JUICIO FINAL
de
Xiomary Urbáez
El viejo ojea la primera página de los dos únicos diarios nacionales que aún sobreviven el cerco del régimen. Todavía celebran los muy pendejos, cavila mientras observa la sonrisa de los reporteros premiados con motivo de su día. Hace años me hubieran homenajeado como el ejemplo del periodista de denuncia. Una carcajada burlona estalla en la habitación. Él que ni siquiera se había graduado de periodismo. La risotada se prolonga hasta que la explosión de tos le pone punto y final. No hay dudas que lo hice bien, piensa al tiempo que toma una toallita de papel de una caja que reposa en la mesa cercana y escupe. La blanca superficie se impregna de sangre. Me pueden acusar de cualquier cosa excepto de inconsistente. Sin dudas soy un ejemplo, reflexiona acomodándose en la incómoda camilla de hospital. Muchas de sus denuncias eran generalizaciones sin mucho fundamento. No había nombres, lo importante era dejar correr el rumor, sembrar las dudas. Divide y vencerás. Había sido un maestro en el sublime arte. Chantaje sicológico del bueno, con la máquina de escribir como aliada. Sus columnas era las más leídas y temidas; tanto, que el salto a la televisión fue inevitable. Se había cagado en el derecho a réplica. Lo que la gente quería era el chivatazo, las imputaciones, la crítica, el escándalo y él estaba allí para complacerlos. Claro que lo hice bien. También como político comprometido que trascendía la codicia por el poder, había tenido sus buenos momentos durante el bipartidismo. Dos veces candidato presidencial. La figura encorvada parece engrandecerse. Vuelve a toser y un nuevo escupitajo sanguinolento sale de sus emponzoñadas entrañas. El viejo arruga la frente. Nunca faltaba un cabrón que criticara su posición de izquierda moderada o su aparente miopía frente a sonados casos de corrupción. Por culpa de ellos sus posibilidades habían quedado canceladas. Los odió. Esa mezcla de rabia y desprecio fue haciéndose insoportable. Juró que esas élites y estructuras de poder que impidieron su merecido ascenso se la pagarían. Siente cosquilleo en las manos y en los pies. La vida casi termina, piensa consternado. Se revuelve inquieto entre los almohadones. Vuelve a mirar la fotografía del sonriente periodista. Se ve a sí mismo, tal como alguna vez lo debieron ver. Soy uno de los sobrevivientes. En la última aparición pública casi nadie lo aplaudió. ¡Zamuros! Son aves de rapiña. Saben que el final está cerca y está claro que el agua pasada no mueve molinos.
Había sido durante un consejo de ministros relacionado con el manejo de la información. Enmarcados en la pared detrás del pódium con el micrófono, sendos retratos del mofletudo presidente y del Libertador (el nuevo rostro de Simón Bolívar con rasgos negroides). Le causó gracia la situación, él allí caminando hacia el pedestal para dar una alocución a favor de las políticas comunicacionales… él, ejemplo del hombre nuevo. A pesar de los abrazos y las felicitaciones están felices con su enfermedad. La ministra de Comunicaciones y Propaganda lo había abrazado. Es una hipócrita. Me elogió por mi brillante trayectoria. Se desvivió en comentarios ante mi exaltada mención sobre el fallecido presidente, el gran comunicador, el padre de la patria nueva. Cuando me referí a eso, todos aplaudieron como focas. No obstante nadie más lo nombró durante el resto de la mañana. Una fábula que ya va entrando en reversa. No quieren recordar su delirante compromiso con una revolución en la que solamente el muy pendejo creyó. Fantasioso, ególatra y limitado, había sido fácil manipularlo. Solo hizo falta cinismo y veteranía, reflexiona. Sus ojos vedados habían recorrido el apilado salón. El refinamiento había caído en desgracia. Eran fieras de las más bajas calaña. Antes ocurría exactamente lo contrario. Eran fieras iguales de sanguinarias, pero al menos pretendían ser cultas, exquisitas, pulcras, aburguesadas, así no lo fueran. El antiguo Ministerio de Cultura había concentrado todos sus esfuerzos y dinero en promover mercancía artística elitista, lo cual había reportado pingües ganancias para un par de familias, convertidas en el poderoso cartel de las comunicaciones. Levantó la mano y saludó al heredero de una de ellas. Sonrió para sí. Un cortesano más en la patria nueva. El hombre de figura estilizada y modales burgueses, le devolvió el saludo con un movimiento de cabeza. Gracias a ellos, la cultura se había convertido en un arma política. Han recibido su merecido, arrodillados ante el nuevo poder, fueron y son una oligarquía parasitaria. Estaba claro que el resultado dejaba mucho que desear. Miró a su alrededor. Fue evidente su desprecio cuando lo primero que tropezó fue con la bobalicona sonrisa de la Ministra lisonjera. Una mueca desagradable estuvo a punto de delatarlo.
Creo que me pongo reflexivo por culpa de esta enfermedad. Me consume la idea del pasado. Aún hay páginas en blanco que quisiera escribir. El tiempo ha sido poco. Soy un hombre de secretos, de intrigas. Ahora mientras escribo, tengo ganas de contarlas. Me debato ante la verdad. Prefiero contar mi verdad, tal como yo la veo ¿Por dónde comienzo? Tal vez deba hacerlo en el momento en el que el médico desgraciado me dio la noticia de esta dolencia terminal. Mañana puedo no estar vivo. Cuando carguen el féretro después de una ceremonia con honores, en donde todos alabarán lo bueno que he sido, cuando el cajón sea cubierto por la húmeda tierra, no quedará un solo rastro de mi paso por la vida. De joven pensaba que viviría eternamente. De mi historia he olvidado los detalles. Memoria selectiva la llaman. Soy un hombre sin conciencia. Supongo que debo presentarme. Mi nombre es Juan Valentín Ríos. Mi “devota” madre me esperaba para las fiestas de San Juan el Bautista, pero yo prolongué su angustia hasta el último día de junio de 1929. Ella sin embargo, insistió en llamarme como al santo. El segundo nombre: Valentín, que significa fuerte y valeroso, fue idea de mi padre, un coronel que había sido gobernador de un estado central, durante el gobierno dictatorial. Tengo ochenta y seis, soy un viejo, es cierto, pero me niego a morir. No quiero morir.
¿Cómo me convertí en lo que soy? La pregunta me ronda. Fui educado en un hogar sin muchos principios. Mi madre asistía y colaboraba con la iglesia, más como requisito social, que como un verdadero acto de fe. Todavía recuerdo su escandalosa gritería cuando tuvimos que dejar la fastuosa mansión con servidumbre, por una vivienda menos ostentosa con tan solo un chofer y una señora para la limpieza, en una pequeña ciudad del interior, a raíz de la acusación por malversación de fondos que le hicieran a papá. Era eso o la cárcel. Supongo que fuimos afortunados. Hicimos la transición hacia la naciente democracia y como siempre, el tiempo se encargó de borrar las huellas del pasado. Este país tiene la memoria corta. Cuando demostré algunos indicios de talento para la escritura, me invitaron a formar parte de la juventud de un pequeño partido de centro izquierda. A pesar de que el lema revolucionario y hasta el propio líder me parecieron ridículos, me sentí halagado. En el liceo, pertenecer al movimiento en el cual se concentraban las fuerzas políticas opositoras al gobierno militar era –además- una excelente manera de borrar cualquier vestigio de deshonra familiar. Desde ese momento y aunque los abandoné más tarde, aburrido por mi falta de protagonismo, me transformé en político. El precio que pagué fue esta lujuria. Esta excitación que todavía siento, que no me ha dejado vivir ni tampoco me permite morir en paz. Un buen político debe estudiar leyes. En la escuela de Derecho continué redactando mis proclamas. Era joven. Creo que en ese momento de mi vida fue el único en el que realmente fui idealista. Pretendí salvar al mundo. Pronto llegaría la decepción. La burguesía gobernaba el país, siempre fue así. Controlaban las Cámaras de senadores y diputados, tenían a los medios de comunicación, las empresas, negociaban con Estados Unidos y además se casaban entre ellos. Era una República donde las castas tenían gran importancia. Para entrarles había que convertirse en uno de ellos. Pero como siempre, como ahora; el tiempo me jugó una mala pasada. El tiempo siempre ha sido mi enemigo. Era la cárcel o el exilio. Escogí el exilio en aquel país del cono sur.
Es impresionante cómo recordamos ciertos encuentros. Todavía puedo evocar la primera vez que la vi en los pasillos de la universidad. Hermosa, sensual. Estudiaba arte. Logró que olvidara mi bien trazado plan de vida. Mandé al diablo a las divinas herederas, ni siquiera obtuve mi título de abogado (¿ya aclaré que nunca obtuve título alguno?, también la memoria me falla…algunas veces) y la convertí en mi mujer. A pesar de su juventud era una experta en artes amatorias. Como tantos otros antes que yo, terminé enredado en sus pantaletas y, como resultó que la de los planes era ella, sigo enredado. “Me enfrento a una seria disyuntiva”, me dijo un día. El bello rostro pensativo, “me han propuesto matrimonio. Resulta que es un buen partido y si quiero terminar los estudios universitarios necesito el dinero que a su familia le sobra”, su frialdad me resultó pasmosa. Pero lejos de molestarme, la irreverencia fue una descarga voluptuosa que terminó por decidirme. También ella ha recibido lo suyo. La han acusado de ser una artista plástica mercenaria. Hoy en día, sus esculturas llenan las plazas y parques de la patria nueva. Se lo ha ganado, cada centavo… no voy a discutir si las piezas tienen valor artístico, no soy un entendido, pero me consta que las cobró como si fueran hechas en oro. El día que la naciente “revolución” comenzó a utilizar el eslogan ideado por mí, de que ser rico era malo, muy seria, apuntándome con el dedo dijo: “Mira Juan Valentín si ser rico es malo, tú y yo caeremos en la categoría de perversos. Déjate de esas pendejadas en esta casa”. No pude evitar reír. Ella ha sido una fantástica socia, una excelente compañera. Sigo con el hilo de mi historia. De regreso a mi país, donde todos somos doctores sin serlo, retomé mis actividades públicas. En esta república los cambios políticos son frecuentes, tras la caída de una segunda dictadura, sin muchas esperanzas, lejos de desilusionarme fui electo, reelecto y reelecto… así cinco veces, como diputado al congreso. Reconozco que el primer sorprendido fui yo mismo. Pero, seamos honestos… con el hambre desatada, el monstruo despierto, devorador… ¡Yo quería más! El protagonismo… yo merecía la presidencia ¿Debí actuar de un modo más pragmático? ¡Claro que sí! Por lo menos lo intenté, simplemente lo hice. Me postulé, me vendí como un posible títere ¡Cualquier cosa hubiera hecho por esa silla presidencial! No funcionó. Tendido en la incómoda cama, el hombre se lleva las manos al pecho. Un espasmo doloroso lo aprieta. Respira, respira, respira.
Ese día, yo llevaba conmigo una carpeta con una serie de documentos incriminatorios: facturas, presupuestos, órdenes de compra. Estaba, como era mi costumbre en esa época (y en todas las épocas de mi vida), inmerso en actividades ilícitas, altamente lucrativas. En aquel entonces, relacionadas con el tráfico de armas al mejor postor. Entre mis clientes tenía a los militares y también la guerrilla, lo cual era muy conveniente. Una vez más había logrado equilibrar esa balanza a mi favor. La fachada del diputado comprometido con el pueblo era perfecta y si a eso le sumabas la inmunidad parlamentaria… ¡Lo que estaba en juego, a decir verdad, eran enormes cantidades de dólares! Habíamos hecho del fructífero negocio un asunto familiar, en donde estábamos involucrados mi mujer, mis dos hijos y sus respectivos cónyuges. Un bloque impenetrable. Esa mañana, cuando salía del estacionamiento, una patrulla de cinco oficiales de cuadros medios me detuvo. “Diputado”, dijo el capitán que llevaba la voz cantante, “disculpe la molestia pero debemos revisar su vehículo. No lo tome personal, es por su propia seguridad. Recibimos un alerta de explosivos”. Sentí que me temblaban las piernas. Si hubieran husmeado entre los papeles, posiblemente iría a dar con mis huesos directo a la cárcel sin importar la dispensa del Congreso; y así lo evitara, la bulla no sería favorecedora. Mientras él hablaba, yo echaba una mirada al grupo en general. Los cuatro restantes permanecían tiesos, callados, luciendo muy torpes. En cambio el quinto, ese que me hablaba, a pesar de su extrema delgadez y fealdad, me miraba como si fuéramos él y yo quienes debíamos solventar aquel asunto. Noté en seguida que me precisaba. Él también se dio cuenta de mi nerviosismo. Irrespetuosamente, casi con una burlona sonrisa en su caricaturesco rostro, miró la carpeta que sin querer apretujaba más de la cuenta contra el pecho. Las palmas de la mano comenzaron a sudarme. De reojo detallé al muchacho. La prominente nariz de punta achatada y su tez olivácea indicaban la herencia mestiza. En otros, el resultado era hermoso. Pero el joven erguido frente a mí, carecía de gracia. No obstante su voz era melodiosa, con un timbre recio que lo hacía proyectarse. Ordenó que chequearan el vehículo. Por un rato guardamos un pesado silencio. “Todo en orden diputado”, señaló, mientras se cuadraba en un saludo militar. Con un rápido movimiento abrió la portezuela del vehículo, invitándome a continuar mi camino. “Tenga cuidado con esa carpeta”, indicó con voz ronca y baja, para que no lo escucharan los otros, “no queremos que ese material equivoque el camino. Hará falta para cambiar el destino del país. Chacón para servirle”, dijo, inclinando ligeramente la cabeza, dejando a plena vista una horrible verruga en el lado derecho de la frente. Me hundí en aquellos ojillos de rata, supe que igual que yo, aquel muchacho estaba dispuesto a todo. Así de desmedida es la ambición, que se reconoce en rostro ajeno. No obstante, nunca imaginé que el camino nos llevaría hasta los más profundos círculos del infierno. Acomodando el maltrecho cuerpo entre las sábanas, con un largo suspiro de odio, el hombre acaricia el blanco bigote, tan gélido como su propia alma.
En realidad no sé por dónde empezar, ni por dónde terminar. Muchos se han preguntado cómo es que siendo un oscuro capitán encargado de vigilarme como sospechoso por tráfico de armas, después me haya nombrado su canciller y más tarde su Vicepresidente. La enfermera, de inmaculado uniforme, entra en la habitación y le inyecta algo en la vía. Las venas ya están hinchadas de tanto medicamento. Al viejo le parece percibir una mirada de odio en la mujer. Una tarde, mientras cenábamos, mi mujer trajo el tema a colación. “La estúpida de Estefanía no está cerrando los negocios como debe ser. Últimamente hace lo que le viene en ganas”. Juan Valentín vio la expresión de desagrado en su cara, mientras delicadamente se llevaba la copa del blanco vino chileno a los labios. Ella siempre le había tenido ojeriza a la mujer de su hijo. “Pero las ventas se han incrementado significativamente”, contestó él, mientras partía un pedazo de pan recién horneado y lo ahogaba en el exquisito guiso. La nuera era el enlace para colocar las armas, los uniformes y cuanta baratija pudieran vender. Su mujer sospechaba que andaba en amoríos con un alto oficial y estaba molesta. Juan Valentín sabía que no era por los cuernos. A ella lo que no le gustaba era perder el control. Sin dudas, la muchacha había estado más altanera de la cuenta. Sin embargo, Juan Valentín trató de mantener el suceso de bajo perfil. Incluso le prohibió al muchacho hacer del romance un gran escándalo. Tuvo que reprenderlo fuertemente cuando, en medio de una crisis de llanto, le había revelado la infidelidad de la esposa. “Aguanta callado, pendejo”, “al General es mejor conservarlo contento”, le había dicho, prohibiéndole cualquier pataleta. “Ahora más que tenemos encima la campaña política para que seas alcalde… ¿O es que crees que será barata?”. Estaba claro que las simpatías de los electores no estaban de su lado. A su hijo le falta carisma y talento, reflexiona el viejo, pero un buen fajo de billetes había enterrado cualquier carencia y allanado el camino hasta la Municipalidad. Juan Valentín siempre supo que la nuera era una completa perra. Él mismo había probado sus competencias en una gloriosa noche de copas en la que habían viajado juntos para zanjar un negocio en una guarnición del interior. Una cosa había llevado a la otra y habían terminado teniendo sexo. Nada del otro mundo, recordó. Pero… ¿Quién era él para cuestionar los gustos de su absurdo hijo?
“Hay un grupo que está urgido”, dijo su mujer. “Pero es obvio que a Estefanía no la podemos utilizar para llegarles. Se dicen cosas… hablan de levantamiento. Y “la cercanía” de la idiota esa con el General es peligrosa”, el doble sentido tenía como objetivo hacerme opinar pues yo me había mantenido callado por un largo rato. Deseaba desesperadamente vender ese armamento, pero me limité a responder con una evasiva. “No estarás pensando en ese capitancito, ¿verdad? Esto es una operación importante, no un juego de niños. Es un pendejo. No creo que esté involucrado ¿Tú sí?”. La señora del servicio interrumpió para llevarse los platos vacíos y preguntar si queríamos café. Cuando se hubo retirado contesté: “No tengo idea. Apenas estoy al tanto sobre él”. Eso era una verdad a medias. Desde el día que lo había conocido yo estaba muy interesado en Chacón. A través de un conocido en común comencé a frecuentarlo. Quedé estupefacto con las locuras que decía. Su delirio y megalomanía eran extremos. Sin embargo, había algo en él… ciertas características que podían ser de gran utilidad: era un orador mesiánico, con una valentía (cuestionable) pero empujada por dosis enormes de inquina y un plan pueril de insurrección contra los que consideraba opresores. Incluso ofrecí llevarlo un día en mi carro con chofer, a una visita a su casa, a varios kilómetros de la capital. Tardamos varias horas en llegar a la zona rural, una región olvidada por años de barbarie y rezago, donde tomamos por un camino poco transitado por automóviles, hasta una humilde casa de adobe y techo de cinc. Allí me presentó a una vieja de rostro mustio y de cuerpo desgastado, propio de los que han llevado una vida dura. “Mi abuela”, dijo. El calor era insoportable. Muerto de sed, no tuve más remedio que beber el papelón con limón que me ofreció la mujer. Sin preguntarle, él mismo me contó que venía de una familia muy grande. “Muchas bocas que alimentar”, comentó. Su madre lo había entregado a la abuela a muy temprana edad. “Como se da un cachorro, sin mayor preocupación”, dijo, escupiendo en la tierra pisada, sin ocultar el resentimiento. Yo sonreí satisfecho. Un punto más a mi favor: resentimiento. Un sentimiento poderoso, muy poderoso. Desde el primer momento, él no me habló como se hace con una figura de autoridad. Yo era su par. En los días que siguieron, pasamos juntos bastante tiempo. Me contó de ciertos planes. Me di cuenta que era inteligente aunque ingenuo a la vez. Supe que había tenido buen olfato. Él era un instrumento perfecto. En la mesa de mi lujosa mansión, la voz de mi mujer me trajo de vuelta, siguió quejándose de la estúpida y de paso mal polvo, de Estefanía.
Al final, Estefanía no resultó tan idiota. El hombre trata de carcajearse pero el dolor intenso, lo detiene. Sí, su ex nuera, la perra de la guerra, la vendedora de armas, terminó fugándose con el General y los dejó con las tablas en la cabeza. En honor a la verdad, muchos de los que ahora se dan golpes de pecho y han brincando la talanquera, también fueron sus socios. Resulta que ahora son voceros de la oposición. El viejo esboza una sonrisa pérfida. El antiguo libreto: el inevitable acuerdo político entre los que se van y entre los que llegan. Una comparsa de chupasangres que quedarán como héroes ¡Me cago en ellos! Una punzada le advierte que –otra vez- el tiempo está en su contra, en ese sainete no hay lugar para él. Sin dudas habían hecho grandes negocios, pero la muy sucia, la Estefanía, pensó que podía resolver su vida aparte. Un espasmo hace que el hombre escupa sangre en la riñonera de plástico verde, que le han puesto muy cerca para tal fin. La observa cuidadosamente, el viscoso líquido en el fondo del odioso color verde del plástico… si tan solo las hicieran en otros tonos, tal vez entonces, pudiera uno olvidar por un momento, aunque sólo fuera por un momento. ¡Qué falta de creatividad!, cavila. Menos mal que en política todo se trata de maquillaje.
En otra época era el hotel más importante de la ciudad. Estaba ubicado en lo más alto de una colina, desde donde se dominaba todo el valle. Oculto por la espesura de sus jardines, con altos y frondosos árboles, era un oasis perfecto para hombres de negocios, turistas y políticos. En la parte de atrás, a la sombra de altísimas palmeras, estaba la piscina, junto a la enorme barra al aire libre, rodeada de mesas atestadas de gente. El viejo se lleva los dedos a las sienes; la mano con la vía, le impide el certero movimiento giratorio que intenta aliviar el malestar. El ruido del aire acondicionado está causándole una terrible jaqueca. Pulsa el botón para llamar a la enfermera. Se tomarían su tiempo, juraría que lo hacen a propósito. En cada cambio de ronda, él las escucha murmurar al otro lado de la puerta. No le gustan las clínicas. La última vez que ingresó a una, fue en un sanatorio de la isla caribeña, donde a insistencias de su mujer, lo estiraron tanto, que sus ojos quedaron tan achinados como los de los orientales. Nunca más pudo reír, sin que la risa pareciera una mueca diabólica. Esa tarde, sentado frente al vaso corto de su scotch on the rocks, dieciocho años; circundado por los huertos llenos de flores y plantas exóticas, negoció el histórico voto que salvó de un juicio por malversación al entonces presidente. Por las ventanas cerradas de la clínica se cuelan algunos débiles rayos del sol mejorando el lúgubre aspecto del lugar. Le causa gracia. En aquel entonces el país tenía algo parecido a la división de poderes en el Congreso y, en las instituciones en general. Fue la primera vez que por un milagroso dictamen no cobró. Por lo menos, no en efectivo. Los servicios de inteligencia tenían fotos comprometedoras de las fiestas swinger. Él no entiende la alharaca. El swinging es una “filosofía”, fiestas movidas con alcohol y drogas. Ahhhhhhh recuerda ¡Ojalá pudiera! Odia su cuerpo enfermo. Echa en falta esas reuniones de veinte parejas. Encuentros que podían ser ‘soft’ o ‘hard’; de acuerdo a las circunstancias. A su mujer le encantaba el sadomasoquismo y varios hombres a la vez; y él participaba más en calidad de mirón. Mente abierta y cero celos, así eran ellos. Al principio, sus hijos adolescentes desconocían las andanzas de los padres, pero después se les unieron. Siempre fueron una familia unida. Una ligera mueca, algo parecido al cariño, se refleja en la arrugada boca del enfermo.
El Mercedes negro, con bandera presidencial en la parte delantera, lo recogió. El chofer uniformado mantuvo la puerta abierta y lo saludó respetuosamente. A poca distancia, otro Mercedes con guardaespaldas, aparcado, esperaba el arranque. Él siempre manipuló a los presidentes. Pero con Chacón fue un acto de seducción total. “Chacón no es un autócrata ni un dictador, es un demócrata muy diferente de los anteriores “títeres” del Imperio”, dijo en prime time. Se lució esa vez, se superó a él mismo con ese tipo de arengas. Hasta a su hija, a su preciosa hija se la ofreció. En honor a la verdad, ya su mujer no valía mucho. Ahora, ella también está vieja. Por un segundo, teme dejarla sola. La imagina con la vista perdida en los cercanos campos de golf, entre las murallas impenetrables y los circuitos cerrados de televisión, con guardias apostados en las garitas y muchos guardaespaldas, algunos de los cuáles cobran extras por hacerle favores sexuales. Levanta ligeramente los hombros. Las mujeres son siempre más fuertes. Las cosas han cambiado. El mundo está al revés. De nada valieron las misiones sociales, las expropiaciones, la nacionalización de industrias claves o la toma de las fincas productivas. Los empresarios (afectos y no afectos) corrieron al exterior para proteger sus intereses. A medida que cayó la producción nacional; él y otros muchos, comenzaron a importar bienes y servicios con dólares preferenciales. Una fuga de divisas nunca vista. Es irónico piensa, con tanto dinero y no puedo hacer que estas putas vengan a aliviar este condenado dolor de cabeza. Tal vez hubiéramos podido aguantar un poco más, si el jodido hijo de puta no se hubiera muerto en el momento más inoportuno. Tiene serias dudas al respecto. Ciertamente estaba enfermo, podrido más bien; pero no hay quien le saque de su cabeza que recibió ayuda para acelerar el proceso, por eso no permitió que lo llevaran a la isla. Tiembla. Se da cuenta de su maldita condición humana. Suelta la tablet y deja de escribir. Lanza palabrotas contra el inepto bigotudo sentado actualmente en la silla presidencial. Pulsa frenético el botón llamando al puesto de enfermeras. La puerta se abre chirriando. En vez del pulcro uniforme, el viejo ve la sombra. Paralizado se mantiene en silencio unos instantes. Cubre el rostro con las manos. “Ni Dios puede cambiar las cosas”, grita arrogante y decrépito. No se trata de una plegaria sino más bien de un grito desafiante. Los hijos del mal anduvieron siempre armados con los instrumentos de sus crímenes: pistolas, puñales, espadas, sogas, lisonjas… él es sólo uno más. Y entonces oye la voz, precedida de un fétido aliento. Lleno de espanto permanece inerme, temblando y exangüe; porque el tono de aquella sombra no es el dejo de uno solo, sino el llanto de las madres, las súplicas de los padres, los gritos de los hijos, el lamento de los moribundos; cientos de víctimas de la sangrienta y decadente utopía que él ha ayudado a encumbrar, mezclados con la burla mortífera de aquella inhumana sombra salida del Averno.
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XIOMARY URBÁEZ
Nació en Maracay, Venezuela. Escritora y periodista. Graduada con un Bachelor of Arts, mención Audiovisual, en St. Petersburg Junior College de la Florida, EE.UU. en el 1983. Licenciada en Comunicación Social, mención Desarrollo Comunal, de la Universidad Católica Cecilio Acosta en el estado Zulia, Venezuela, en el 1998. Diplomada en Comunicación, Medios y Política de la Universidad Católica Andrés Bello – Centro Gumilla (2010-2011). Ha experimentado con todas las facetas del periodismo, destacándose en el área de la producción audiovisual. En medios impresos ha sido redactora en periódicos y revistas regionales y su firma ha aparecido en la publicación dominical del diario El Universal, la revista Estampas. Como periodista institucional, ha ejercido como directora y gerente de Relaciones Públicas y Comunicación en el sector público y privado. Ha sido asesora freelance y ha desarrollado campañas políticas y de marketing en el sector privado. Como docente, actualmente dicta las cátedras de Idiomas II y Gerencia de la Comunicación en la Universidad Fermín Toro, en Barquisimeto, estado Lara, donde reside con su familia. Su primera novela, Catalina de Miranda, fue finalista del Premio Iberoamericano de Narrativa Planeta – Casa de América 2012. La Editorial Planeta Venezuela ha publicado tres ediciones de dicha novela hasta la fecha y también publicó su primer libro infantil titulado El viaje Emma, obra perteneciente al recién inaugurado catálogo Planeta Lector, ala educativa de la editorial.
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