BAQUIANA – Año XVII / Nº 99 – 100 / Julio – Diciembre 2016 (Opinión II)

BORGES Y EL ARQUETIPO DEL DESTINO

 por

Baltasar Fernández Ramírez

 

Jorge Luis Borges 300 X 400


A la realidad le gustan las simetrías

y los leves anacronismos.

El sur, Jorge Luis Borges

 

Sobre la repetición de unas líneas y quizá un personaje en los cuentos “El Sur” y “El hombre en el umbral”

     En una breve nota publicada en noviembre de 2014, Rafael Alonso señala la llamativa repetición literal de un breve pasaje en dos cuentos bien conocidos de Borges: El sur y El hombre en el umbral[1]. Ante la extraña coincidencia, el comentarista se alarma y sugiere algunas hipótesis para comprender la repetición, llegando a la inaudita conclusión de que Borges, el erudito intrincado y sabio a quien tanto admiramos, copia de sí mismo una descripción y seguramente un personaje. La idea del autoplagio me resulta entonces descabellada, e imagino que debe haber una explicación mejor, quizá una intención sin desvelar, y, como en muchas otras ocasiones, pienso que el maestro juega con nosotros, dejando apenas unas claves, como dirá en otro de sus relatos, “que permitieran a unos pocos lectores -a muy pocos lectores- la adivinación de una realidad atroz o banal”. Escribo estas notas atrapado por el juego de la adivinación y por la íntima vanidad de ser reconocido entre los pocos.

     En mi búsqueda de información, sólo encuentro que Daniel Banderston analiza algunas de las fuentes documentales consultadas por Borges para la elaboración de El hombre en el umbral, que él mismo dejó anotado en los márgenes de un manuscrito previo del cuento[2]. Su interpretación del cuento apunta hacia una reflexión sobre la justicia, tan diferente en el Oriente religioso, confiada a la locura –que es signo de divinidad, para humillación de la vanidad del sabio–, frente al imperio racional y normativo de la ley escrita en nuestro Occidente cultural. Sin embargo, no hay ninguna referencia en las notas marginales al origen del viejo sobre el que ahora me pregunto, y eso me permite suponer que su introducción en el relato no responde a un cultismo borgiano, sino a algún otro artefacto narrativo distinto de los recursos cultistas.

El viejo

     Esta es la presentación del personaje tal como se realiza en ambos cuentos. Destaco en cursiva la coincidencia literal de las descripciones. (Las cursivas serán añadidos míos en esta y en todas las ocasiones que sigan).

     [El sur] En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una eternidad. Dahlmann registró con satisfacción la vincha, el poncho de bayeta, el largo chiripá y la bota de potro y se dijo, rememorando inútiles discusiones con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos, que gauchos de ésos ya no quedan más que en el Sur. […] Desde un rincón el viejo gaucho estático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo.

     El personaje tiene cierto aire mítico, como un fantasma del pasado que hubiera sobrevivido a las épocas, simplificado en sus rasgos esenciales como se simplifican los aforismos y las sentencias. Siendo un mero espectador, aparentemente un figurante de la escena, sin embargo, tiene y dispone la pieza clave para que inicie la tragedia: él es quien lanza la daga que determina la muerte, el fin trágico del relato.

     [El hombre en el umbral] A mis pies, inmóvil como una cosa, se acurrucaba en el umbral un hombre muy viejo. Diré cómo era, porque es parte esencial de la historia. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia. Largos harapos lo cubrían, o así me pareció, y el turbante que le rodeaba la cabeza era un jirón más. En el crepúsculo alzó hacia mí una cara oscura y una barba muy blanca. Le hablé sin preámbulos, porque ya había perdido toda esperanza, de David Alexander Glencairn. No me entendió (tal vez no me oyó) y hube de explicar que era un juez y que yo lo buscaba. Sentí, al decir estas palabras, lo irrisorio de interrogar a aquel hombre antiguo, para quien el presente era apenas un indefinido rumor.

     También éste es un hombre antiguo, perífrasis para señalar su intemporalidad, su presencia ajena y fantasmal en la situación, más allá del presente, que es sólo un rumor insignificante en el tiempo. (Como las moiras, que tejen y cortan los hilos de la vida desde un lugar situado fuera del tiempo en el que es vivida. El tiempo sólo puede ser gobernado desde un lugar extemporáneo). También él podría parecer un testigo accesorio, un figurante en el texto, pero, según entiendo, dado que la repetición no debiera atribuirse a error ni a mera copia, Borges ha debido trasladar el personaje de un cuento a otro, a miles de kilómetros de distancia y en una época distinta. Al reaparecer en el segundo cuento, ahora debe ser explicado más allá de la apariencia, que es común en ambos relatos, y así gana en matices vinculados a la cuestión de la intemporalidad, fundamentales para comprender la elección del personaje como arquetipo del viejo que se deja ver sólo en el momento de anunciar la muerte que llega a escena.

Tesis: continuidad entre los relatos

     Mi tesis es que Borges ha recuperado al viejo como un arquetipo del destino, una presencia determinante que atraviesa todos los tiempos y se hace presente en los albores de la tragedia, que no se debe a causas razonables de la narración, sino a elementos accidentales, nimios, surrealistas, donde un borracho y un loco son los ejecutores finales de una muerte cuya causa sin causa es un destino imprevisible que tiene algo de mágico, de cuento de las mil y una noches. La inclusión de las líneas repetidas es necesaria para vincular a los dos personajes clave de ambas tragedias, pero es de suponer que Borges, queriendo recuperarlo en el segundo cuento, pretenda desarrollarlo, aumentar su protagonismo (tanto que su presencia justifica ahora el título del cuento) para subrayar la relevancia determinante del destino -azaroso, casual- que reside en un viejo ajeno al tiempo. Por eso entiendo que en el segundo cuento incluya, entre las líneas repetidas, la justificación “diré cómo era, porque es parte esencial de la historia”: diré cómo era el viejo del que ya teníamos noticia, que es uno solo presente en dos escenarios fantasmagóricos, el Sur de la memoria alucinada del enfermo que viaja hacia su rememoración y muerte, y la India multitudinaria y ancestral que parece emanada de un cuento oriental, sólo que, donde el primero resultaba un aditamento narrativo, el segundo se ha convertido en parte esencial de la historia.

     De que la presencia del viejo no es baladí quizá da testimonio indirecto el propio autor al final del ensayo que inicia las otras inquisiciones, La esfera y los libros [3], fechado en 1950 en Buenos Aires, un año después de la publicación de El hombre en el umbral. Transcribo el texto en cuestión:

    Generalizando el caso anterior, podríamos inferir que todas las formas tienen su virtud en sí mismas y no en un “contenido” conjetural […] La música, los estados de felicidad, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá el hecho estético.

     La proximidad en la publicación de ambos textos me hace pensar que la forma arquetípica de las caras trabajadas por el tiempo se corresponde con el rostro del viejo que los muchos años han pulido como las generaciones de los hombres a una sentencia. Que dichas caras sean interpretadas como una revelación inminente que no se produce sitúa al personaje del viejo en una posición clave dentro del relato, un enigma no resuelto que el autor mantiene cifrado para que ejerza su papel determinante en el desarrollo de la tragedia.

     Recordar que Borges es consciente de la extraña alinealidad del tiempo, como argumenta de distinto modo en la Nueva refutación del tiempo[4], o en El jardín de los senderos que se bifurcan,[5] por ejemplo. En el primero, el tiempo tiene un carácter cíclico sobre una realidad que se repite generando arquetipos, ficciones míticas que se convierten en la verdadera realidad que preside nuestro mundo fuera del tiempo, una y otra vez soñada en la mente figurada del relator como constructor de mundos (de qué apreciable modo Borges asume la gnosis del pensamiento antiguo); en el segundo, son sucesos en principio irrelevantes los que operan la bifurcación, el inicio de un diferente desarrollo narrativo, existencial, trágico. El personaje del viejo es uno de estos puntos, contrariamente a los cánones de la narración convencional proppiana, donde es el juicio validatorio de una prueba resuelta o irresoluta lo que marca el destino del héroe, la bifurcación.

     Aunque la muerte es personificada en femenino en las mitologías grecolatinas y nórdicas (las moiras, las parcas, las nornas), el profesor y latinista Manuel López Muñoz me sugiere que el viejo borgiano pueda ser una síntesis de arquetipos entre el hilo (el destino, fatum o hado, cuyo género es neutro) y Cronos (que es un viejo varón encorvado y harapiento). El primigenio Chronos  griego está asociado con Ananké, que algunas tradiciones hacen madre de las moiras. Cronos solía ser representado con una hoz o guadaña, con la que castra a Urano, su padre, instrumento relacionado con las tijeras y la guadaña que Átropos, la tercera moira griega, y Morta, la tercera parca romana, utilizan para cortar el hilo de la vida. La tercera norna nórdica es llamada Skulp, nombre que sin duda recuerda la antigua raíz indoeuropea sk-, cuyo sentido genérico es ‘cortar’. En las cosmogonías sumeria, hitita e indoiranias, la creación del mundo (que en la mitología griega se debe a la acción conjunta de Chronos y Ananké) sucede mediante un corte entre el cielo y la tierra que dio comienzo al tiempo y la historia humana. Todos estos elementos debieron acceder al orden mítico en la Edad de los metales, donde el corte y el herrero son divinizados y penetran en múltiples mitos y prácticas cultuales[6]. En la mitología romana, Saturno, el equivalente del Cronos griego, es el dios del tiempo humano (del calendario, las estaciones y las cosechas), y, como en el segundo relato borgiano, es representado mediante harapos y una larga barba blanca. El viejo de El sur pone en escena la daga con la que habrá de ser segada la vida del protagonista. Quizá podamos fantasear que Borges, después de haber escrito esta primera narración, alcanzara la intuición de que no había inventado al personaje, sino de que el mismísimo Cronos, arquetipo del tiempo y de la muerte inexorable, se hubiera manifestado a través del escrito. Quizá sólo sea el efecto alucinado de un pasado que converge simbólicamente, al modo de Los precursores de Kafka, atraído por la actualización borgiana del arquetipo.

El gaucho como arquetipo

     El gaucho es un anacronismo, no sólo por su realidad sociológica de emigrado y maleado en los suburbios de la gran ciudad, convertido en compadrito, sino también por ser una ficción creada por los literatos porteños que construyen y elevan a mito nacional un personaje que encarna el pasado romántico del país, sufridor del choque entre Europa y la Pampa, entre el mundo civilizado (el Norte) y el del campesino o el indio (el Sur). Anacrónico es también el escenario del almacén descolorido donde se desencadena el trágico final de Dahlman, la alucinación de un porteño que imagina un Sur donde morir, un escenario novelesco poblado de personajes, atuendos, enseres y elementos antiguos (la ropa del gaucho, la daga, las imágenes antiguas del Sur que Dahlman rememora), más reales precisamente porque han resistido el tiempo como memoria o sueño que nos sigue acompañando en forma de literatura[7].

     [El Sur] Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía repetir que ello no es una convención y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo más antiguo y más firme. Desde el coche buscaba entre la nueva edificación, la ventana de rejas, el llamador, el arco de la puerta, el zaguán, el íntimo patio.

     Para Borges, el gaucho anacrónico, convertido en arquetipo del destino azaroso, sirve como clave localizadora de la tragedia que se desencadena por una sucesión de casualidades entre la fiebre y el recuerdo infantil alucinado de Dahlman moribundo en la clínica. Nadie mejor que el gaucho fuera del tiempo para encarnar el destino trágico del hombre, el personaje que ya no existe en la sociedad argentina civilizada, pero que esta misma ha elevado a categoría de mito nacional en su literatura culta. Borges, interesado en la construcción literaria del mito, encuentra en el viejo gaucho fuera del tiempo la ocasión para emplearse él mismo en la construcción del mito, en la paradójica tarea de elevar a modelo intemporal lo que ya en su tiempo, como él mismo criticó en ocasiones, no era sino un recuerdo del pasado colonial y una invención de la sociedad porteña[8].

Las mil y una noches

     El libro, como es sabido, ejerce un especial atractivo para Borges, quien le dedicará una de las conferencias de sus Siete noches en Buenos Aires[9]. La lógica interna del libro le hace especial merecedor para constituirse en el marco donde recrear la historia del viejo sobre el que estamos tratando. Extracto alguno de los comentarios al respecto en los dos cuentos.

     [El sur] Dahlmann había conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de Las Mil y Una Noches de Weil; ávido de examinar ese hallazgo, no esperó que bajara el ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó la frente, ¿un murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la puerta vio grabado el horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja de sangre.

     […] La fiebre lo gastó y las ilustraciones de Las Mil y Una Noches sirvieron para decorar pesadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le repetían que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno.

     […] cuando los coches arrancaron, la abrió y sacó, tras alguna vacilación, el primer tomo de Las Mil y Una Noches. Viajar con este libro, tan vinculado a la historia de su desdicha, era una afirmación de que esa desdicha había sido anulada y un desafío alegre y secreto a las frustradas fuerzas del mal.

     [El hombre en el umbral] […] el cariz exótico del relato. Este, por lo demás, tiene un antiguo y simple sabor que sería una lástima perder, acaso el de las Mil y una Noches.

     En ambos cuentos, el libro sirve como desencadenante para contextualizar un relato teñido de imágenes oníricas, coherentes con el tono misterioso, ancestral, mágico e intemporal de los relatos que el libro incluye. Si el libro desencadena la fase alucinatoria de la narración en El sur, en El hombre en el umbral es la excusa utilizada como preámbulo para introducir un cuento de intenciones orientalizantes y de escenarios surreales, sirviendo como conexión inicial entre ambos textos, y creando un fondo propicio para la reaparición del viejo hado, y para que la continuidad del personaje y del argumento de fondo quede asegurada.

     [El sur] Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno […] en los días y noches que siguieron a la operación pudo entender que apenas había estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno.

     [El hombre en el umbral] Una casa no puede diferir de otra: lo que importa es saber si está edificada en el infierno o en el cielo.

     No parece sino que Las mil y una noches ejerce su mágico influjo y arrastra la escena hacia una surrealidad convertida en infierno atroz, donde lo inesperado o lo irracional determinan la (i)rrealidad trágica del fin de una vida. Refuerzan esta impresión las multitudes y barullos humanos que se suceden en El hombre en el umbral, iniciada con la impresión de que todos están en posesión de un secreto que han jurado guardar (“No hay un alma en esta ciudad (pude sospechar) que no sepa el secreto y que no haya jurado guardarlo” [10]), seguida por el escenario en que se desarrolla la conversación con el viejo, repetidamente interrumpida por personas que entran y salen en bullicio de la fiesta, y, finalmente, por “una turba hecha de hombres y mujeres de todas las naciones del Punjab” salidos de cualquier parte, de los angostos y largos patios y zaguanes, o del otro lado de las tapias, detrás de los cuales se encontrará la resolución del relato.

     Si Borges ha pretendido recrear el arquetipo del trágico destino a través del viejo descrito en ambos cuentos con las mismas palabras, del mismo viejo que protagoniza indirectamente ambos textos, la elección de Las mil y una noches no sólo le permite mantener la tensión onírica de los relatos, sino situar su segunda historia en la dimensión que requiere el personaje y el argumento del hado: el gaucho ahora elevado a su verdadera condición mítica. El tiempo del sueño deja lugar al tiempo del cuento inmemorial para narrar un suceso eternamente repetido. Ya no es, por tanto, el viejo gaucho que surge en el sueño para arrojar la daga desnuda que implica la muerte del inocente condenado, sino el hado misterioso que se hace presente en toda tragedia, el arquetipo del portador de la muerte que emerge como testigo necesario para asegurar y dar fe del funesto desenlace. La muerte trágica de Dahlman se fecha en 1939, pero sucede dentro de un sueño ajeno al tiempo. Quizá dura sólo unos minutos, unos segundos acaso, mientras en la agonía de la fiebre imagina un viaje cuya duración no importa; la tragedia de Glencairn sucede en un contexto temporal indefinido, que no es necesario identificar, y, de hecho, tampoco debe ser tenida por real en el sentido histórico, sino, al modo de un cuento oriental, como una alegoría que no necesita más que ser vagamente identificada.

     Situemos ahora al personaje en el contexto que Borges recrea para hablar de Las mil y una noches en la conferencia ya mencionada, pronunciada el 22 de junio de 1977. Quisiera entresacar los siguientes fragmentos.

     En éste [en el título del libro] hay otra belleza. Creo que reside en el hecho de que para nosotros la palabra “mil” sea casi sinónima de “infinito”. Decir mil noches es decir infinitas noches, las muchas noches, las innumerables noches. Decir “mil y una noches” es agregar una al infinito. Recordemos una curiosa expresión inglesa. A veces, en vez de decir “para siempre”, for ever, se dice for ever and a day, “para siempre y un día”. Se agrega un día a la palabra “siempre”. Lo cual recuerda el epigrama de Heine a una mujer: “Te amaré eternamente y aún después”.

     La idea de infinito es consustancial con Las mil y una noches.

     […] Uno tiene ganas de perderse en Las mil y una noches; uno sabe que entrando en ese libro puede olvidarse de su pobre destino humano; uno puede entrar en un mundo, y ese mundo está hecho de unas cuantas figuras arquetípicas y también de individuos. En el título de Las mil y una noches hay algo muy importante: la sugestión de un libro infinito. Virtualmente, lo es. Los árabes dicen que nadie puede leer Las mil y una noches hasta el fin. No por razones de tedio: se siente que el libro es infinito.

     […] No hay historias de la literatura persa o historias de la filosofía indostánica; tampoco hay historias chinas de la literatura china, porque a la gente no le interesa la sucesión de los hechos. Se piensa que la literatura y la poesía son procesos eternos.

     El infinito no es tanto la sucesión de los momentos, como la validez de un presente que se repite ad aeternum. No necesitamos una historia de la literatura porque nada ha cambiado y toda ella permanece en el mismo instante de la escritura o la lectura. Cualquier historia del pasado es siempre una historia que puede ser presentada de nuevo, y que volverá a serlo innumerables veces, constantemente. Igual que un hombre es todos los hombres, diríamos con Borges, también un momento es todos los momentos. “¿No basta un solo término repetido –se pregunta en la Nueva refutación del tiempo– para desbaratar y confundir la historia del mundo, para denunciar que no hay tal historia?”. Las mil y una noches es el nombre de un infinito presente que vuelve, poblado de fábulas y personajes que son arquetipos, como quiere serlo el viejo de nuestros dos cuentos, no importa si habita en el Sur argentino o en la India colonial. Él, como muchos otros personajes, quizá también Cronos, siempre ha estado con nosotros, y seguirá estándolo, por eso es lícito repetirlo una y otra vez, porque es el portador de un sentido propio que no puede ser dicho sino a través de su presencia y su rostro simplificado por el tiempo. La repetición no tiene nunca calidad de copia, sino de un presente que es (re)vivido como una rememoración de la idea. Si pudiera expresar mejor lo que pienso que guía la decisión de Borges de incluir al viejo en los dos relatos, hablaría del eterno retorno ritual de Eliade y de la teoría platónica de las ideas. Sólo es real lo que puede ser repetido –afirma el pensamiento antiguo, y también el moderno, desde Nietzsche hasta Derrida: “la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre”, dirá en Borges y yo–, sólo conocemos cuando rememoramos nuestro ancestral encuentro con la idea, sólo hacemos literatura cuando volvemos a narrar, una noche más, la infinita sucesión de los cuentos de las mil y una noches, el libro que está “hecho de unas cuantas figuras arquetípicas y también de individuos”.

     En la conclusión de la conferencia, Borges sugiere que el libro nunca deja de ser escrito, que no sólo los traductores han modificado el libro, sino que han introducido nuevas historias imaginadas por ellos, igual que lectores ilustres como Chesterton y Stevenson han reescrito el libro en sus propios libros. El libro, que al fin es una compilación de cuentos, permanece abierto, y nos es dado escribir nuevos cuentos que pertenecen al libro y agrandan el misterio que contiene, una noche infinita que vuelve a ser narrada y revivida con cada nueva línea que añadimos, también las líneas de su conferencia, también las líneas del viejo que vuelve con su enigmática presencia repetida, también las líneas que ahora yo escribo.

     En cierto modo, Borges escribe un cuento de Las mil y una noches aprovechando un personaje que ya se había presentado a su imaginación en un relato anterior. Tan al gusto del autor, uno imagina que Borges pudiera dudar si el autor soñó al personaje, o si el personaje debió haber soñado al autor desde un pasado intemporal que ahora revive en ambos textos.

Más allá del tiempo

     La primera historia está datada entre febrero y otoño de 1939, pero el viaje al Sur tiene algo delirante más allá del mero desplazamiento de localidad. No es tanto un viaje hacia un lugar, como un viaje hacia un tiempo perdido que reside en la memoria del protagonista, una imagen difusa de la infancia perdida y fantaseada, donde la casa familiar responde a una “idea abstracta de posesión”, y no a una seguridad presente. En este primer cuento, diríamos que la fecha es irrelevante, y que la sucesión de situaciones oníricas se desprenderá de la referencia temporal para introducirnos en las distintas etapas de la pesadilla que conduce a la muerte, incluida la fase de aparente calma que sigue a la recuperación de la enfermedad y el inicio del viaje al Sur, cuya seguridad queda puesta en duda por el inexplicado episodio del cambio de aspecto del vagón, las inauditas explicaciones del revisor, los extraños comentarios del mismo y del patrón del almacén que parecen incomprensiblemente reconocerle (“el tren no le dejaría en el andén de siempre”, le dice el primero, y el segundo se dirige a él por su nombre, “señor Dahlman, no les haga caso a esos mozos”), y el descenso del viajero en un inesperado andén en medio de la nada. Mientras en El sur, las referencias temporales son la excusa para desplegar un tiempo poblado de “simetrías y anacronías”, el segundo cuento, sin embargo, se sitúa en una intemporalidad voluntariamente deseada por Borges. A la difusa datación referida mediante la expresión “en aquellos años”, que bien recuerda la fórmula in ille tempore, de uso ancestral para referirse al tiempo mítico del suceso primordial[11], le sucederá después un nuevo desplazamiento temporal en la respuesta inicial del viejo, que resitúa la tragedia en un tiempo nuevamente perdido y apenas mantenido en la memoria.

     El hecho aconteció cuando yo era niño. No sé de fechas, pero no había muerto aún Nikal Seyn (Nicholson) ante la muralla de Delhi. El tiempo que se fue queda en la memoria; sin duda soy capaz de recuperar lo que entonces pasó. Dios había permitido, en su cólera, que la gente se corrompiera; llenas de maldición estaban las bocas y de engaños y fraude.

     Es de señalar el tono mítico de estas primeras palabras, entremezcladas con la sentenciosa afirmación de que el tiempo ido queda en la memoria, y con la referencia a un tiempo maldito, de hombres abandonados por su dios a la corrupción y el engaño. La intemporalidad asegura de este modo que el relato no corresponda a un suceso concreto, aunque este exista en la muerte del juez Glencairn, sino a un suceso repetido (como ha de ser repetido o ritualizado el mito para mantener su vigencia), a la fatalidad de una historia cuya veracidad está asegurada por la repetición insistente del suceso. Afirma Eliade sobre el sentido del pensamiento mítico que nada es real hasta que no ingresa en la dimensión sagrada del mito, la cual se alcanza mediante su asimilación ritual con el mismo[12]. No hay verdad sino en el misterio, y la verdad que Borges alcanza, su descubrimiento de la figura del viejo hado, requiere de su inclusión en el tiempo del relato mítico, in ille tempore, en la época en que todo comenzó y de la cual somos mera repetición. El juez Glencairn ya no es un personaje real, nunca lo fue, sino el representante de una clase malvada digna de castigo: “pero su afinidad con todos los malos jueces del mundo era demasiado notoria”, afirma el viejo al juzgar los actos del condenado. Somos realidad en cuanto asimilados al relato intemporal del suceso mítico.

El puñal

     Igual que en otros cuentos de Borges, el puñal, espada o navaja, es el instrumento decisivo que atraviesa la narración. Entre otros objetos, “una vieja espada” es uno de los recuerdos que Dahlman conserva del abuelo materno cuyo linaje escoge como referencia vital, y una daga desnuda lanzada al suelo por el viejo gaucho es el objeto que habrá de darle muerte. La historia del juez Glencairn se inicia también con un curioso puñal de hoja triangular y mango en forma de H que Bioy Casares trae, el cual sirve de pretexto para las narraciones que un segundo amigo, Chistopher Dewey, relata sobre el lejano Indostán, y finaliza con la imagen de una espada sucia con la que han dado muerte al protagonista.

     El puñal es símbolo ceremonial que retrotrae a los tiempos de la Edad de los metales, instrumento sacrificial que libera de la vida y purifica de los malos espíritus, cuya continuidad simbólica está demostrada en los pueblos de estirpe indoeuropea, semita y camita, y cuya simbología se vincula tanto con los mitos cosmogónicos de la creación por la muerte del caos, imaginado como serpiente, como en los ritos de tránsito mediante las ceremonias de la circuncisión o la ablación del clítoris[13]. Símbolo del poder regio, Borges escoge para su segunda víctima el nombre de un personaje que encierra a su vez el nombre no azaroso de dos reyes, representados estos también por el hierro (“los dos nombres convienen, porque fueron de reyes que gobernaron con un cetro de hierro”, David y Alejandro).

     Quiero decir, que la elección de la espada o la daga no sólo responde en Borges al recurso romántico de la muerte bravía, en el desafío cara a cara que enfrenta al hombre con su fatal destino, que podría ser el caso de El Sur, sino que le sirve como elemento simbólico para recrear el arquetipo de la tragedia, tal y como pienso que intenta desarrollar en el segundo cuento.

Adenda: los nombres

     Glencairn es un apellido toponímico escocés. El primer Earl Glencairn fue Alexander Cunningham (del antiguo clan escocés Cunningham), el cual tomó partido por el rey James III de Escocia en las revueltas de 1462. Familia señalada a lo largo de la historia de Escocia. William Cunningham, noveno Earl de Glencairn, protagonizó un alzamiento realista en los Highlands en tiempos de Cronwell (en 1653-1655). Glen procede del gaélico antiguo gleann ‘valle’; cairn es también voz gaélica antigua, ‘montón de piedras’ usadas por los antiguos habitantes de las Islas Británicas como monumento sepulcral o como hito para señalar un camino.

     Dahl es el nombre que reciben en inglés las legumbres con cáscara, pero, en una variante de su pronunciación, dal es voz protogermánica que significa ‘valle’, que, en inglés medio, se dice dale, y se reconoce de formas similares en muchos idiomas de la familia indoeuropea. Dahl es el nombre de varias localidades que se encuentran desde la Renania hasta Suecia. Hay varios personajes reputados de apellido Dahlmann. Uno de ellos, Andreas Dahlmann, fue un afamado botánico sueco, discípulo de Linneo, que dio nombre a la flor dalia.

     Desconozco cómo ha llegado Borges a conocer y escoger estos dos nombres, pero la coincidencia en su origen toponímico como ‘valle’ es llamativa. En la masonería, el valle es el lugar donde se ubica una logia filosófica, así como el oriente es el lugar de las logias simbólicas. Según el Diccionario breve de la masonería[14], valle “es el nombre que se da en los grados capitulares, Capítulo Rosacruz, al lugar donde radica una logia de este grado. En los grados azules o simbólicos se denomina Oriente y en el Areópago Campo”. En el mismo diccionario, “Oriente eterno. El situado más allá de la muerte”. En el Diccionario de francmasonería de la editorial Akal[15], oriente es el lugar geográfico de una logia simbólica, y el valle es el lugar de una logia filosófica, aquella en que trabajan los que han alcanzado un grado superior al de maestro masón. En el diccionario de símbolos, Cirlot habla del valle como el lugar propicio para la manifestación, “es el símbolo de la misma vida, el lugar místico de los pastores y los sacerdotes”. En el Antiguo Egipto, la llamada fiesta del valle es una fiesta funeraria dedicada a los muertos.

     Si Borges no perteneció a ninguna logia masónica, no es descabellado suponer que alguna vez se interesara por su simbología. Quizá los lectores que admiramos su obra exageramos y suponemos en Borges una inteligencia y una cultura desmedida, pero me resisto a aceptar que tantos datos llamativos sean producto de meras coincidencias. No, al menos, sin que antes hayamos tratado de profundizar en ellos y de analizar los laberintos que aseguran su presencia en los relatos del maestro. Los variados detalles y asociaciones de ideas que he desplegado en estas páginas no están documentados en informaciones directas del autor, y podrían ser tachados de licencias poéticas o de hipótesis arriesgadas por parte de los lectores. Por mi parte, prefiero pensar que Borges los calló (¿quién cuenta todo de su vida?), que los arquetipos y los tópicos de nuestra cultura se encarnaron en su imaginación de autor, o que se han encarnado en la mía. Poco importa. Como los precursores de Kafka, tienen sentido desde el momento en que este lector los reclama en estas páginas. Me inclino a pensar que los imprevistos vínculos del entramado cultural afloran en episodios inesperados que nos mantienen vivos dentro del río diverso de nuestras tradiciones y que, igual que nos dieron identidad y motivos de reflexión desde el momento en que comenzó nuestra biografía, seguirán dando vida renovada a nuestro recuerdo una vez que ya no estemos aquí.

[1] http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-259310-2014-11-07.html

[2] http://w ww.borges.pitt.edu/sites/default/files/Balderston_El_hombre_en_el_umbral.pdf

[3] Inquisiciones. Otras inquisiciones, Barcelona, DeBolsillo, 2011.

[4] Escrito entre 1944 y 1946, reeditado en Inquisiciones. Otras inquisiciones… (op. cit.)

[5] Publicado originalmente en 1941, reeditado en Ficciones (Madrid, DeBolsillo, 2012)

[6] Mircea Eliade, Herreros y alquimistas, Madrid, Alianza, 1974, orig. 1956.

[7] Guillermo Tedio, Borges y “El sur”: entre gauchos y compadritos, Espéculo. Revista de estudios literarios, nº 14, Universidad Complutense de Madrid, 2000. http://www.ucm.es/info/especulo/numero14/bor_gauc.html

[8] Mario Goloboff, Borges y el gaucho, Revista de Literaturas Modernas, nº 29, Mendoza, Argentina, 1999. http://bdigital.uncu.edu.ar/objetos_digitales/2613/goloboffrlmodernas29.pdf

[9] Siete noches, Madrid, Tierra Firme/FCE, 1980.

[10] Tanto las turbas interminables del relato como el secreto que todos conocen y nadie proclama recuerdan de algún modo las saturnales romanas (Saturno, el tiempo, de nuevo), donde las normas y las figuras públicas cambiaban durante la fiesta, como para hacer que el borracho o el loco pudieran representar públicamente el papel de jueces.

[11] Mircea Eliade, El mito del eterno retorno: arquetipos y repetición, Madrid, Alianza, 2011, orig. 1951.

[12] Por ejemplo, en El mito del eterno retorno… (op. cit.); o en Lo sagrado y lo profano, Barcelona, Paidós, 1998, orig. 1956.

[13] Véase, por ejemplo, desde campos de análisis semiótico bien alejados, el Diccionario de símbolos, de Juan Eduardo Cirlot (Madrid, Siruela, 2011, orig. 1958), o el pequeño volumen sobre Herreros y alquimistas, de Mircea Eliade (op. cit.).

[14] Diccionario breve de la masonería, Zaragoza, Fundación María Deraismes, 2010.

[15] Juan Carlos Daza, Diccionario de francmasonería, Madrid, Akal, 1997.

________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________

BALTASAR FERNÁNDEZ RAMÍREZ

Nació en Mengíbar, Jaen, España, (1967). Poeta, ensayista y profesor de psicología social en la Universidad de Almería, España. Imparte asignaturas relacionadas con la teoría de la intervención social y las técnicas cualitativas de investigación social, desde una posición teórica identificada con el giro lingüístico y la filosofía postmoderna. Además, es coeditor jefe de URBS. Revista de Estudios Urbanos y Ciencias Sociales. Interesado en las implicaciones del lenguaje en la construcción del sujeto, de las instituciones y, en general, de las formas culturales, así como en la posibilidad del cambio social a través de la práctica de posiciones marginales o intersticiales, abandonó la publicación de género académico, y, desde hace años, se dedica al ensayo libre y la poesía, con textos publicados en formato de acceso libre en diferentes blogs personales, redes sociales y revistas de cultura general.

________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________