BAQUIANA – Año XIX / Nº 105 – 106 / Enero – Junio 2018 (Narrativa I)

EL BAILE Y EL ÁNGEL

CAMAGÜEY, 1933

de

Teresa Bevin

 


     Contaba mi padre que tío Sergio todavía no había cambiado la voz a los diecinueve años. Su voz infantil —o como los más crueles la calificaban— afeminada, lo avergonzaba y lo obligaba a aislarse en un amargo silencio.  Los días y semanas pasaban sin que Sergio pronunciara palabra.  Mi padre, amigo de las fiestas, nunca se perdía los bailes dominicales donde acudían los jóvenes trajeados de blanco a conocer muchachas. Deseaba que su hermano lo acompañara, y que volviera a ser su líder de andanzas, como cuando su voz concordaba con su físico. Entonces eran inseparables exploradores de sabanas, nadadores de ríos crecidos, y ladrones de frutales.  De niño, Sergio había sido el primero en fumar hasta vomitar, en saltar un muro y casi desnucarse para robar las mejores guayabas, y el primero en echar mano a una piedra que volaría certera para tumbar el mejor aguacate del árbol o para dar en la cabeza de algún muchacho enemigo. Pero ahora Sergio no se dejaba ver, y mucho menos oír, y mi padre extrañaba las aventuras compartidas.

     Aunque era un año y medio menor que tío Sergio, mi padre ya contaba con una retahíla de amores, creía tener cierto parecido con el galán de cine Errol Flynn.  Fingía tener veinte años. Con aire paternal trataba de animar a su hermano a que se dejara ver cuando menos, pero solo conseguía hacerlo retirarse al fondo del patio, donde tenía como refugio una silla sin brazos y una mesa debajo de un alero entre arecas, malangas, y matas de plátano.  Allí pasaba las horas arreglando relojes de todos tipos, desde finos relojes de pulsera, hasta relojes de pared que daban campanadas estruendosas, como palanganas chocando unas con otras. Plácido, un vecino albino y ciego que era relojero al tacto le dejaba relojes para que los arreglara en calidad de aprendiz. El ciego no lo juzgaba ni se mofaba de su insuficiente voz.  Pasaba ratos hablándole del calibre de los mecanismos suizos y de los relojes más famosos e históricos de Europa, algunos con figuras mecánicas y campanas que tocaban con impecable precisión.  Por eso Sergio apreciaba su amistad, y lo observaba maravillado ante su inconcebible destreza y sus vastos conocimientos, a menudo preguntándose cómo podía el ciego saber tanto del mundo, cuando no podía ver lo que lo rodeaba en su propio taller.  Los blanquísimos dedos del ciego parecían adivinar exactamente dónde había dejado un diminuto muelle, o una ruedita dorada menor que una lentejuela.  Un mechón lacio y completamente blanco le cubría los ojos, que permanecían cerrados.  Con un ligero movimiento de la cabeza, parecía orientarse y obtener una visión interna de sus repisas y cajones, así como el preciso lugar donde había dejado un reloj recién encargado.  A veces cuando tenía que buscar algo en otra habitación, Plácido chasqueaba la lengua de un modo peculiar.  Un día le explicó a tío Sergio que el sonido de sus chasquidos rebotaba contra las cosas, y lo ayudaban a orientarse, y era como si pudiera ver.  Sergio aspiraba a inventarse algo así, que lo ayudara a vivir una vida normal sin hablar.

     Sergio cumplía con devoción, pidiéndole a Plácido más relojes con los cuales pasar el tiempo mientras hacía algo útil que producía algunos pesos, logrando así aliviar las penurias económicas que sufría su familia al igual que la mayoría de los ciudadanos de la isla.  Sus ganancias eran apreciadas por abuela en especial, ya que a veces era lo que traía la comida a la mesa mientras abuelo viajaba por los municipios cercanos en sus eternos y fallidos esquemas de negocios.  Abuela suspiraba al ver a tío Sergio ante su mesa cubierta de pequeñas ruedas, tornillos, muelles, y cristales.  ¿Por qué relojes?—se preguntaba—Así no puede evadirse del paso del tiempo nunca, y la soledad se lo traga.  Pobre hijo mío…

     Mientras mi padre se contemplaba ante el espejo y se examinaba el incipiente bigote que distaba mucho de ser como el de Errol Flynn, se preocupaba por el solitario Sergio.  Quería sacarlo de su encierro y presentarle muchachas, pero desistía cuando sus propias orejas se calentaban de vergüenza al anticipar el doloroso rubor, y el titubeo de su hermano cuando se veía obligado a decir algo.  Su voz era tan incongruente con su físico sólido y varonil que a todos tomaba por sorpresa. Unos se burlaban con mucha o poca discreción, y a otros se les reflejaba la lástima en el rostro.  Sergio se hacía el que no notaba las reacciones de la gente, y se tragaba la ira y el bochorno.  No respondía a las bromas temiendo que su voz surgiera más aguda aún, picada por la vergüenza.  Mi padre lo defendía a riesgo de que le aplastaran su bien perfilada nariz, de la cual se sentía orgulloso. Con frecuencia hablaba por él, intercedía por él, lo protegía de la crueldad mundana, a menudo sin que tío Sergio se percatara. A veces pensaba que su propio bochorno era tan agudo como el de Sergio, y lo paralizaba. Había pensado muchas veces convencer a su hermano de ir monte adentro a ver a un  famoso curandero con muchos aciertos a su haber, por si podía remediar el problema.  Pero temía la dura crítica familiar y la negativa indignada de tío Sergio, quien, al igual que el resto de la familia, no creía en esas cosas. Y no es que él creyera, pero estaba dispuesto a explotar cualquier recurso con la esperanza de recuperar a su hermano.

     Una mañana de domingo mi padre se acicaló con esmero para ir a la misa de las nueve en la iglesia de la Merced en el centro de la ciudad. No iba por devoto, sino porque alguien le dijo que a esa misa solía acudir una muchacha que ocupaba todos sus pensamientos desde hacía dos semanas. Había logrado adelantarse a muchos que pretendían bailar con ella, y ganar su sonrisa de aceptación.  Se presentó cortés durante la danza y ella le dijo que se llamaba Alicia, nombre que ya escribía con el dedo en el aire, en el agua del baño, en cualquier superficie, y nombre que pronunciaba a solas, saboreando su sonido.

     Llegó temprano a la iglesia, y sosteniendo su sombrero de pajilla entre las manos buscó asiento entre los bancos posteriores, para observar a sus anchas la entrada de la joven.  Los fieles desfilaban por el portón en sus galas domingueras hasta llegar a ocupar todos los bancos. Ante la ansiosa vigilancia de mi padre, otras muchachas hacían su entrada en compañía de sus familiares, tocadas de finas mantillas blancas, pero aún no había descubierto los ojazos lánguidos de Alicia asomar por debajo de un velo de encaje.  En medio de su impaciencia se percató de una mujer mayor que se había sentado a su lado. Tenía un aspecto distinguido, toda vestida de blanco. Sobre su plateada cabeza llevaba una mantilla que parecía tener luz propia por su blanco cegador, y de su persona emanaba un discreto perfume de agua de azahar. De cuando en cuando la mujer lo miraba de soslayo. Mi padre sintió un poco de curiosidad, pero pensó que tal vez era amiga de la familia y lo había reconocido aunque él no la recordara. Pero decidió ignorarla, por miedo a iniciar una conversación que, por breve que fuera, pudiera llevarlo a perderse la entrada de su amada del momento.

     La misa estaba por empezar y Alicia no llegaba. Mi padre notó con ojo discreto a los que ocupaban los bancos cercanos. Casi todos movían los labios, delatando solo las sibilantes de sus plegarias. Algunos permanecían de rodillas, con la cabeza inclinada, algunas de las mujeres acariciando las gastadas cuentas de un rosario.  Aunque no comprendía tales estados de devoción, quiso hacer contacto con lo que los inspiraba.  Con la mirada rebotando entre el altar mayor y la entrada, mi padre trató de rezar para que llegara la muchacha de sus sueños. Como no tenía costumbre de rezar, solo atinaba a pensar: que venga Alicia, que venga Alicia, que venga, que venga.  Sabía que no podría hablarle a solas, pero la vería al salir de la iglesia y la saludaría galantemente albergando la esperanza de que se acordara de los pocos minutos que había compartido con él durante el baile. Seguramente la acompañaría su mamá, quien no había querido perderla de vista durante el baile, tomándose muy seriamente su papel de chaperona. También era una mujer hermosa—lo cual era un buen vaticinio para Alicia como futura esposa.  Abuelo siempre le había recomendado observar el talante y la expresión del rostro de su posible suegra antes de comprometerse, pues la hija sería igual con el tiempo.  Como veas una vieja con las tetas tan caídas como las comisuras de sus labios, huye y no mires atrás.

     En su intento de plegaria también quiso pedir por la familia y por Sergio en particular, pues como nunca iba a la iglesia tenía que aprovechar la oportunidad para los asuntos más importantes de su vida en caso de que su ruego llegara a Dios y a los santos por esos misterios del destino: Que le cambie la voz a mi hermano, que ya es hora que tenga voz de hombre, caramba.  Que llegue la que me quita el sueño. Que mi padre logre triunfar en alguno de los negocios que se propone… Que llegue la que tanto me gusta… Que me crezca pronto el bigote… Que llegue mi amada…Que a mamá se le alivie el lumbago. . .

     La misa se le hacía eterna, y mucho más tediosa que muchas otras a las cuales se había visto obligado a acudir por compromisos familiares.  Ya estaba por empezar la comunión y Alicia no había llegado. Era obvio que ya no llegaría, con que desalentado, decidió marcharse. Aprovechando el movimiento de los que se levantaron para acercarse al altar, salió de la iglesia. Ya se disponía a cruzar la calle cuando la mujer que lo había estado observando lo alcanzó.

     —Disculpe, joven —empezó, descubriendo su cabeza y colocándose la mantilla sobre los hombros.

     —¿Sí, Señora? —se detuvo, curioso, pensando que lo amonestaría por su falta de respeto al salir durante la comunión.

     —Debo decirle que la muchacha no ha llegado porque está con un fuerte catarro, pero se acuerda de usted.

     —Pero… ¿Cómo lo sabe…? —Tartamudeó incrédulo— ¿Usted la conoce?

     —No. No la conozco, pero eso no importa —la mujer lo miraba a los ojos con una expresión calmada y segura.

     —¿Entonces cómo es posible…?

     —Es que tiene usted tiene tantas ganas de verla y sus pensamientos son tan intensos que entraron en mi mente sin yo esperarlo y ya no los pude detener.  Disculpe que me comporte como una intrusa, pero a veces sucede así, sobre todo durante la misa —hablaba como si explicara algo muy natural y sin reparar en el mudo asombro de mi padre—. Luego la imagen de ella me llegó clarísima —continuó la mujer— estaba sentada ante una ventana, tomando tisanas y sonándose la nariz con un pañuelo bordado.  Es menuda, tiene los ojos grandes y un poco tristes, entre verdes y grises.  Su pelo es cobrizo y brillante, su frente es amplia y su nariz chiquita como un botoncito.  Y cuando sonríe muestra unos dientes parejos, perfectos, blanquísimos, ¿verdad?

     Boquiabierto, mi padre asintió con la cabeza.

     —No puedo ayudarlo a conquistarla —continuó ella en tono compasivo. Usted no tiene futuro con ella.  Lo siento.  Pero puedo ayudar a su hermano con su problema.

     —¿Cómo? —no podía creer lo que escuchaba, picado por la decepción y la esperanza a la vez.

     —Llévelo al baile de La Popular el próximo domingo. Si no quiere, que no baile, pero que vaya. Al salir del baile va a tener un encuentro con un ángel.

     —¿Con un ángel?  Pero. . .

     —Sí, pero no se crea usted que van a ver a un angelito gordito, en pelotas y con alas.  Esos son los ángeles de las pinturas y los vitrales.  Este será un ángel de verdad.

     — ¿Pero cómo vamos a saber. . ?

     —Usted va a saber, tarde o temprano.

     — ¿Está segura?

     —¿Y todavía me lo pregunta con todo lo que le acabo de decir?

     —Disculpe señora, es que nunca había conocido a nadie que supiera lo que otro está pensando. Todo esto es muy raro. Y también sucede que mi hermano nunca sale de la casa y no va a querer ir al baile…

     —Ahí está su desafío entonces.  Tiene que hacer que vaya.  Es su única oportunidad.

     —¿Quiere decir usted que si no va conmigo al baile se va a quedar para siempre con esa vocecita ridícula?

     —No para siempre, pero va a tardar mucho en cambiar, con todo el sufrimiento que eso le ocasiona.  Mientras que esto lo resuelve en lo que canta un gallo… Por decirlo así, aunque parezca que me burlo de su hermano… por lo del gallo, ya sabe.

     —¿Y cómo doy con usted en caso de que no surta efecto?

     —¡Ah no, eso no! Tiene que confiar en lo que le digo, o de lo contrario no hay ángel.  A mí ya no me vuelve a ver usted a menos que sea pura casualidad, lo cual no existe —añadió— llévelo y verá lo que pasa cuando salgan del baile. Lo dejo en sus manos.  Adiós.

     La mujer se dio la vuelta y volvió hacia la iglesia con paso ligero y sin mirar atrás.  Mi padre pensó en detenerla, pero no hubiera sabido qué más decirle. La observó desaparecer por el portón y se quedó inmóvil en la esquina. No tiene futuro con ella, había dicho la mujer. Se sentía desalentado, con un vacío por dentro… Pero, ¿por qué habría de creerla? ¿Y por qué no creerla? ¿Y lo de Sergio? Estaba anonadado, esperanzado por Sergio, y a la vez envuelto en un torbellino de dudas, ajeno a lo que lo rodeaba. Fue sacado de su trance de manera abrupta cuando un hombre en bicicleta le pasó rozando y lo salpicó de agua sucia que se estancaba al borde de la calle.

     —¡Fíjate por donde vas, animal! —le gritó, pero el hombre se hizo el sordo. Mi padre se miró el bajo de los pantalones, donde ahora llevaba una mancha barrosa— ¡Flaco de mierda, venir a manchar mis mejores pantalones! —masculló, siguiendo su camino a casa, aún aturdido por el sorprendente encuentro con la mujer de blanco.

***

     Tras varios intentos fallidos seguidos de portazos, encierros en el baño, y miradas asesinas por parte de tío Sergio mi padre por fin logró convencerlo para que fuera al baile.  No se atrevía a decirle la verdad sobre los motivos de tanta insistencia por temor a su rechazo, pero le llegó la inspiración de repente. Le dijo que allí estaría la mujer más bella que había visto en su vida, prometió que lo presentaría y explicaría la causa de su mutismo como que estaba afónico de gritar durante el partido de pelota de la mañana, y le pediría a la muchacha elegida si accedía a bailar con él, ya que no se trataba de nada contagioso. Después de muchos titubeos por parte de tío Sergio, quien osaba negar que su voz lo avergonzara, la idea terminó por parecerle prometedora. No tendría que hablar, pero podría disfrutar de la proximidad de preciosas muchachas, y tal vez hasta de la más bella de todas, aunque fuera ese día solamente. Valía la pena.

     El domingo siguiente mi padre buscó a Alicia con la vista, pero no estaba en el baile tampoco, y pronto se olvidó de ella ante el número de jovencitas presentes, tan hermosas como ella y por su misión de interceder por Sergio. Tal y como había prometido, le consiguió varias parejas a su hermano, de las que hubiera querido para sí.  Cada vez que lo divisaba en el salón, lo veía sonriendo como hacía tiempo no lo hacía, bailando, confiado. Mi padre perdió varias oportunidades de bailar por ocuparse de su enmudecido hermano, pero lo dio por bien empleado. Aunque albergaba serias dudas de que sucediera lo que la señora de blanco le había anunciado, se complacía de ver a tío Sergio disfrutar como cualquier otro.

     Al terminar el último bailable de la noche, mi padre se sentía algo nervioso, a la expectativa de algo insólito tal vez, mientras tío Sergio sonreía completamente ajeno a su sentir. Salieron a la calle tras despedirse cordialmente de algunas jovencitas, mi padre con escogidas palabras y tío Sergio subrayándolas con una ligera inclinación de cabeza.

     Ya estaban en la acera frente a la plaza y nada había sucedido, conque mi padre concluyó que era hora de emprender camino a casa y dar la noche por terminada. Al torcer la esquina se tropezaron de cuerpo entero con dos muchachas seguidas de una voluminosa chaperona. A la más menuda de las jovencitas se le cayó el bolso de las manos a causa del inesperado impacto.

     —Disculpe… —empezó tío Sergio con lo que pretendía que sonara como un susurro afónico, pero se detuvo sobresaltado por el chorro de voz que le salió y lo dejó sin aliento. La voz le había sacudido la laringe y había resonado dentro de su cabeza como una explosión. Carraspeó, pensando que tal vez era que de verdad estaba afónico a causa de fingir. Estaba sorprendido de su propia espontaneidad al decir algo, cuando normalmente se hubiera escabullido aterrorizado ante la perspectiva de hablarle a una muchacha. Aturdido, recogió el bolso de la acera, le quitó el polvo con la mano, y se lo extendió a la muchacha, quien lo miró sonriente.

     —No se preocupe —dijo ella con un dejo de coquetería— no tenga pena.

     —He sido muy torpe —dijo Sergio casi involuntariamente, y volvió a asustarse por su vozarrón.

     Mi padre era ahora el que no podía hablar, impresionado ante la grave voz de Sergio.  ¡El milagro había ocurrido! Pero… ¿y el ángel? —se preguntaba, mirando a su alrededor— ¿dónde estaba el ángel prometido?

     —No es nada, de veras.  Fue un accidente —dijo la joven, y continuó la marcha seguida de su amiga, quien también sonreía ampliamente. Ambas se dieron la vuelta y volvieron a mirarlos. La chaperona las empujó levemente, pero con firmeza, para que siguieran adelante.

     Camino a casa Sergio no dejó de hablar, y hasta empezó a cantar desaforadamente, disfrutando de su nueva voz.

     —¡A callar, borracho! —le gritó alguien desde un caserón.

     —¡No estoy borracho!  ¡Estoy contento! —gritó en dirección a la voz.

     —¡Pues como si estás preñado!  ¡Te callas o te parto en dos! ¡Maricón!

     Sergio siguió su camino, riendo a carcajadas, con el brazo alrededor de los hombros de mi padre. Su alegría era arrolladora. Gesticulaba y hablaba entusiasmado sobre las bonitas muchachas con quienes había bailado.  Pero la que más le había gustado era esa última con quien tropezó.  ¿Había estado en el baile?  ¿Por qué no la había notado antes?  Ni siquiera se preguntaba cómo era posible que le hubiera cambiado la voz tan de repente, ni parecía temeroso de que fuera algo pasajero. A mi padre le pareció que Sergio se había transformado de pronto, y no solo en la voz, sino en otros aspectos.  Bajo la luz de la luna llena, su rostro se iluminó por completo, como hacía años no sucedía.  Caminaba más erguido, y hablaba confiado, como si el mundo le perteneciera.  Mi padre nunca le dijo nada de su encuentro con la mujer en la iglesia.  Lo dejó creer que había sido un cambio natural.  Además, tal vez había sido el cambio más natural del mundo.  Tal vez la mujer de la iglesia solamente había vivido en su imaginación.  Tal vez nada de lo que había transcurrido tenía sentido alguno, pero era una ocasión feliz, y como tal, mi padre decidió compartirla con su hermano.

     Desde entonces tío Sergio acudió a muchos bailes, y disfrutó de la coquetería de muchas jovencitas. Tenía que hacer un esfuerzo para no hablar demasiado y caer pesado.  Era como si necesitara hablar por todo el tiempo que permaneció mudo. A su madre la atolondraba contándole de sus nuevas amistades y de todo lo que veía por la calle, pues se había vuelto callejero, con los ojos siempre alertas en caso de que volviera a ver a la muchacha con quien había tropezado hacía ya meses. La recordaba a diario, con su brillante sonrisa y mirada intensa.

     No abandonó el arreglo de los relojes porque sabía que su madre lograba que alcanzara para la comida gracias a esos ingresos, que ya iban en aumento puesto que Plácido le pagaba ahora como socio y no como aprendiz. Pero ahora también amenizaba los ratos que pasaba con Plácido, el relojero, describiéndole lo que observaba en la calle. Plácido lo escuchaba sin perder detalle ni detener sus ágiles manos tan íntimamente vinculadas con las pequeñas maquinarias de los relojes.

     Un domingo de carnaval, Sergio volvió a encontrarse con la joven con quien había tropezado aquella noche. Iba vestida de bailadora de flamenco y estaba radiante. Sergio, por complicidad del destino, iba vestido de torero. Confiado a pesar de lo incómodo que estaba con el pantalón tan apretado, se le acercó para recordarle el abrupto encuentro. Se sintió complacido al saber que ella lo recordaba claramente, y le sonrió durante toda la conversación. Paseó con ella del brazo, provocando comentarios de admiración por hacer una bonita pareja, ambos vestidos tan acorde como si lo hubieran planeado. Se volvieron a ver en los bailes dominicales, se enamoraron en corto tiempo y romancearon por tres años antes de formalizar su relación. A tío Sergio le sonreía la vida como nunca.

     Aquella muchacha, a quien tío Sergio se refería como mi ángel llegaría a ser un día mi tía Matilde, mientras que Amalia, la amiga que la acompañaba la noche del tropezón, así como a todos los bailes, pronto empezó a ocupar todos los pensamientos de mi padre, quien no tardó en pedirla en matrimonio tras comprobar que su futura suegra era de muy buen ver. Veinte años después Amalia me trajo al mundo.

 

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TERESA BEVIN

Nació en Camagüey, Cuba (1949). Narradora, traductora y profesora de psicología. Graduada de la Universidad George Washington en Washington, D.C. y de la Universidad de Maryland en College Park, Maryland. Por más de treinta años vivió en el área metropolitana de Washington, D.C., donde trabajó como terapeuta de niños inmigrantes y como terapeuta de intervención crítica. Su dedicación a la salud mental y el bienestar de niños y familias procedentes de culturas hispánicas e indígenas de América Latina continúa a través de su escritura. Hasta finales del 2006 trabajó como profesora de psicología y técnicas de consejería y fue coordinadora del departamento de lenguas extranjeras en Montgomery College (Takoma Park, Maryland). Con frecuencia ofrece charlas a clínicas y agencias de servicio social en gobiernos locales y estatales. Ha participado con capítulos completos en varios textos para estudiantes graduados de psicología y trabajo social, abordando temas de diversidad cultural y salud mental, entre los que cabe destacar: “La necesidad de cuidados especializados con las víctimas de la guerra de El Salvador” (Panamerican Health Organization, 1998); “Multiple Traumas of Refugees: Near Drowning and Witnessing of Maternal Rape” en Children in Crisis, Dr. N. B. Webb, Editora, (Guilford Publications, New York, ediciones de 1991 y 2000); “Parenting in Cuban-American Families” en Multicultural Parent-Child and Family Relationships, Dr. N. B. Webb, Editora, (Columbia University Press, New York, 2001); y los textos “Caught Between Homophobia and Peer Pressure”  and  “Cuban Women: Betrayed by Revolution” en el libro Opening Pandora’s Box: An Introduction to Women Studies, B. Friel & R. Giron, Editores, (Gival Press, Virginia, 2005). Ha publicado sus cuentos y relatos en revistas latinoamericanas y estadounidenses. Su relato “City of Giant Tinajones” (Ciudad de Grandes Tinajones) aparece en una de las antologías más importantes sobre la literatura latina en los EE.UU., The Prentice Hall Anthology of Latino Literature, E. del Rio, Editor,  (Prentice Hall, New Jersey, 2002). Ha incursionado en el género de novela juvenil bilingüe, que incluye currículo y lecciones, con el libro Tina Springs into Summer/Tina se lanza al verano (Gival Press, Virginia, 2005). En el 2001 recibió el premio “Bronce” que otorga la revista ForeWord Magazine por la mejor traducción de ese año y en el 2002 fue finalista en la categoría de ficción multicultural del grupo Independent Publisher Online (Publicaciones Independientes en la Red) por su obra y traducción de los mismos, la colección bilingüe de cuentos Dreams and Other Ailments/Sueños y otros achaques (Gival Press, 2001). Su novela Havana Split, publicada por la Universidad de Houston,  (Arte Público Press, 1998) fue nombrada por el periódico The Miami Herald entre uno de los libros más importantes del 1998.

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