaciones mayores del hombre y la mujer negra es mucho más dificultosa, por no decir imposible; en cambio, esos niños, nacidos en Nueva York, ya perdieron ese sabor a selva, a convivencia armónica con la naturaleza. El acto de “machacar ardillas” es un gesto de ruptura con su historia, con sus raíces. Se suma a esta imagen de los niños, la de los mulatos, deseosos de ‘blanquearse’: “los mulatos estiraban gomas, ansiosos de llegar al torso blanco”. El llanto de los negros feminiza aún más este reinado del monarca de Harlem y esas lágrimas que vierten se enlazan con esos “estanques de agua podrida”, detenida, cerrando fatalmente la posibilidad de una vida mejor para su pueblo.

     A pesar de la tristeza de ese pueblo sin mayor futuro, la voz poética descubre la belleza de su mundo privado, del rincón donde la cultura oficial los ha relegado, pues: “[…] que nadie dude de la infinita belleza / de los plumeros, los ralladores, los cobres y las cacerolas de las cocinas.”  Frente a este mundo semiótico, feminizado, de negros que lloran confundidos, de niños violentos, de viejos abandonados, pero que aún así tienen su belleza, surge el masculino mundo del hombre blanco, se impone el orden simbólico conformado por: “el rubio vendedor de aguardiente” por, “los que beben whisky de plata junto a los volcanes / y tragan pedacitos de corazón por las heladas montañas del oso.” Como ha apuntado Antonio Ferrera en su Federico García Lorca, vida, obra, muerte, este es “un mundo de sombras… es el presente que constata y sufre y es también… el futuro que Lorca adivina para el mundo como una profecía que describe un sueño dantesco” (p. 115). Este es un mundo sin canto, sin llanto, con licor, frío, ejecutivo y en donde el poder del dinero lo gobierna todo, donde:

 

         Las muchachas americanas

          llevaban niños y monedas en el vientre

          y los muchachos se desmayaban en la cruz del desperezo.

 

     Trabajo, productividad y dinero son las leyes del orden del padre, de la institucionalidad del hombre blanco. Dentro de este mundo, los negros sobreviven valiéndose de pequeñas “tretas del débil” o mejor diríamos “del sexo débil”: con diversos tipos de disfraces, con el silencio, con el canto compartido, con el llanto, con el baile que “quebraba las venas de los bailarines”, y todos juntos congregándose, para formar comunidad, junto a su rey, dentro de las costuras de Nueva York. Federico García Lorca, percibe este mundo del negro en la metrópoli — mundo del marginado—, a la vera del orden patriarcal-matriarcal, con una mirada de profunda comprensión y solidaridad que lo hace exclamar:

 

          ¡Ay, Harlem! ¡Ay Harlem! ¡Ay Harlem!

          ¡No hay angustia comparable a tus rojos oprimidos,   

          a tu sangre estremecida dentro del eclipse oscuro,

          a tu violencia granate sordomuda en la penumbra,

          a tu rey prisionero con un traje de conserje!

 

    Como bien ha apuntado Manuel Antonio Arango en su estudio Símbolo y simbología en la obra de Federico García Lorca (pp. 64-67), recordemos que “la sangre” es siempre en Lorca la imagen de una fuerza vital y de tragedia. La sangre del Harlem es la sangre derramada del oprimido, la del sacrificio, la del dolor contenido, pero también es la sangre que sordamente y en silencio acumula violencia que se trasmite de generación en generación —pensemos en los niños machacando pequeñas ardillas—, es la sangre tabú que no se quiere ver, que se ignora hasta que ésta irrumpe en el mundo del blanco como un torrente irrefrenable:

 

          Sangre que mira lenta con el rabo del ojo,

          hecha de espartos exprimidos, néctares de subterráneos.

          Sangre que oxida el alisio descuidado de una huella

          y disuelve a las mariposas en los cristales de la ventana.

          Es la sangre que viene, que vendrá

          por los tejados y azoteas, por todas partes,

          para quemar la clorofila de las mujeres rubias,

          para gemir al pie de las camas ente el insomnio de los lavabos

          y estrellarse en una aurora de tabaco y bajo amarillo.

 

     El espacio urbano de los negros está re-construido mediante el entrecruzamiento de imágenes que cimenta una realidad de “sangre” y “aguas podridas”, intensificando deliberadamente el carácter  del suburbio. Esta marginalidad manifiesta su miseria y la violencia que parece a punto de desencadenarse:

 

         Aquel viejo cubierto de setas

          iba al sitio donde lloraban los negros

          mientras crujía la cuchara del rey

          y llegaban los tanques de agua podrida.

 

     El mundo del rey de Harlem es un mundo marginal, semi-oculto dentro de la sociedad del hombre blanco, es el mundo del “otro”, de ese “otro” del que ya García Lorca tenía conciencia. Puede hacerse un símil entre el mundo del orden patriarcal y el mundo del hombre blanco, y otro entre el rey de Harlem y el mundo semiótico, en el que se sitúa la mujer. El poeta andaluz ha utilizado una serie de arquetipos tradicionalmente femeninos para articular el microcosmos del texto que fundamentan tal afirmación: “agua” en forma de lágrimas y agua estancada; “tierra” que cubre el cuerpo de un pobre viejo; “el mundo del hogar” —el reino de la mujer—, y más específicamente la “cocina”, con sus utensilios que se nos presentan como un arquetipo de la belleza de lo cotidiano e, incluso, una cuchara se constituye en el bastón de mando, símbolo del poder del rey; “sangre” prohibida, peligrosa, tabú, que no quiere ser reconocida como tal, que la vincula con la sangre menstrual de la mujer, capaz de dar una vida nueva. Es así como todos estos símbolos paradigmáticos tradicionales recién nombrados, manipulados por García Lorca, sin perder su significación ancestral, establecen una relación de intertextualidad entre “El rey de Harlem” y el discurso femenino contemporáneo.

     Para el crítico Manuel Arango el poema es, en el fondo, una denuncia más en Poeta en Nueva York, que es a su vez:

 

     “el símbolo de la depresión de Lorca de su soledad que él ha vivido en medio de

     su miseria espiritual, en una ciudad deshumanizada, contaminada por una cultura

     materialista que avanza sobre ritmos mecanizados y que está desprovista de amor

     y de humanidad” (342)

 

No obstante nuestro acercamiento andrógino, de símbolos invertidos a “El rey de Harlem”, debemos advertir que cualquier interpretación por lúcida o novedosa que sea, no puede clarificar el aluvión acumulativo de metáforas, alusiones y símbolos, difíciles y tal vez imposibles de descifrar. Habría que añadir que todo el poema nos entrega a través de la presencia de este rey “prisionero, con un traje de conserje”, la ausencia, y paradojalmente a través de esta ausencia, la presencia de un rey respetable y digno de su pueblo, que ha sido víctima de la civilización, mientras que al mismo tiempo preserva, intacta, bajo el eclipse de su piel negra, los impulsos y fuerzas de un hombre que no ha sido tocado por el “pecado original”.

 

 

 

 

Notas

     [i] Véanse, entre los numerosos estudios: Añez, María Elvira, “Interpretación de algunos aspectos de ‘Poeta en Nueva York’, Anuario de Filología. IV, 1965, pp. 297-307; Arango L. Manuel Antonio: Símbolo y simbología en la obra de Federico García Lorca. Editorial Fundamentos, Madrid, 1995, p. 341 y siguientes; Craige, Betty Jean, Lorca’s Poet in New York. The University Press of Kentucky, 1977; Ferreyra, Marta Magdalena, Lorca: un poeta en Nueva York. Editorial Martin, Mar del Plata, 2004; Pratt, Heather, “Place and Displacement in Lorca’s ‘Poeta en Nueva York’”. Forum for Modern Language Studies. Núm. 22. 1986. Pp. 248-262; Del Río, Ángel, “’Poet in New York’: Twenty-Five Years After, Introduction to Federico García Lorca”. Poet in New York, a new translation by Ben Belitt. Grove Press, New York, 1955. Pp. IX-XXXIX.

     [ii]  Para un estudio del tema véase Sahuquillo, Ángel, Federico García Lorca and the Culture of Male Homosexuality, Translated by Erica Frouman-Smith. McFarland & Company, Jefferson, N.C. 2007.

     [iii]  “El símbolo es una expresión lingüística que refleja un pensamiento determinado por estructuras reales y por simples leyes lógicas. El símbolo revela aspectos muy profundos de la realidad que desafía todos los otros medios de conocimiento. Las imágenes, los símbolos, los mitos no son creaciones irresponsables de la sique, ellos responden a una necesidad que llenan una función: poner en descubierto los secretos más profundos del ser.” Manuel Antonio Arango, ob. cit., p. 26.

 

Obras citadas

     Añez, María Elvira, “Interpretación de algunos aspectos de ‘Poeta en Nueva York’”, Anuario de Filología.IV, (1965): 297-307. Impreso.

     Arango, Manuel Antonio, Símbolo y simbología en la obra de Federico García Lorca. Madrid, Editorial Fundamentos, 1995. Impreso.

     Del Río, Ángel, “’Poet in New York’: Twenty-Five Years After, Introduction to Federico García Lorca”. Poet in New York, a new translation by Ben Belitt. New York, Grove Press, 1955. Impreso.

     Craige, Berry Jean, Lorca’s Poet in New York. The University Press of Kentucky, 1977. Impreso.

     Ferrera Comesaña, Antonio, Federico García Lorca, vida, obra, muerte. Sevilla, Muñoz Moya, editores, 1996. Impreso.

     Ferreyra, Marta Magdalena, Lorca: un poeta en Nueva York  Mar del Plata: Editorial Martín, 2004. Impreso.

     Pratt, Heather, “Place and Displacement in Lorca’s ‘Poeta en Nueva York’. Forum for Modern Language Studies. Núm 22. (1986). Impreso.

     Sahuquillo, Ángel, Federico García Lorca and the Culture of Male Homosexuality. Translated by Erica Frouman-Smith. Jefferson, N.C. McFarland & Company, 2007. Impreso.

 

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GUILLERMO ARANGO

Nació en Cienfuegos, Cuba (1939). Poeta, narrador, ensayista y dramaturgo. Cursó estudios de Arte, Filosofía y Letras en la Universidad de Santo Tomás de Villanueva (Cuba) y de Creación Literaria en la Universidad de Loyola (Chicago). Por muchos años se dedicó a la enseñanza universitaria. Ha ejercido por igual la crítica cinematográfica. Ha publicado seis libros de poesía, siendo el más reciente Ceremonias de amor y olvido (Linden Lane Press, 2013). Ha publicado tres libros de relatos bajo el sello de Ediciones Universal: Gatuperio (2011), El año de la pera, tradiciones, relatos y memorias de Cienfuegos (2012), presentado ese mismo año durante el Festival Internacional del Libro en Miami, y El ala oscura del recuerdo (2013). Ha sido ganador de premios en las categorías de poesía y narrativa. En el 2008, su pieza dramática Todos los caminos, fue galardonada con el Premio Internacional de Teatro Alberto Gutiérrez de la Solana, auspiciado por el Círculo de Cultura Panamericano en Nueva Jersey. Ha sido becado en tres oportunidades por la National Endowment for the Humanities. Ha publicado y presentado trabajos de investigación literaria en revistas y congresos nacionales e internacionales. En la actualidad es miembro del PEN Club de Escritores Cubanos en el Exilio, así como de numerosas organizaciones profesionales. Reside en el estado de Ohio, EE.UU.

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