LOS ACADÉMICOS CUENTAN (ANTOLOGÍA DE RELATOS), DE GERARDO PIÑA ROSALES (Ed.)
por
Waldo González López
Ediciones ANLE/Editorial Axiara
Colección Pulso Herido
Ciudad de Nueva York, Nueva York, EE.UU.
(2015)
ISBN: 978-0-990345-56-5
pp. 344
Con edición, prólogo y fotos de Gerardo Piña-Rosales —director de la Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE), filial de la Real Academia de la Lengua Española (RAE), escritor, fotógrafo, editor y profesor— fue publicada en enero de 2015 la antología Los académicos cuentan, con veintidós relatos de igual número de miembros de la ANLE, en su Colección Pulso Herido, con coedición de la editorial AXIARA, dirigida por el también narrador peruano Eduardo González Viaña.
El vasto haz de amplia invención temática integra un atrayente conjunto de temas (amores y desamores, pasiones y acciones), confabulados por igual número de creadores cuya amplia cultura literaria les permite valerse de los mejores aportes de la narrativa contemporánea, desde las vanguardias del primer cuarto de siglo XX hasta el Postmodernismo, pasando por la narrativa del Boom y el Postboom latinoamericano.
En consecuencia, la extensa e intensa parábola va del argentino Luis Alberto Ambroggio (quien abre la selección con «La fluida concepción del tiempo», fabulación donde el rebelde con causa Tomás Pérez Real, enloquece por investigar tanto esta dimensión) al ecuatoriano Juan Valdano (que la cierra con «Saduj: el otro hombre», donde la traición de Saduj (o Judas, su nombre) a Jesucristo, es narrada por «el otro hombre»), pasando por otros veinte colegas de países distantes y distintos, pero unidos por el fin que prefiero denominar con palabras del universal cubano José Martí: “aunar voluntades”, ya que, por primera vez, urden y confabulan —desde sus respectivos ámbitos e idiosincrasias, lecturas y estilos— este grupo de narradores hispanoamericanos que, por su trayectoria y méritos, representan a la ANLE en sus países o ciudades.
De tal suerte, en sus historias de valía, los lectores «como en botica», hallarán de todo, para decirlo con su prologuista-antólogo, quien subraya la variedad temática y formal de los textos que, seleccionados por los propios autores, gozan de factores ineludibles: intensidad, inmediatez, y misterio, entre otros.
Así, se leen relatos vinculados con la literatura, la música, la filosofía y otras ramas del arte, como los de la española Olvido Andújar («¡Os quiero matar a todos!»), el nicaragüense Francisco Arellano Oviedo («Una pesadilla menor que la realidad»), la argentina Marta Elena Acosta («El empleado»), el uruguayo Rafael Courtoisie («La obra de Louis Groussac»), el también argentino Jorge I. Covarrubias («La partida»), el ecuatoriano Jorge Dávila Vázquez («De una rosa»), el español Víctor Fuentes («Gracias a la vida»), el salvadoreño David Escobar Galindo («Pimpón de frases»), el español Pedro Guerrero Ruiz («Ibn Al-Yasar»), el también hispano José María Merino («Liquidando al Meta») y el boliviano Raúl Rivadeneira Prada («El saxofonista y su perro cantor»).
Asimismo, se disfrutan numerosos ejemplos de un popular subgénero en Hispanoamérica: el minicuento, cuya variada temática hace atractivo, tal acontece con el español Juan Carlos Dido («Para leer con lupa»), la chilena Delia Domínguez («Leche Negra»), el ecuatoriano Osvaldo Encalada Vásquez («El café»), el argentino Rodolfo Modern («De la sabiduría de los humildes») y la también rioplantense Graciela Tomasini («El diario de Felicitas y otros minicuentos»).
Otros textos abordan temas de actualidad, como el judaísmo, tal se lee en «Adiós al Perú», del peruano Isaac Goldemberg; otros asumen la imaginería peculiar, cercana al realismo mágico, impronta peculiar en el también peruano autor del laureado y varias veces reeditado volumen de relatos Los sueños de América (2000): Eduardo González Viaña («Siete noches en California»); otros con un estilo afín al de “El Cuentero” cubano Onelio Jorge Cardoso, tal el igualmente peruano Ulises Gonzáles («Detalle de mi infancia»); aun otros escogen el final inesperado, a la manera del cuento clásico decimonónico, tal el salvadoreño Jorge Katttán Zablah («Condimento exótico»); la maternidad entra con la argentina María Rosa Lojos («Plegarias atendidas») y el manejo de una suave y deliciosa ironía llega con el español Fernando Martín Pescador («La vida en tres palabras»).
Un texto que destaca por la fusión de fabulación y realismo es el de la cubanoamericana Maricel Mayor Marsán «Las dos mitades de una historia», donde la también poeta, ensayista, editora y autora teatral urde un breve pero intenso núcleo narrativo que gira alrededor de una familia hispano cubana y su complicada historia, la que, por si fuera poco, se enriquece con buena dosis de realismo mágico en la sub trama con las diez hermanas y sus trágicos finales, cuyo fino humor resuelve la creadora apoyada en su no menos experimentada fibra dramatúrgica.
Otros relatos configuran sugerentes cuentos, como «La Isla Azul», del panameño Juan David Morgan, quien historia la existencia de este paradisíaco ámbito, cuyo Consejero por el Sector de los Trabajadores del Agro se pronuncia en pro de la declaración de independencia, tras pocos meses atrás haber descubierto que «el fruto sin madurar de la Oxidantis Plenarium, planta originaria de Isla Azul […], tenía propiedades anticancerígenas casi milagrosas», que de realizarse un favorable proyecto de explotar esta planta, la isla podría «convertirse en […] el modelo de desarrollo de América Latina»; pero las ambiciones y el gobierno central, no impiden que obtenga su libertad la Isla.
¿El final? El popular ámbito figura como el país más corrupto del planeta, pues «el primer gran acto de corrupción ocurrió cuando el Consejo de Ministros decidió vender licencias a algunos azuleños influyentes para permitirles capturar loros y vendérselos a los turistas, quienes, convencidos de que las hermosas aves parlanchinas eran las verdaderas portadoras de la sustancia anticancerosa, pagaban por ella precios exorbitantes y luego las asaban para comerse hasta las plumas. Como era de esperarse, al cabo de pocos años los loros emigraron para siempre de la isla y la Oxidantis Plenarium dejó de producir frutos.»
Otro puntual ejemplo lo ofrece el español Francisco Muñoz Guerrero, quien en «Acerca de Basilius el Escita», ofrece en su imaginativo relato una trama que, de algún modo, se aproxima a la temática de un best seller del rango de El nombre de la rosa, la ya clásica novela histórica de misterio, escrita por Umberto Eco y publicada en 1980.
El atractivo cuento refiere que, a finales del siglo X, un monje copista lombardo, rescató el Codex Basiliensi, atribuido a un tal Basilius, del que solo se saben los escasos datos aportados por Ervigio el Bretón, cerca del 590, cuando el también monje Columbano, de la abadía irlandesa de Bangor, desembarcó en Bretaña. Según Ervigio, Basilius era escita, tal Dionisio el Exiguo, al que llegó a conocer en las postrimerías de la vida de este. Pero el autor, para añadir mayor misterio a su trama, dice al lector que también escribió un poema para Dios tras haber pactado con el diablo. Y adjunta aún más misterio, al afirmar: «No puedo por menos que rememorar el Fausto y preguntarme: ¿Lo conocería Goethe?»
«Vacaciones académicas de invierno» del rioplatense José Luis Najenson narra una fábula con peculiares y simpáticas criaturas, «buenos académicos e intelectuales esnobes, de izquierda por añadidura, Tuncho y Quela (apócope de Raquel)».
En la insólita elucubración de un tema «antiguo», el interés aumenta con su irónico humor, del que añado a continuación varias muestras: «un intelectual de izquierda no puede sentirse nunca totalmente feliz», Tuncho sigue a su esposa como un perro faldero y se hospedan en un hotel de extraño nombre: «Somorra y Godoma». Sin abandonar sus discusiones, regresan al hotel, y tras una ducha, «se sintieron más animados, con deseos evidentes de reconciliación y “algo más”; con lo cual perdieron el estricto turno de la cena».
Más tarde, salen del hotel para conocer in situ el ámbito, y el espectáculo que ven es inimaginable: un centenar de ancianos y ancianas «copulan con promiscuidad, intercambian parejas, formando triángulos, rectángulos, polígonos, escaleras y alguna que otra pareja suelta, flotando en la piletas, bajo las duchas, apretujados en los jacuzzis e incluso en las sillas […]. No lejos, otras dos viejas ojerosas «se acariciaban como posesas»; el coitus colectivo se interrumpe cuando descubren a los recién llegados, entonces detienen su bacanal y avanzan hacia ellos, «rodeándolos con un cerco humano, acechante».
Luego los ancianos se llevan a Quela y las ancianas a Tuncho hasta sendas piletas de agua entibiada del Mar Muerto, para al rato intercambiar las presas en plena oscuridad que obnubiló sus sentidos. Cuando volvieron en sí, llenos de sal y contusiones, pero sin ninguna herida grave, sólo quedaban pocos viejos y viejas, que entraban y salían de las instalaciones, ahora casi vacías. Hicieron su denuncia en la recepción del hotel, y les comunicaron que los miembros del club ya habían partido y llamaron discretamente a la ambulancia.
El final es como para no perdérselo, por ello lo adjunto para su disfrute:
―¿Sabes dónde estuvimos? ―murmuró Quela cuando salían, con camisas de fuerza y la cara de locos que tendrían para el resto de su vida.
―Ni me lo digas… en Gomorra ―repuso éste con la mirada ida. Un resto de cordura le duró aún para preguntarle al preocupado gerente del hotel Somorra y Godoma por el significado de ese nombre.
―Es un juego de palabras en castellano, que alude a los nombres invertidos y a los pecados entremezclados de ambas ciudades. Lo inventó el primer dueño del hotel que era un argentino. Y, como él solía decir, las palabras están al vesre, es decir, al revés…
El ensayista y crítico peruano Julio Ortega, en «Los suaves ofendidos», ofrece al lector una muestra de sabiduría popular (donde prevalece «la cortesía de la dulce mixtura peruana, ese artificio refinado y cursi») en idónea mixtura con un suave humor, a partir del tema de una mujer de pueblo y su niña.
El ahora narrador perfila la «mujercita hispana, insignificante y enérgica, pulida hasta los huesos por el exceso de trabajo, pero llena de una espera lúcida, tal vez temeraria. Su pequeña tenía la mirada astuta de los niños callejeros que corrían idénticos en las calles de Lima o Caracas», pero imbuida de su pobreza pulcra, «como una cicatriz tierna del origen».
El final es inesperado y, por ello, sorpresivo:
La madre y su hija recibían, como si se tratara de una bendición, el dinero acumulado en la alcancía de la capilla. Ni siquiera tuvieron tiempo de preguntarse si el cura había encontrado otra forma tortuosa de la caridad cristiana. O si yo mismo había decidido que esas monedas eran más útiles para un tren a Paterson que para una indulgencia celestial. Bien visto, me dije, esto de vivir entre las fronteras sigue siendo una impagable deuda mutua.
En su hilarante cuento «Don Quijote en Manhattan», el gaditano Gerardo Piña-Rosales —también ingenioso novelista de Desde esta cámara oscura (2006) y Los amores y desamores de Camila Candelaria (2014)— da fe de su inveterado sentido del humor, al poner a vivir «a un tal Ergardo o Heraldo Torres», émulo actual del Quijote en el centro de la capital del mundo.
Como en su imaginera novela Desde esta cámara oscura, Piña-Rosales fabula una increíble y en apariencia cierta historia llegada en un paquete de folios de su colega profesora Beatrice Norwich, quien a su vez la había recibido de «un tal Max Orringer, editor de libros raros y curiosos e inveterado hispanófilo».
Cuenta el narrador que al llegar el envío, no le dio mucha atención, pues estaba enrolado en la relectura de El Quijote, «tomando notas para un trabajo que habría de estudiar la novela con un enfoque desconstruccionista.»
Sin abandonar su fina ironía, añade Piña-Rosales: «Poco a poco, fui arrinconando a Derrida y a sus compinches (para beneficio y contento de todos) y entusiasmándome con el texto del susodicho Ergardo o Heraldo Torres.»
A partir de aquí, el relato cautiva al lector por su imaginería y humor, su contemporaneidad y criticismo a la compleja vida en Nueva York, donde el «sueño americano» deviene a veces «insomnio americano», parafraseando un gustado show del laureado humorista colombiano Saulo García.
En «La vendedora de huevos de pingüino», el colombiano Alister Ramírez Márquez, entrega un cuento con visos novedosos, pues se trata de un tema no abordado en la narrativa latinoamericana ni en el propio volumen Los académicos cuentan.
Un periodista lee un promisorio anuncio en el diario francés Le Monde y, ni tonto ni perezoso, decide aceptar la propuesta e ir en busca de un gran reportaje. Se solicitaba un peluquero para ir a trabajar a la Antártida y acepta, pensando tal en otras ocasiones, seguramente, se trataría de prostitutas. Mientras vuela, piensa en su acción reporteril, ya va imaginándose recogiendo datos, grabando y entrevistando, además, sacaría fotografías para su reportaje sensacionalista. Incluso imagina un posible título: “Hasta en la Antártida se ejerce el oficio más antiguo”.
Cuando llega a Chile y se encuentra con el agente de la compañía contratadora, éste le habla sobre el trabajo de peluquero que le ofrece, muy bien remunerado. Claro, le explico que también tendría que asumir otros menesteres: «recoger de la nieve los huevos huérfanos, llevarlos a la base, controlar la temperatura durante el proceso de incubación, barrer los dormitorios, lavar los sanitarios y viajar a Buenos Aires y Río… para llevar mujeres a los burdeles antárticos.»
Vamos, el final es «llover sobre mojado»: lo que suponía es cierto: contratar prostitutas…
En «La Cena», el dominicano Ramón Emilio Reyes narra el odio de Elías y Daniel al avaro Nathan, al que quieren asesinar para vengar sus abusos y miserias con ellos y con Ruth, hermana de Elías y novia de Daniel, quien está enferma hace años.
Nathan los ha invitado, siempre miserable, a cenar, pero ellos no cejan en su empeño de matarlo, para mitigar su odio al sinvergüenza viejo «gordo y rebosante de oro».
Solo algo después, al llegar el miserable, tras intercambiar escasas palabras con ambos, finalmente «Elías hundió el cuchillo en el vientre de Nathan [quien] abrió los ojos desmesuradamente, ahogando un gemido. Quedó con su mirada fija, gris y redonda.»
Con «Miniaturas de ciudad y río», la venezolana Violeta Rojo brinda mínimas narraciones que habrían gustado al célebre autor de «El dinosaurio», Augusto Monterroso, por su concisión, su absoluta economía de palabras y su capacidad de sugerencia, virtudes que denuncian el actual status tiránico de la patria de Simón Bolívar.
Un buen ejemplo es la miniatura 2, donde informa: «Un indigente con mirada de propietario satisfecho observa el río empozado y lleno de basura. Ambos pensamos que el país y el río son lo mismo.»
Otro, es la 5, que relata: «En el basurero de mi edificio, apoltronado en las bolsas de desperdicios, un mendigo come con inmenso deleite y exquisitos modales una torta de zanahoria.»
Por su parte, el dominicano Bruno Rosario Candelier, acude al lenguaje poético, para concederle aun mayor sugerencia a su relato «Sueño rotundo».
Aurora, su amada-personaje, se le aparece en el sueño, y él la define como sigue: criatura singular, «consciente de sentirse la creación de un sueño, de mi sueño. […] Ante mi sospecha de si lo que experimentaba era una vivencia sensorial o un sueño, le pregunté si efectivamente contaba con su encanto.»
Y ella le responde:
—Soy y no soy, Barranco. Soy la que me sueñas, la que siempre has soñado en tu extraña ingenuidad. No quieras encerrarme en tus límites ni me aprisiones con tus anhelos transitorios. Si lo intentas, palparás la ausencia, la anulación de la luz, la sombra de la nada.
El final revela lo que pensaba el lector: «Sentí que despertaba de un sueño. Y me quedé contemplando el oro del amanecer que teñía de nuevo el horizonte con su resplandor rotundo y su destello dorado.»
La mexicana Rose Mary Salum, en «Ocho», aborda el muy actual tema de la deportación de residentes indocumentados de su país que viven en los Estados Unidos, a partir de las historias entrelazadas de Polo y Nena, a la que alía subtramas de la propia vida de la pareja unida desde la infancia. El propio tema y su bien llevada trama convencen, por lo que es este otro momento de interés en la colección.
El dominicano César Sánchez Berras, ofrece tres minicuentos, entre los que sobresale «La dadivosa», sobre la anciana que nunca quiso usar panties y, un buen día, cuando va visitar a un anciano moribundo, este le pidió que le mostrara «la cuca» para morir feliz.
A partir de ese momento, se dedica a su benigna misión, pero ya cumplidos los 70, Maritza había hecho su ofrenda a 59 hombres, 48 de ellos marcharon felices, gracias al paisaje de su sexo como la última visión de su vida terrenal.
Mas, ahora era ella quien estaba próxima a la muerte por una pulmonía mal atendida que la había postrado en la cama: se regó la noticia de que la dadivosa se estaba muriendo. Justo a las 6 de la tarde de un domingo de junio, la providencia le devolvió la gracia.
Y el delicioso final feliz cierra el estupendo relato: «Alrededor de su cama, once viejitos que habían sobrevivido al trance de la muerte, sacaron sus fláccidos miembros, y con alegría fraterna, uno por uno le fue diciendo: ¡Hey mira! Y ella al otro lado de la cama esbozaba agradecida su última sonrisa.»
En «Blanquita, qué trágica eres», el experimentado narrador cubano Rafael E. Saumell, muestra una vez más su hondo abordaje sobre la Isla —tal demostrara en su novela la novela testimonial En Cuba todo el mundo canta (2008)—, al evidenciar aquí su impronta hilarante, corroborando su impronta de «lo cubano», en el abordaje de la compleja relación de Floro y Blanquita, quien aunque muy coqueta, «nadie la podía señalar como carretilla».
Blanquita había tenido una relación intensa y bastante estable con un joven de la Escuela de Biología. Parecía que se convertiría en pasión eterna, pero sucedió el inevitable desastre: los padres del muchacho los sorprendieron haciendo el amor.
Cuando Floro la conoce, ve en Blanquita un «jugoso» negocio, tan común en la Cuba actual: la prostitución. Aquí se inicia el intríngulis y el núcleo del cuento, pues tras enterarse el lector de numerosos percances que pasan Floro y Blanquita, incluso en la cárcel, adonde van a dar sus huesos, solo al final se sabrá quién es verdaderamente Blanquita.
Su amiga, la narradora omnisciente, explicara todo:
—Sospecho que los guardias desean liberarse de ella para ponerla en una situación límite de modo que pierda el juicio y se suicide. Floro me imploró que la vigilara hasta que pudiera volver a la galera. Es el único capaz de sedarla. No sé, estoy muy asustada…
Fernando Sorrentino, en «La insoportable complejidad del ser (Diario de días muy fríos en la ciudad de Buenos Aires)», cuenta una historia sobre una ola de frío atroz, acontecida en el mítico y fervoroso ámbito de Borges durante el invierno de 2007.
Narrador omnisciente, Sorrentino, confiesa diversos aspectos sobre su «módico paraíso terrenal» y, sin mayores contratiempos, va dando, por capítulos, como un diario, por días con fechas, datos sobre la rotura de su aire acondicionado.
El final es previsible, pues casi al final de su narración, afirma, parafraseando la novela de Milan Kundera: «Así y todo, un final feliz para mi desatinada conducta de estos días, tan fríos, en la ciudad de Buenos Aires, que me ilustraron sobre lo que, sin hipérbole, podría denominar La insoportable complejidad del ser.»
Otra fabulación de sumo interés es la del ecuatoriano Juan Valdano: «Saduj: el otro hombre», donde Josefo, cercano a Saduj (Judas), evoca los años de su rebelde juventud cuando, con su terrible amigo, acosara «a la imbatible Roma en la arisca tierra de Judea».
Hoy, acosado por el remordimiento, Josefo rememora a Judas, quien le confesaría:
—Porque soy la doblez, ya que ni siquiera Saduj es mi nombre; Saduj es la máscara que a mi rostro esconde, mi nombre, aquel que execrarán las generaciones venideras, se descifra leyendo de atrás hacia delante los rasgos de mi máscara…
De tal suerte, culmina mi breve bojeo por la singular antología de relatos, a cargo de veintidós académicos y narradores, quienes —tal se constata en estas líneas— corroboran su talento e imaginería, virtudes de ningún modo contrapuestas a su condición de estudiosos de la lengua.
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WALDO GONZÁLEZ LÓPEZ
Nació en Las Tunas, Cuba (1946). Es poeta, ensayista, periodista cultural, crítico literario y teatral. Graduado en la Escuela Nacional de Teatro (ENAT) y Licenciado en Literatura Hispanoamericana en la Universidad de La Habana, Cuba. Colabora activamente con la Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE). Es autor de 20 poemarios, 6 libros de ensayo y crítica literaria, así como de varias antologías de poesía y teatro. En Cuba, por su continua labor poética, crítica y de periodismo cultural durante varias décadas, mereció numerosas distinciones, entre las que cabe destacar: el «Reconocimiento como Escritor y Crítico Literario», otorgado por la Presidencia del Instituto Cubano del Libro, y la «Distinción por la Cultura Nacional». Desde su llegada a los Estados Unidos, en julio de 2011, ha realizado una intensa labor como participante en eventos internacionales de teatro, jurado de eventos teatrales y literarios, crítico teatral y literario y asesor de grupos escénicos. En el año 2012 fue merecedor del 3er lugar en el X Concurso de Poesía “Lincoln-Martí” en Miami, Florida, EE.UU. Colabora con diversas publicaciones, tales como el Boletín de la Academia Norteamericana de la Lengua Española (Nueva York), así como en las revistas digitales Encuentro de la Cultura Cubana (España), Otro Lunes (Alemania), Palabra Abierta (California), Baquiana, Teatro en Miami y El Correo de Cuba (Florida).
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