BAQUIANA – Año XIX / Nº 105 – 106 / Enero – Junio 2018 (Cuento I)

EL OTRO

por

 

Delia Fiallo


     La noche le atajó al llegar al río. Al meterse entre los árboles la sombra le resbaló por el cuerpo rápidamente, desde los pies, colgados a los lados del caballo, hasta la cabeza ya oscura bajo el sombrero de guano.

     Al salir del paso, al otro lado ya plateaban las hojas del yagruma al mecerlas las brisas empapadas de luna. En la noche joven un perro ladró en algún bohío lejano y el grito de una lechuza le paró las orejas al caballo.

—¡Solavaya!

      El hombre amagó las espuelas sobre los ijares del animal, sin apretarlo. Y al trote vivaz saltó la décima regándose juguetona y confiada por el llano:

Guajira en esta canción

yo te mando mis amores.

Ojalá no des dolores

a mi pobre corazón,

pues yo con esta canción

vengo a darte mis amores.

Ahí te van con emoción

mis versos, que como flores,

-dueña de mis sinsabores-

echa a tus pies mi pasión.

El silencio se arrastró un momento sobre la tierra, y las pisadas del caballo eran como puntos suspensivos huyendo hacia adelante. Cuando llegó al bohío los perros se alborotaron, y la voz de Antonia, recia como una ceiba, le salió al encuentro.

    —¡Caray, y que cantarín viene usted, Jerónimo!

    —¡Buenas noches, Ñica!

   —¡Buenas noches, hombre! Pensé que ya nos había olvidado… Como hace días que no se asoma por aquí…

    —¡Qué va! Por ná del mundo la olvido yo a usted ni el cafecito ese tan bien colao que se le da en esta casa a los visitantes.

    —¡Vamos! ¿Me va a decir que usted viene por mí o por el cafecito? ¡A otro perro con ese hueso!

     Bajo el colgadizo, amarrando el caballo, una sonrisa ingenua y maliciosa le desnudó los anchos dientes.

    —Y bueno… Pué ser que venga por algo más.

     Luego, más serio:

    —¿Qué me dice de eso?

    —Mire Jerónimo, en ese asunto yo no puedo meterme. Caridad es mi hija , pero… hay que ver…

    —Usted sabe, Ñica, que yo vengo con buenas intenciones.

    —Puee que sí, Jerónimo, pero ustedes los hombres son más malos que el mesmísimo diablo. Ahi tiene sin ir más lejos a Macho Cabrera, que es el bicho más mal intencionao que pisa la tierra, y pa colmo de la desgracia está metío con mi muchacha como un clavo en la paré.

     —¡Pero comay, tóos no semos iguales…!

    —¡Tóos son del mismo cangre’e yuca! Pero hijo, oiga ésto que le voy a aconsejar. Hable con el viejo… y yo le prometo darle un empujoncito, porque a concencia le digo que prefiero ver a mi hija enamorisqueando con usted que no enredá con ese chulo de Macho Cabrera.

    —¡Gracias, vieja! Que Dios se lo tenga en cuenta.

    —No, no me dé las gracias tan adelantá. Primero hable con el viejo, que al fin y al cabo las cosas entre hombres andan más claras.

     Por eso habló con el viejo. Una noche, con la guayabera almidonada, zapatos nuevos y el pelo lustroso de vaselina, Jerónimo Cruz se desmontó solemnemente a la puerta del bohío de Eulogio Peña para pedir la mano de la guajirita Caridad. El veterano se revolvió en el asiento:

    —¡Carijo! Ya me lo estaba oliendo…

    —Usted sabe, don Eulogio, que yo vengo con buenas intenciones…

    —Las buenas intenciones no llenan la barriga, mocito. Y la verdad es que ese oficio de montero es una chiveta. Si la niña se enmatrimonia con usted, cuando se acabe la recogía de ganao en la finca de don Emeterio, se irá detrás del marío… ¡Y yo no puedo consentir en darle ese disgusto a la vieja!

   —Por eso no se preocupe, don Ulogio, pues el alcalde del pueblo es pariente mio y me ha prometío meterme en la polecia.

    —Carijo, en siendo así la cosa cambea, amigo. Siempre es bueno tener un conocío de ese lao, y además sabiendo que va a quedarse por los contornos, le concedo el permiso pa visitar a mi hija. ¡Pero eso sí, mucha formalidá! Porque usted sabe que la muchacha no es ninguna salía y conmigo hay que andarse más derecho que una palma real… ¡Aunque sea policía!

     Fue así como empezaron las cosas. Desde aquel momento quedaron formalizadas las relaciones, y tres noches por semana Jerónimo iba a visitar a la muchacha. Bajo la estrecha vigilancia de Antonia se sentaba el joven junto a su novia “derecho como una palma real”.  Caridad, cazurra y tímida, se aislaba en un dulce y feroz retraimiento y Jerónimo, con su juventud falta de mujeres, se encandilaba de fogaje cuando por el escote lograba entrever el comienzo de aquella línea que dividía los senos de la mujer.

     Cuando la noticia empezó a correr por el llano como una res asustada, la gente se puso a la expectativa. En la bodeguita de Bonifacio Artidiella, que a pesar de llamarse así era una buena persona, las opiniones se fermentaban en los vasitos de aguardiente:

    —¿Esos? ¡Bah, esos no comen mucha sal juntos!

    —El guajirito ese me está saliendo un poco plantillero. ¡Mira que tirarse con la tipa de Macho…!

    —Bueno, pa hablar con verdá ella todavía no era ná de él.

    —¡Compadre, mira con lo que se apea este cristiano! ¡Y como si lo fuera! ¡Donde Macho pone el ojo…!

    —¿Qué hará Macho ahora?

     Lo que Macho Cabrera hizo fue un comentario:

    —Ese no es gallo pa pisar esa gallina.

     En el bohío de Eulogio Peña las cosas seguían como siempre. De vez en cuando alguna comadre oficiosa derramaba en los oídos de Antonia una advertencia alarmante, pero cuando la mujer quería poner en guardia al bueno de Jerónimo, este se echaba a reír tranquilamente:

    —Bulla, comay Ñica, na más que bulla.

     Siguieron pasando los días para los habitantes del llano. Días de trabajo rudo, rompiendo la tierra con el arado, preñándola con las semillas, recogiendo el fruto ganado con tantos sudores. Días de empadronar reses y reses, tomándolas por los cuernos y volteando firmemente los brazos, para revolcarse con ellas en el suelo hasta que el ayudante les amarrara las patas. Días entre el lodo formado por los orines y el excremento del ganado, oyendo el largo bramido del animal cuando el hierro candente se le clava en el anca para imprimirle la marca del dueño. Y saltando de entre aquellas calamidades, el chiste grueso, la carcajada abierta del guajiro, el buen humor del criollo que se expande en el momento inesperado, acechando taimadamente una coyuntura para burlarse del prójimo, o el rostro de una mujer para sacarle los colores a la cara.

     En aquella vida simple, todo era bueno para salir un poco de la rutina. Por eso el llano, como un avispero revuelto, se agitaba inquieto en espera de los acontecimientos. La gente se dividió en dos bandos, los que estaban a favor de Jerónimo y los que se ponían al lado de Macho Cabrera, que eran los más, porque como bien decían ellos…

    —La verdá es que Macho ha desgraciao a cuatro o cinco tipas y tiene por’ai más hijos sueltos que el propio alcalde, pero es un gallo de verdá, mientras que el otro…

    —El otro no es más que un verraquito, compadre.

    —Eso, eso mismo, un comemierda. Y como quiera que sea no es de los nacíos de por acá pa llevarse una prienda como Caridá.

     Macho, que sabía “hasta donde el jején puso el huevo”, sabía también que el miedo se iba agarrando a la mente sencilla de Jerónimo. Con su cerebro elemental, el astuto guajiro intuía, sin embargo, la fuerza de aquel rumor que se arrastraba por el llano despertando presentimientos, como cuando el viento se cuela por la guardarraya para estremecer la sangre dulce de las cañas.

     Una noche, Jerónimo le dijo a Caridad:

    —Mañana se acaba la recogía, así que voy a dirme pal pueblo pa arreglar el asunto ese de meterme en la policía.

     Y como estaban las cosas nadie encontró demasiado raro que al bueno de Jerónimo no volviera a vérsele el pelo por todos aquellos contornos. Cada guajiro del llano hacía de la deserción del intruso un triunfo particular.

    —¿No le decía yo? Semos mucho hombres los de aquí pa que nos vengan a lampusear a las mujeres los de otro lao.

    —Anjá, y el tipito le cogió mieo a Macho. ¡Como que a ese no hay nadie que le ponga un pie alantre!

    —Ja, ja, ja… !Se juyó como un gallo asustao!

     Y el chacoteo socarrón seguía mientras en el bohío la muchacha lloraba, el padre maldecía a “ese recondenao” y la madre callaba con su resignación de campesina vieja.

     Nadie se extrañó tampoco cuando un mes después, Macho Cabrera, con sus mejores polainas y el yarey más ladeado que nunca, se dirigió rumbo a la casa de don Eulogio Peña con un gallo fino bajo el brazo:

    —Se lo traigo porque tiene buena sangre y por tóos los contornos no hay quien puea apreciar estas cosas como usted, que es de los denantes.

     El veterano, que sabía “por donde le entra el agua al coco”, gruñó dándole vueltas al gallo entre las manos. Macho, enseñándole el lustroso colmillo de oro en una sonrisa ladina, puso el dedo en la llaga.

    —El domingo lo echamos a picar en la valla del pueblo, y ya verá como la vieja le tiene que asegurar los bolsillos del pantalón, que se le van a revientar con el peso de la plata.

     El gallo, efectivamente, le produjo buenas ganancias a don Eulogio, y a la vuelta, a más de los bolsillos repletos, traía el buen viejo pegado a la cola del caballo a Macho Cabrera, “pa celebrar la buena suerte.” Antonia empezó a refunfuñar contra aquella repentina amistad, pero dos noches después, el hombre se le apareció con un cucurucho repleto de rubios coquitos acaramelados:

    —¡Esto es pa la mujer más honrá y más güena del caserío!

     Así fue como Macho Cabrera se hizo visita asidua del bohío de don Eulogio. El tenorio del llano, que no se demoraba más de diez días en la conquista de una hembra, sabía que esta vez la cosa era distinta.

     ¡Aquellas noches! El trago amargo del café, el tabaco fuerte, el taburete recostado contra el horcón bajo el techo de guano del colgadizo rumoroso de ratones, frente a la oscuridad surcada de cocuyos, oyendo el canto de los grillos, mientras el viejo hablaba de la guerra de Independencia: “…aunque haiga algunos hijos de mala madre que digan otra cosa, la verdá es que los cubanos teníamos ganá la guerra cuando llegó el americano. Porque en estas cosas el espíritu es lo que vale, compay, !Y nosotros a los chiquitos de siete años ya les enseñabamos a tumbarse la escopeta al hombro, carijo!.” De vez en cuando, cada vez que había oportunidad, se le escapaban las manos en un pellizco sobre las carnes reventonas de Caridad. Se fue acostumbrado.

     Por entonces, los puntos de vista empezaron a cambiar:

     El viejo:

    —Este Macho Cabrera es medio sinvergüenza, pero la verdad que resulta muy simpático.

     La vieja:

    —Bueno, dicen que el que la corre de joven no la corre de viejo… y lo que es a este desgraciao no le queda nada por correr. Vale más saber del pie que cojea el prójimo, porque con los zorritos… ¡bonita plancha que nos hizo el otro con aquella cara de yo no fui!

     Y caridad… Caridad sorprendida y enervada, estrenaba sus primeras sensaciones. Aquel sí que era un hombre, aquel sí que sabía encenderle la sangre y encabritar sus dieciséis años sanos y fogosos donde despertaba pujante la pasión antes anestesiada. La carne morena de la guajirita entraba en sazón como una fruta y la piel se iluminaba de colores sobre las glándulas que activaban sus jugos en espera del momento supremo. El cuerpo de la hembra florecía en presentimientos. Y Macho, enardecido con la espera, iba cerrando el círculo.

    —Tengo que hablar contigo, prieta. Te espero esta noche al lao del bohío vara en tierra.

    —¿Pero usted está loco, Macho? ¡Por ná del mundo hago yo eso! ¡Va y me coge el viejo…!

   —No va a pasar ná. Será solo conversar un ratico solitos y enseguida vuelves pa acá. ¡Es que tengo tantos secreticos dulces que decirte en la oreja…!

     En ese momento se oían las pisadas de Antonia y el guajiro apremiaba con insistencia llena de sabrosos presagios:

    —¡A las doce te espero, nena! A las doce…

     Y como ya estaba allí la vieja y ella no podía responder, a las doce se iba Caridad a encontrarse con el hombre.

     Macho Cabrera sabía hasta donde llegar. Cuando se separaban, ya en su lecho de virgen, las horas de la noche trotaban sobre los deseos insatisfechos de la guajirita. El hombre sabía que la fruta ya estaba madura, al alcance de su mano.

     Una noche, cuando la tierra como una mujer parida reventaba sus semillas, los frutos se hinchaban de miel y el campo todo temblaba de primavera, él por fin se atrevió.

    —Esta noche te vas conmigo.

    —¡María Santísima, Macho, pero eso es un pecao! ¡Y el rebumbio que van a armar los viejos…!

    —Oye negra, ésta no es hora de pensar en las musarañas. Yo nunca vide que una mujer que quiera a un hombre se ponga con tantas boberas… ¡Concho, tóos los días uno apriende algo nuevo! Bueno, como veo que en realidá tú no me has querío nunca, lo mejor es que cá uno tome por su lao, y vaya a rascarse el lomo en otro palo.

     Y la muchacha, temblando de deseos y del temor de perderlo. . .

   —¡No, Macho, no…! ¡Me iré contigo! Lo que pasa es que la gente va a decir por’ai que soy una desperdigá… y yo… ¿Macho, te vas a casar conmigo después?

     Sintiéndose con las cartas de triunfo en la mano, respondió transigiendo con la ingenuidad de la guajirita:

    —¡Claro, mi vida, claro! Pero primero tienes que ser mi mujer pa darme una prueba de tu amor.

    —¿Cuándo nos vamos?

    —Estáte prepará para la una de la madrugá.

      Esa noche la voz de Caridad tembló al pedirle la bendición al viejo. Más tarde, luego del último beso a la madre y una oración a la virgencita que llevaba su mismo nombre “pa que le perdonara su pecao”, salió al encuentro de su destino. En el patio el perro se le acercó moviendo la cola y saludándola con un ladrido.

    —¡Quieto, Palomo, quieto!

     Macho Cabrera la estaba esperando con un beso impaciente que le encendió los labios.

    —Vamos, sube rápido.

      Y en una carrera loca lanzó al caballo por los montes, lejos de la ira de don Eulogio, que soñaba en el bohío con la guerra de Independencia y “el americano” mientras le robaban la hija y el honor. Ya con el botín sobre la grupa del animal, repentinamente con un golpe de riendas Macho cambió de dirección. En un alarde de vanidad triunfante, engallado con la conquista incondicional de la hembra, quiso lucírsela “al otro”. Con soberbia y orgullo de ganador se dirigió al puente que pasaba sobre el río y lo cruzó.

     Allí abajo, confundido entre el lodo, abonando con su materia corrompida las inútiles yerbas del pantano, se pudría lentamente el cadáver “del otro”.

 

PRIMER LUGAR DEL CONCURSO INTERNACIONAL “ALFONSO HERNÁNDEZ CATÁ, 1948″ 

LA HABANA, CUBA 

 

 

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DELIA FIALLO

Nació en La Habana, Cuba (1924). Escritora y guionista de radionovelas y telenovelas. Graduada con un Doctorado en Filosofía y Letras por la Universidad de La Habana. Su incursión en el mundo de la literatura tuvo lugar a finales de la década de los 40. Siendo muy joven ganó el primer lugar en la categoría de Cuento del “Premio Internacional Alfonso Hernández Catá” en 1948, superando a otros concursantes como Guillermo Cabrera Infante, quien obtuvo en aquel certamen una tercera mención de honor. Un tiempo después, el futuro Premio Cervantes escribió un artículo acerca de esta narradora con singular deferencia. No obstante, pese a su gran éxito literario y a las grandes expectativas de los medios, al poco tiempo se apartó de la literatura convencional y comenzó a escribir guiones de radionovelas que la hicieron famosa por todo el territorio nacional de Cuba. Desde la década de los 60 reside en Miami, Florida, Estados Unidos. Desde su nueva residencia oficial, comenzó a escribir guiones de telenovelas para Venezuela y otros países. Sus obras televisivas se han producido principalmente en Venezuela pero también ha escrito historias para las televisiones de Argentina, Perú, Puerto Rico, Brasil, Estados Unidos y México. Entre los títulos de sus radionovelas se encuentran: La señorita Elena, Ligia Sandoval, Soraya, El Ángel perverso, Tu mundo y el mío, La que no podía amar, Deshonrada, Más fuerte que el odio, Tu amor fue mi pecado y Siempre te he querido. Entre sus telenovelas más destacadas se encuentran: EsmeraldaCristal, Leonela, Miedo al amor, Querida mamá, La heredera, Mi mejor amiga, María del Mar, Rafaela, La Zulianita, Mariana de la noche, Una muchacha llamada Milagros, Kassandra, María Teresa y Lisa mi amor, para mencionar algunas. De sus obras se han reescrito nuevas versiones, tanto por ella misma como por otros, en diferentes países e idiomas. Es una de las más destacadas representantes del melodrama. Se le considera como “Madre de la telenovela latinoamericana”. En el año 2011 se le otorgó un premio por su “Trayectoria” durante la X Cumbre Mundial de la Industria de la Telenovela y las Series de Ficción.

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