BAQUIANA – Año XVII / Nº 99 – 100 / Julio – Diciembre 2016 (Opinión I)

EL CISNE Y EL BÚHO DE ENRIQUE GONZÁLEZ MARTÍNEZ

 por

Guillermo Arango

 

ENRIQUE GONZÁLEZ MARTÍNEZ 300 X 400


     Hay que reconocer que desde la aparición de Rubén Darío hay una continuidad creadora, es decir, una tradición en la poesía hispanoamericana. Dicho esto, no creo que exista una antología de la poesía hispanoamericana contemporánea que no recoja en sus páginas el poema “Tuércele el cuello al cisne” de Enrique González Martínez. El soneto apareció en el poemario Los senderos ocultos, de 1911, y se ha dicho que alude a la ruptura del poeta con la retórica rubeniana del Modernismo, reemplazando el simbólico cisne del movimiento poético con el búho. He aquí el conocido poema:

 

          Tuércele el cuello al cisne de engañoso plumaje

          Que da su nota blanca al azul de la fuente;

          Él pasea su gracia no más, pero no siente

          El alma de las cosas ni la voz del paisaje.

 

          Huye de toda forma y de todo lenguaje

          Que no vayan acordes con el ritmo latente

          De la vida profunda… y adora intensamente

          La vida, y que la vida comprenda tu homenaje.

 

          Mira al sapiente búho como tiende las alas

          Desde el Olimpo, deja el regazo de Palas

          Y posa en aquel árbol el vuelo taciturno…

 

          Él no tiene la gracia del cisne, mas su inquieta

          Pupila, que se clava en la sombra, interpreta

          El misterioso libro del silencio nocturno.

 

     Entre los poemas de González Martínez, tan conocido por su lírica de sibilinos toques, por su armonía de alma y paisaje, se quiso señalar, como índice de los tiempos, este ya famoso soneto, en el que pedía “torcer” el cuello al cisne rubeniano “de engañoso plumaje”, que pasea su gracia pero “no siente el alma de las cosas”. La subjetivación es llevada aquí a últimas consecuencias y precipita el afán de búsqueda que singulariza a los poetas subsiguientes al Modernismo —entre ellos González Martínez— dispuestos a elaborar un producto que corresponda a lo que comúnmente se llama “la voz propia”. Lo que está haciendo el poeta mexicano es lo mismo que hizo Darío y lo que cualquier poeta lírico puede hacer, o sea, descubrir “el principio de la novedad” en palabras de Adorno. Es lugar común decir que el soneto marca el momento donde se pasaba del alucinamiento rubeniano producido por el Modernismo a la confianza en la apertura de nuevos horizontes para la poesía. Tal vez significativamente, más que una ruptura, el poema encabezó la depuración simbolista del Modernismo, rechazando las temáticas preciosistas excéntricas.

     Para entonces no había desaparecido enteramente uno de los motivos de Rubén Darío, a los que se dijo platónicos, el de los cisnes unánimes, los de la blancura intacta para la rima más clara; cisnes sucesivamente alegóricos y pensativos y soñados y reales, y como es sabido, hasta en viaje por las edades de la poesía, como en tránsito a otro momento en el que caigan sus plumas como si fuesen de la retórica, para que aparezca después como quiso González Martínez, la “voz del paisaje”. Con la fragancia de la rosa, el trino del pájaro y la armonía del cisne pusieron al hombre frente a la magia de lo bello. Recordemos las palabras de Juan Ramón Jiménez hablando del Modernismo: “un gran movimiento de entusiasmo y libertad hacia la belleza”.

     También nos había hablado González Martínez en “Como hermana y hermano” de un cisne “que alarga el cuello lentamente / como blanca serpiente”. Pero el cisne, el sacro pájaro del mito de Leda, no es sólo el de la llamada del soneto del poeta mexicano para que en su abatimiento comparezca el búho, también un poco literariamente escapado del regazo de Palas, para simbolizar la sapiencia, con sus ojos redondos en los que arden carbones de nictálope y su pico que apunta en las sombras las más difíciles palabras, sino también el que, a su hora, advierte a Darío acerca  del concierto de los frescos racimos y los fúnebres ramos.

     Cisnes heráldicos o decorativos y simbólicos, pero preferidos en su poesía. Es la reinterpretación de un mito de la antigüedad; era el ave de Apolo, de Venus, símbolo de belleza y armonía. Le cygne fue el “leit-motiv” de la poesía parnasiana y simbolista francesa; lo encontramos en Banville, Gautier, Baudelaire, Mallarmé, y otros. Su figura, tan sensible como rica y variada, nos transporta a un mundo de albura que va a impactar, por igual, a numerosos poetas de generaciones siguientes.

     Y es que los pájaros han hecho su entrada desde el mero principio de la poesía. Hay toda una tradición volandera en la literatura española desde aquella fugaz y agorera primera corneja del Poema del Cid, pasando por el consabido mítico ruiseñor de Boscán, Garcilaso, Espronceda y Juan Ramón Jiménez. No hay que olvidar las golondrinas de Bécquer, el verderol también de Jiménez, la calandria de Jorge Guillén, la zumaya y las “palomas oscuras” de García Lorca, así como la paloma “que equivocó su vuelo” de Rafael Alberti. Luego tenemos un incontable registro de pájaros en poesías de Vicente Aleixandre, Luis Cernuda, Gerardo Diego, Luis Felipe Vivanco e Idelfonso Manuel Gil, entre otros. Ya en nuestro propio patio encontramos el sabor ornitólogo en la poesía de Leopoldo Lugones, que consigue darnos en Alas, del modo más delicioso posible, una visión realista del ave. Luego tenemos el consabido ruiseñor y la alondra del mismo Darío, las cigüeñas del colombiano Guillermo Valencia, las gaviotas del poeta “de los adioses”, el venezolano Emiliano Hernández, o el azor, del también mexicano Díaz Mirón. Y no olvidemos el infinito ruiseñor de la poesía británica, especialmente el de Keats, y el conocido cuervo de Poe. Raro será el poeta que no mencione un pájaro, aunque sea momentáneamente y como en vuelo. Pájaros exóticos o importados, pero vistos por Rubén como ángeles lacustres, con su bípedo remo, al propio tiempo que los lagos de Nicaragua le daban su vocación azul, más que la frase de Hugo.

     Podríamos decir que a la pérdida del sentido anunciador de la romántica golondrina de Bécquer, se hizo la llegada del cisne de Darío, heraldo de pureza y de noble hermosura. Su figura así se impuso sobre las demás aves que poblaban la lírica, y llegó a presidir la teoría del poeta que ahora duerme su sueño eterno en la catedral su ciudad de origen —León de Nicaragua. Allí es  vigilado por el león lloroso que afila sus garras sobre la piedra marmórea, y que, cuando se desveló en su pensamiento de los enigmas y las formas, trajo a la tejedora araña y al sapo anfibio, y al peludo cangrejo y a los moluscos “con reminiscencias de mujeres”. Y trajo, por igual, al cisne al que González Martínez cita para el holocausto, sabiendo que canta para morir, aun cuando existan los que jamás le oyeron.

     El poeta, nacido en Jalisco (1871) y que llegó a la capital mexicana a los treinta años, opuso, no sin alguna fortuna, el búho que acompaña a Atenea, diosa de la sabiduría y las artes, misterioso, sabio y silente, de cierta filosófica apostura, de gravedad elegíaca, al pájaro ágil y cimbreante. “Huye de toda forma y de todo lenguaje”, y alude el poeta en los últimos tercetos:

 

          Mira al sapiente búho cómo tiende las alas

          Desde el Olimpo, deja el rezago Palas

          Y posa en aquel árbol el vuelo taciturno.

         

          El no tiene la gracia del cisne, mas su inquieta

          Pupila, que se clava en la sombra, interpreta

          El misterioso libro del silencio nocturno.

 

     A los versos de brillo espectacular, musicales, de la riqueza verbal arrolladora de Darío, responde el poeta aquí con versos profundos, de tono conciso, que no nos desorientan, detrás de los cuales no hay el aire frívolo de elegantes jardines, y no encontramos princesas ni abanicos. Todo lo contrario. Poesía de tono humanista, expresión artística y sincera del sentimiento personal, con escorzos románticos, mezclando el simbolismo con imágenes modernistas en versos de una eufonía exquisita.

     Cada época subraya constantemente asimientos de originalidad, como si en ella empezaran ciertos valores. Quería González Martínez, desde sus Preludios de 1903 y desde las notas de realismo y adivinación de El romero alucinado de 1923, cuando habla de los vuelos hacia los astros, con adelantadas imágenes que el poeta buscara en todas las cosas, un alma y un sentido oculto, sin ceñirse a varias apariencias, en pos del “rastro de la verdad arcana”. Aconsejaba  preferir la virgínea imperfección de la piedra a cualquier preciosista trabajo, sin dejar de amar lo “grácil” de la vida. Coloquio de las cosas y el espíritu, y dándose al tema simbolista al que se acostumbró, ya por su propio temperamento, ya por su trato con los poetas franceses, se preguntaba si sabemos si son lágrimas las gotas de rocío o qué secretos cuenta la brisa o si son ánimas las estrellas errantes. Hay tal vez un cierto sentido crítico dirigido hacia sí mismo, hacia la labor de creación. Deseaba alcanzar el oculto sentimiento de las cosas, comprender su lengua, oír la queja del árbol herido. En su poesía se enlaza la ternura con la pasión, y la angustia insondable con el tormento existencial de su alma.

     Después en el poemario La muerte del cisne, de 1915, en el poema “Mañana los poetas”, piensa en el “divino verso” de los poetas que “no logramos entonar los de hoy”, en las nuevas constelaciones, en el nuevo temblor de los cordajes espirituales. Época crítica, consciente de que vivimos estudiando nuestros propios mecanismos. Se trata del camino que seguirán —absortos en ignota y extraña floración— y en el desdén que han de sentir cuando oigan nuestro canto y echen a los vientos nuestras viejas ilusiones. Y nos habla rotundamente en estos dos tercetos:

 

          Y todo será inútil, y todo será en vano;

          será el afán de siempre y el idéntico arcano

          y la misma tiniebla dentro del corazón.

 

          Y ante la eterna sombra que surge y se retira

          recogerán del polvo la abandonada lira

          y cantarán con ella nuestra misma canción.

 

     Así presiente el fondo común de la naturaleza humana, regresos clásicos y regresos románticos y hasta nueva vigencia de las palabras que quisieron ser abolidas, y al lado de la figura altanera del cisne que canta para morir, otra vez la imagen del búho existencial con su mezcla de crispante chirrido y silencio aristotélico.

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GUILLERMO ARANGO

Nació en Cienfuegos, Cuba (1939). Poeta, narrador, ensayista y dramaturgo. Cursó estudios de Arte, Filosofía y Letras en la Universidad de Santo Tomás de Villanueva (Cuba) y de Creación Literaria en la Universidad de Loyola (Chicago). Por muchos años se dedicó a la enseñanza universitaria. Ha ejercido por igual la crítica cinematográfica. Ha publicado seis libros de poesía, siendo el más reciente Ceremonias de amor y olvido (Linden Lane Press, 2013). Ha publicado tres libros de relatos bajo el sello de Ediciones Universal: Gatuperio (2011), El año de la pera, tradiciones, relatos y memorias de Cienfuegos (2012), presentado ese mismo año durante el Festival Internacional del Libro en Miami, y El ala oscura del recuerdo (2013). Ha sido ganador de premios en las categorías de poesía y narrativa. En el 2008, su pieza dramática Todos los caminos, fue galardonada con el Premio Internacional de Teatro Alberto Gutiérrez de la Solana, auspiciado por el Círculo de Cultura Panamericano en Nueva Jersey. Ha sido becado en tres oportunidades por la National Endowment for the Humanities. Ha publicado y presentado trabajos de investigación literaria en revistas y congresos nacionales e internacionales. En la actualidad es miembro del PEN Club de Escritores Cubanos en el Exilio, así como de numerosas organizaciones profesionales. Reside en el estado de Ohio, EE.UU.

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