BAQUIANA – Año XVII / Nº 97 – 98 / Enero – Junio 2016 (Ensayo I)

CLARA LAIR Y DULCE MARÍA LOYNAZ,

AL RITMO DEL AGUA Y EL SILENCIO

por

Ceida Fernández Figueroa


     Graciela Montes, en un curioso ensayo titulado “De lo que sucedió cuando la lengua emigró de la boca”, habla de la escritura como las “divinas marcas”, capaces de derrotar a la muerte y al tiempo, es decir, de conquistar la inmortalidad. Para esta autora, la palabra escrita es cuerpo y presencia, cuerpo que se independiza de su emisor y que se construye sobre sí misma. En ese sentido, la palabra poética es “de todas las formas textuales, la más capaz de crear presencia y lo más parecido a un ser viviente”. (Montes, p 11) Especialmente, porque vuelve extraño el  lenguaje, de tal manera que en la poesía siempre queda algo oculto o inasible. La propia Dulce María Loynaz, objeto y sujeto de este estudio, al hablar de la poesía, marca su condición de cuerpo, pero de materia “alada y leve”, es “sólo el tránsito a la verdadera meta desconocida”. Para ella la palabra que construye la poesía “debe tener instinto de altura”. La compara a un árbol, con raíces que, como las palabras, están solidamente hincadas en la tierra, pero con la intención de crecer y proyectarse hacia arriba. Finalmente concluye: “Poesía que deja al hombre donde está, ya no es poesía” (Simón, p 14) Por otro lado, Gérard Genette concluye, también, que la poesía es “más bien un estado, un grado de presencia y de intensidad al que puede ser llevado, por así decirlo, cualquier enunciado, con la única condición de que se establezca en torno de él ese margen de silencio…” (Genette, p 48) Para ellos, la palabra del poeta es la más vital y creadora de presencias y su signo es el silencio.

     En este breve comentario, intento acercarme al cuerpo poético de dos mujeres caribeñas. Esta geografía luminosa, florida y húmeda las hermana. Su condición de mujeres urbanas las determina, pues el espacio adquiere para ellas una dimensión imaginaria esencial, es libertad y clausura a la vez. Las  iguala, además, la presencia del agua en sus poemas, desde el torrente hasta el charco, sirven de espacio y tránsito, surgen, en fin, como cuerpos y presencias que las inmortaliza. He aquí un intento de asomarme a sus fisuras y a sus silencios.

     ¿Qué tienen en común la cubana Dulce María Loynaz y la puertorriqueña Clara Lair? Valga lo expuesto para justificar un acercamiento a la obra de ambas escritoras. No obstante, privilegio las construcciones de imágenes en las que predomina el agua como objeto poético o como presencia constante de una imaginería poética.

     Curiosamente ambas poetas se miran en este cuerpo cristalino o turbio, manso o desatado, y encuentran en él el cuerpo de sus emociones. En otras ocasiones, está presente con su inmensidad, como el mar, rodeándolas como a islas y abrumándolas con su nada.

     Inicialmente concebí este trabajo comparativo, buscando en la poesía de Dulce María Loynaz resonancias de la voz de Julia de Burgos. Creo que este ejercicio es posible, sobre todo en la creación de sus imágenes del hombre-río. Sin embargo, en la medida que leía y descubría (hasta donde ella ha querido) el mundo íntimo de la Loynaz y redescubría a Clara Lair, intuí   unas semejanzas que creo poder demostrar aquí.

     El acercamiento a Clara Lair, se hará utilizando la edición de Trópico amargo de 1956, que incluye Arras de cristal y Más allá del poniente, se trata de una producción poética que se extiende desde 1937 hasta el 1956. En el caso de Dulce María Loynaz, se utilizarán  algunos poemas publicados en Versos, poemas escritos entre 1920 y 1938, y Juegos de agua de 1947, todos agrupados en la publicación de Poemas escogidos de 1995, selección de Pedro Simón. Entre los temas que dominan ambas colecciones se encuentran el amor y el desamor, el yo poético frente a la soledad y el aislamiento, el tiempo y la muerte. En la medida que este juego comparativo tomaba forma, fluían y saltaban las semejanzas y algunas dramáticas diferencias. En ningún momento intento demostrar que estas poetas son iguales, al contrario, creo que miran los problemas humanos comunes con una óptica maravillosamente única.

     Dulce María Loynaz nació en La Habana, Cuba en 1902. Fue la primogénita del General Enrique Loynaz del Castillo y de Mercedes Muñoz Sañudo. Estudió Derecho Civil en la Universidad de La Habana, y llegó a ejercer su profesión. Pero lo más significativo de su niñez fue ese obstinado aislamiento con el cual sus padres quisieron criar a los hermanos Loynaz. Prácticamente estos jóvenes no tuvieron contacto con el mundo exterior hasta que ingresaron en la universidad. Recibieron una esmerada educación dentro del espacio de una casona sofisticada, donde abundaba la música, la poesía y las lecturas que los conectaba con el mundo. La propia Dulce María afirma que los cuatro fueron músicos y que un luto familiar los obligó a refugiarse en la poesía, sonora sólo para oídos atentos. “Creo que la poesía estaba dentro de nosotros como esos ríos que corren gran trecho bajo la tierra hasta que al fin encuentran cualquier grieta por donde brotar.”(Martínez Malo, p 24). En ella continuó brotando incontenible, pero en sus hermanos volvió a soterrarse.

     Los hermanos Loynaz escribieron su leyenda en La Habana, vale la pena recordar su estrecha amistad con Federico García Lorca, quien al visitar la isla en 1930, lo primero que hizo fue buscar a su amigo por correspondencia, el poeta cubano Enrique Loynaz. Federico lo consideraba un poeta místico y mejor poeta que Dulce María. Sin embargo, recuerda la poeta, que quien lo deslumbró fue su hermano Carlos Manuel, pianista y poeta también, y Flor, la menor, hermosa y rebelde. Eran bellos, cultos y atrevidos, así enfrentaron el mundo cuando alcanzaron la independencia del celo paterno. Cuenta que junto al poeta andaluz iniciaban interminables veladas musicales, dirigidas por el talento de Carlos Manuel y concluían en los bares de La Habana. A pesar de ser la mayor, a Dulce María le tocó el triste privilegio de cuidar y ver morir a todos sus hermanos. Enrique en 1966, Carlos Manuel, esquizofrénico y delirante, en 1977, y Flor, tras una penosa enfermedad en 1985. Estas criaturas exquisitas y singulares vivieron fuera del tiempo, se acercaron al mundo para provocarlo y se replegaron a la locura, a la poesía y al silencio.

     En tiempos mejores y de gloria, su casa se convirtió en un centro cultural, albergó la Academia Cubana de la Lengua, y ella ejerció la dirección de la institución hasta su muerte. Pero además, en su residencia se celebraban las famosas “juevinas”. Tertulias literarias y musicales a las que asistieron desde García Lorca, Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí, Federico de Onís, Gabriela Mistral, Alejo Carpentier, entre otras personalidades de la época. Cuenta que los jueves a las cinco de la tarde abría su salón gris-azuloso, decorado por su primer esposo con los signos del Zodiaco y estrellas plateadas, entre las que se encontraba inscrita la frase “Forshe che si, forshe che no” (Quizás sí, quizás no) (Martínez Malo, p 29) Aludiendo a la lúdica naturaleza del lenguaje poético.

     Al ingresar en la Academia de Artes y letras en 1951, dictó una conferencia titulada “Poetisas de América”. De ella me interesan sus comentarios sobre la relación mujer-poeta-América, reflexiona sobre las poetas de esta parte del mundo y se coloca a sí misma, dentro de este grupo de “desobedientes y curiosas”. Menciona a un puñado de mujeres que desde la antigüedad grecolatina dejaron su nombre inscrito al lado de los grandes poetas del Viejo Mundo, entre ellas: Safo, Casia, Victoria de Colonna, la marquesa de Pescara, Teresa de Jesús. Y asegura, “Mientras Europa con su milenario caudal de civilización greco-cristiana, con sus países superpoblados, con su saturación de Historia, de sabiduría y de refinamiento sólo puede mostrarnos una producción lánguida y esporádica de mujeres poetas, en nuestra América la poetisa crece y se agiganta, cobra personalidad propia, se vuelve casi la amazona legendaria de sus ríos, la eclosión natural de los cráteres andinos” (Loynaz, p 14) Esta geografía americana con sus excesos y sus misterios es el terreno propicio para que fructifique la Poesía, “…Todo el aire está lleno de vibraciones… Todo es inmenso, turbador, deslumbrante; la atmósfera se siente como cargada de mensajes inéditos…” (Loynaz, p 16) También será más grande y más honda la soledad, como veremos en la poesía que nos ocupa. ¿Y por qué es la mujer la que primero responde a esta ambiente paradisíaco? Ella habla entonces de la “oscura ansiedad de Eva” sin la cual Adán estaría durmiendo todavía el sueño de los mansos. Y bajo el signo de desobedientes, curiosas y solitarias recorre el panorama de la poética americana, distingue a Juana de Asbaje, y el desafío intelectual que representó para el México del siglo XVII; a Gertrudis Gómez de Avellaneda, de quien escribe y lee varias conferencias defendiendo su cubanía poética, y reclamando el honor que su obra merece, en fin, rescatándola del olvido. A mi juicio, sin saberlo, con estos argumentos  pudo haber defendido su propia obra en la Cuba revolucionaria que la confinó al insilio. Creo observar que en su comentario, en la exaltada apología que hace de estas mujeres extraordinarias, y en el reconocimiento de las cualidades que las hermanan: soledad, voluntad, desobediencia, son también su signo. Tal y como hicieron las otras curiosas, ella hizo con su voluntad un gesto de desobediencia, no quiso ser mansa y desafió a la historia, se encerró por décadas. Vivió su soledad, se refugió en el silencio, soterró su caudal y resistió. Pasó por la vida como el viajero de su poema: “Yo soy como el viajero/ que llega a un puerto y no lo espera nadie”. O quizá, con la extraña lucidez del “agua del río que va huyendo de sí misma: Tiene miedo a la eternidad” (Loynaz, Juegos de agua, p 126)

     Dulce María Loynaz murió en 1997 en La Habana, en 1992 se le otorgó el premio Miguel de Cervantes, además ya España la había reconocido con la Cruz Alfonso X el Sabio y el Premio Periodístico Isabel la Católica. En Cuba la distinguieron con el Premio Nacional de Literatura, la Orden Félix Varela y la Distinción por la Cultura Nacional, salió de su insilio para recibir y agradecer al pueblo que súbitamente la recordaba. Dijo poco de sí misma, quizá nunca antes había sido tan cautelosa y selectiva, a su verdadero rostro hay que buscarlo en la poesía.

     Estoy segura que los nombres de las poetas puertorriqueñas debieron aparecer al lado de las grandes “Poetisas de América”. ¿Qué extraño no ver a Lola Rodríguez de Tió al lado de la Tula cubana? ¿Y a Julia? Quien vivió en Cuba desde enero de 1941 hasta junio de 1942, y cuyos poemas tienen tantos contactos con los de Dulce María. Además, su talla poética está a la altura de las grandes de América. ¿Y Clara Lair? Tan indiscutible representante de la estirpe de las Evas desobedientes, curiosas y solitarias.

     Mercedes Negrón Muñoz, Clara Lair, nació en Barranquitas, Puerto Rico, en 1895, al igual que la cubana, dentro de una familia de tradición patriótica y literaria. Su padre fue el poeta y periodista Quintín Negrón Sanjurjo y su madre, Carmen Muñoz Rivera, fue hermana del líder autonomista Luís Muñoz Rivera. Prima de Luís Muñoz Marín, tuvo conciencia de pertenecer a una casta singular, ella en su poesía, él en su gesto político, “Yo sembraré en los hijos de tus huestes, quimeras…/ ¡Levántalos, impúlsalos! Yo les dejo mis versos.”. En 1918,  a sus 23 años, se traslada con su familia a Nueva York,, y como a otros poetas (pienso en Federico García Lorca, quien visitó la ciudad de Nueva York entre 1928 y 1929) la gran urbe sugiere una poesía marcada por la nostalgia y el desengaño. Nace, en esta ciudad el seudónimo de Clara Lair, siempre vinculado a esa búsqueda incansable de un afecto significativo.  Regresa a Puerto Rico en 1932 y se desempeña como secretaria de su primo, Luís Muñoz Marín, posteriormente fue bibliotecaria de la Biblioteca Carnegie. Frecuentaba las tertulias literarias mientras publicaba poemas y ensayos en las revistas y periódicos del país. En 1937 publicó su primer poemario. Desde 1959, publica en la Revista del Instituto de Cultura Puertorriqueña, fragmento de su biografía novelada Memorias de una isleña. (López Baralt, p xiii) Pronto iniciaría un encierro voluntario, tanto López Baralt como Rosario Ferré dan cuenta de un dolorosa proceso de deterioro mental. La reclusión y el silencio fue la respuesta a la insatisfacción, a la nostalgia, a ese temprano cansancio que irrumpe en su vida (López Baralt, p x)  Más osada que la cubana, Mercedes Negrón Muñoz no se casó porque no creía en el matrimonio, no tuvo hijos, quizá al igual que Dulce María “por una deliberada intención de no tenerlos”. Tuvo muchos amantes reales e imaginarios. Le pesó la pérdida de la juventud y la belleza, como recuerda Mercedes López Baralt y como la proclaman sus versos de “Sonetos de lo irreparable”, “Cuerpo insolente y frágil, surgiste del arcano”, o en ese imposible deseo de “¡Ah, si fuera posible el milagro perenne/ del árbol que se seca y retoña en verdor”. Ya en “Dobles”  había lamentado “¡La carne de mujer tiene sino de rosas…!”, como las rosas se marchitó su cuerpo y se apagó su carne antes que su encendido deseo. Creo que esa es su dolorosa paradoja, y vivió muchos años para lamentarlo. Murió a los 78 años, en 1973, le sobreviven sus poemas, los misterios y la leyenda de su vida.

     Nos atrevemos a hablar de un diálogo poético, tal parece que a ambas poetas se les niega la plenitud del amor. La voz que se alza en sus poemas clama por un amor que no llega o que llega muy tarde. El deseo amoroso es más poderoso que los hombres que llegan a su orilla, entonces la frustración y el desengaño aflora en sus versos. Desde el primer poema de Trópico amargo, “Amor”, Clara Lair hace profesión de solitaria enamorada, no hay un hombre, sino “mil nombres”, conoció el amor y ya no puede ser la misma, se le trastocó para siempre la vida:

                        “¡Hoy me sube a la boca un borbotón de olas!

                           Hoy quiero estar oculta y quiero estar a solas.

                         ¡Qué inmensa compañía es un par de quimeras!”

     Parece estar aquí la clave de su vida, “Mientras la turba pasa compacta a su destino…”, ella se acompaña de sus quimeras. Y ese “borbotón de olas” es su pasión, ante una experiencia inefable recurre al mar como objeto inmediato de fuerza poderosa y pujante. En la tercera estrofa reproduce la imagen del mar y de las olas:

                        “Hoy no hay sol… todo es luna… ¡Noche de luna llena…!

                         ¡Hoy no hay nadie en el mundo, sino yo sola y un hombre!

                         Y no hay otro sonido que un nombre, un nombre, un nombre…

                         ¡Dos sílabas ahogando la marejada plena!”

     Las pausas, las reticencias y las repeticiones ayudan a crear la imagen de las olas en el mar; en ellas hay un vaivén, un movimiento de aguas desatado por la luna plena, y sobre la imagen marina impone la morfología de la palabra a-mor.

     Le canta al hombre ido y al amor constante mientras sostiene la metáfora del mar:

                        “Y aun cuando se haya ido, y sea un rumor apenas,

                         como el río en el mar, susurrando en mis venas…

                         Cuando marche conmigo escondido en mil nombres

                         y lo busque perdido entre todos los hombres…”

     Río, mar, sangre, todas evocaciones del movimiento perenne y vital, como perenne será su búsqueda del amor.

     En Juegos de agua, Dulce María Loynaz, (en el poema  “El agua rebelada”) también equipara la idea del amor con un río desatado, cuyas aguas “matándose y pariéndose a sí mismas…” recuerdan la imagen del tiempo y la eternidad del amor.

                                    “No hay mano que lo suelte o que lo agarre:

                                     Como los ríos desbordados, rompe

                                     los medidos caminos, se retuerce,

                                     logra escaparse de su cruz y corre

                                     libre…

                                                Como los ríos desbordados,

                                    mi amor se ha sacudido cauce y nombre.”

     Ambas poetas expresan la idea del amor como un motivo vital de sus vidas y de la poesía, para Dulce María es ese río desbordado que corre libre, fuera de su cauce y más allá de un solo nombre-hombre. Para Clara es la presencia vital aunque quimérica de “mil nombres”.

     En “Agua escondida”, para Dulce María el agua es nuevamente la metáfora del amor, y la voz poética es una más de las que con “sed rastrean la tierra”, mientras el agua se transforma en:

                                     “…tú eres la frescura intocada,

                                      el trémulo secreto de frescura,

                                      el júbilo secreto de esta

                                      frescura mía que tú eres,

                                      de esta agua honda que tú has sido siempre,

                                      sin alcanzar a ser más nada que eso:

                                     Agua negra, sin nombre…

                                     ¡Y apretada, apretada contra mí!”

     Creo identificar los mismos motivos poéticos en ambas mujeres, para Clara el amor es una marejada que la ahoga, el rumor de un río en sus venas; para Dulce María es agua escondida en  ella misma; para ambas es también una fuerza perenne que se diluye en muchos nombres.

     También Clara siente que “rastrea la tierra”, en “Angustia” proclama su condición de criatura distinta, sedienta y sin agua que calme su sed de amor y que logre ubicarla en su tiempo. No hay hombres dignos de su sensibilidad, los que habitan estos “pueblos cuadrados con iglesias en el centro”, son ojitorvos y lascivos, como indignos son los ríos que rodean los pueblos, tristes y escuálidos se convierten en el poema en “cintajo de rumores”. En el “Nocturno” 27 la ausencia del amado se equipara a un tétrico paisaje marino, la voz poética le pide al Corazón que dirija su mirada hacia el mar:

                                     …¡Qué huella breve y leve

                                    deja la eterna inmensidad del mar…!

                                    La playa, muerta, fría no se mueve.

                                    ¡Él viene y va!

     Nuevamente, la imagen del vaivén de las olas presente en el poema “Amor”, aquí la voz poética se siente playa, orilla, destino, “dejaré que me roces… y te veré volar”. Posteriormente, en “Nocturno” (Trópico) reaparece la imagen del “torvo amante que muerde lejos su afán”, y ella se equipara a una solitaria palmera de mar, su cuerpo pide brazos, largura, empinarse hasta el cielo “¡Qué mis brazos vacíos sean como el desvelo/ de una palma de mar que se rasga hacia el cielo”

     Ante la misma experiencia del amor que no llega, el mismo que deja en el poema de Clara la imagen de una playa muerta y fría o los brazos vacíos, Dulce María transforma su  voz poética en agua de lluvia, no es un torrente, más bien es una llovizna constante, agua que a todos alcanza en “Domingo de lluvia” se lamenta:

                                     “Si pudiera ir a ti

                                     por los trémulos hilos de la lluvia,

                                     pasados uno a uno entre mis dedos…!

                                     Si yo pesara ya tan poco

                                     que pudiera colgarme

 de estos flecos de agua

 y deslizarme sobre los tejados

 y las casas y las tristezas

 de los hombres…

¡Y llegar con el corazón mojado

 a allí donde tú estás -tibio- esperando…”

     Aquí también hay hombres tristes y el agua que se escurre entre sus dedos son “flecos”, ella quisiera ser leve y constante como esta lluvia del domingo y mojarlo todo, sólo así podrá llegar a él. El corazón, que en el poema de Clara, sólo mira y espera con resignación, aquí reclama acción, necesita el cuerpo de la lluvia para llegar húmedo al amado. El agua aparece como un cuerpo leve, pero cuerpo del deseo. En el “Poema XXXVII”, de Poemas sin nombre, dice:

                        “Ayer me bañé en el río. El agua estaba fría y me llenaba el pelo

de hilachas de limo y de hojas secas.

El agua estaba fría; chocaba contra mi cuerpo y se rompía

 en dos corrientes trémulas y oscuras.

Y mientras todo el río iba pasando, yo pensaba qué agua podría

lavarme en la cara y en el alma la quemadura de un beso que no

me toca, de esta sed tuya que no me alcanza”.

 

     Reaparecen aquí todas las claves manejadas hasta el momento, agua-río, sed de amores insatisfechos, un cuerpo de mujer y un cuerpo de agua que se funden. Finalmente, Clara en su “Credo”, poema que inicia Más allá del poniente, dice: “dejo a toda mujer rastro de mi angustia, mi gran hambre de amores y mi sed de olvidar”. Es quizá por esta sed de olvidar que en “Dobles”  mira con los ojos de viajera cansada la vida y exclama:

                         “¡El amor… turbio fondo! ¡La ilusión… alas idas!

                         Y un flotar silencioso de cosas destruidas…!”

     Sí, Clara se bañó en el mismo río que Dulce María, para ella el agua es turbia, no sólo es incapaz de calmar la sed, sino que su turbidez le impide albergar la ilusión de aliviar quemaduras. El panorama es más sombrío, pues en sus aguas flotan los sueños y las cosas destruidos. Aunque el agua en todas sus manifestaciones sea la metáfora constante del hombre ausente y del amor desbordado, percibo aquí la gran diferencia entre las dos poetas, si bien asumen el agua: el mar, la playa, las palmeras, el río, la lluvia, como parte integral de este panorama tropical; el tono de Clara es definitivamente más oscuro y más triste.

     Dulce María aparece desde los primeros versos como una “viajera solitaria” de la vida. Ya examinamos la soledad que provoca la ausencia del hombre, el vacío profundo traducido en sed y el agua traducida en deseo. Sin embargo, la soledad parece ser la suerte del poeta. El libro Verso de la cubana, inicia su poética con la siguiente declaración de soledad en “Viajero”:   

                                    “Yo soy como el viajero

                                    que llega a un puerto y no le espera nadie;

                                    Soy el viajero tímido que pasa

                                    entre abrazos ajenos y sonrisas

                                    que no son para él…

                                    Como  el viajero solo

                                    que se alza el cuello del abrigo

                                    en el gran muelle frío…”

     Tímida y en silencio es testigo del afecto entre otros, acentúa su soledad la presencia de otros y su situación de testigo del amor. Nos presenta un “yo” poético como peregrina, el “gran muelle frío” es la vida, más que destino nos da la impresión de un lugar de paso, y ser viajero es un estado, como la soledad.

     Por su parte, Clara Lair en uno de los poemas iniciales de Arras de cristal, manifiesta su “Soledad”:         

                        “Hay una malla que perennemente

                         se teje entre las cosas y yo…

                         Sobre las cosas leves camino levemente…

                         Sobre las cosas duras, echo cascos y coz…

                         Destila gota a gota mi corazón el charco

                         quieto o hirsuto que está a mi alrededor…

                         ¡El mundo es echo sólo del clamor de mis brazos

                         y el ruido de mi voz!”

     Esta otra solitaria nos habla de una “malla” que la aísla del mundo, pasa por él como la viajera de Loynaz, pero no le pertenece. Sus brazos también se quedan vacíos por el abrazo que no llega, y su soledad se dramatiza en al imagen auditiva del eco, “el ruido de su voz”. Y donde Clara percibe una malla, a Dulce María la atrapa una “Cárcel de aire”

            “Red tejida con hilos invisibles,

                         cárcel de aire en que me muevo apenas,

                         trampa de luz que no parece trampa

                         y en la que el pie se me quedó –entre cuerdas

                         de luz también…- bien enlazado

                                   

                                    Cárcel sin carcelero y sin cadenas

                                    donde como mi pan y bebo mi agua

                                    día por día… ¡Mientras allá fuera

                                    se me abren en flor, trémulos, míos

                                    aún, todos los caminos de la tierra!…

     La gran diferencia entre las dos es esa intuición de que el mundo, en la plenitud de su libertad todavía tiene algo que ofrecerle. Mientras que para Clara el aislamiento es absoluto, en Dulce María todavía queda el regusto por una emancipación soñada. Pero, ¿quién la ata, si no hay carcelero ni cadenas? Acaso su nostalgia, su condición de poeta triste.

     Soledad y tristeza van juntas dentro de esta poesía, Mercedes López Baralt comenta ampliamente este estado de melancolía. Tal parece que Clara Lair, tuvo plena certeza de su condición de triste, triste por la geografía asfixiante de este trópico “amargo”, por el amor siempre fugitivo y por el innato cansancio. En “Sonetos de lo irreparable” , la tristeza está matizada por la resignación y la sabiduría, una especie de anagnórisis frente al futuro “en sombra”: “Hoy que sé lo que eres; hoy que soy triste y sabia”. La misma confesión de tristeza hace la cubana en “La tristeza pequeña”

                                                “Esta tristeza pequeña

                                                 que podría guardarse en un pañuelo…

                                                 Esta tristeza que podría echar

                                                 con las flores marchitas.

                                                Que podría llevársela volando

                         el viento.

                         Y que no vuela.

                         Y que no echa.

                        ¡Y que no cabe ya en mí toda!…

     La pequeñez de la tristeza es casi una ilusión óptica, pues se ha ido apoderando de un espacio y lo desborda. En “Premonición”, la voz poética ya se sabe destinada a la soledad de los tristes: 

                                    “Alguien exprimió un zumo

                                     de fruta negra en mi alma:

                                     Quedé amarga y sombría

                                     Como niebla y retama.

                                     Nadie toque mi pan,

                                     nadie beba mi agua…

                                     Dejadme sola todos.

                                    Presiento que una cosa ancha y oscura

                                    y desolada viene sobre mí

                                    como la noche sobre la llanura…”

     La voz poética intenta buscarle una explicación a su tristeza, el pronombre indefinido “alguien” ya indica la incapacidad para esa tarea. El origen de su tristeza es inexplicable, se queda en el nivel del presentimiento y la intuición, de lo que sí tiene certeza es que la melancolía es contagiosa, por tal motivo hace la advertencia de que nadie beba su agua o como su pan, como una enfermedad misteriosa e incurable se trasmite. Todo el poema se trabaja desde la imprecisión del mal agüero, por eso, la soledad es esa “cosa ancha y oscura” que vendrá a arroparla.

     Marcada para siempre por el sino de los solitarios, el aislamiento y la incomunicación adquieren con frecuencia la imagen del agua negra y presentan la vida como un “Naufragio” en Juegos de agua:   

                        “¡Ay que nadar de alma es este mar!

                         ¡Qué bracear de náufrago y qué hundirse

                         y hacerse a flote y otra vez hundirse!

                        ¡Ay qué mar sin riberas ni horizonte,

                        ni barco que esperar! Y que agarrarse

                        a esta blanda tiniebla, a este vacío

                        que da vueltas y vueltas… A esta agua

                        negra que se resbala entre los dedos…

                        ¡Qué tragar sal y muerte en esta ausencia

                        infinita de ti!”

     La estructura del poema, pausas y encabalgamientos reproducen la sensación desesperada del naufragio; pero sobre todo, la sinestesia de la blanda tiniebla, y el agua negra de ese mar sin riberas ni horizontes la condenan a ahogarse en la soledad final.

     Finalmente, cuando el amor llega tarde, las dos poetisas recurren a imágenes similares. Clara Lair, en “Pasa” se  declara “Fugitiva, imprecisa”:

                                    “Yo he catado el cansancio

                                    de lo que el tiempo deja seco y rancio…

                                    Yo he vivido sin sed lo que el vivir ofrece…

                                    Y, por dormir sin sueño, al día le he gritado: ¡anochece!

                                    Sigue tu rumbo… no detengas tu viaje,

                                    Nuestro encuentro es un breve mudar de equipaje.

                                    No aquietes la mirada por buscar un rincón

                                    Desde donde sondear en larga paz mi corazón…

                                    Mi vida es el desierto, o es el océano…

                                    Mi alma es de la fatiga o de la ascensión…

                                    ¡No sostengas mi mano

                                    porque apure de pronto la gota de ilusión…!

     La soledad es ya su condición de vida, la llegada tardía del amor sólo puede traer una vana ilusión, y destruir la conformidad trágica de los solitarios. Prosigue el poema hablando de su “fondo turbio y hondo”, donde el “instante es la única fragancia de mi vida”. El tiempo hecho instante, se ha convertido en el código de su soledad. Finalmente, Clara asume la imagen del viajero solitario de Dulce María, y concluye el poema “…¡En la orilla de acá/ fui siempre pasajero del barco que se va…!”, sólo que invierte el camino, ella se identifica con las que se marchan y nadie los despide, la vida se le ha convertido en un barco que surca “aguas negras”. Dulce María tiene también su “Balada del amor tardío”,  en ella  le pregunta al amor de atardecer “…¿por qué extraviado camino llegas a mi soledad?”. También para ella el tiempo de amor ha pasado, y se cuestiona que tiene más valor “la palabra que vas a decirme/ o la que yo no digo ya…”. Se ha acostumbrado al silencio, dice tener la “muerte blanca y la verdad lejana” ya está vieja o grave para rosas, y pide el mar. Concluye el poema con la siguiente estrofa:

                                    “Amor que llegas tarde, no me viste

                                     ayer cuando cantaba en el trigal…

                                     Amor de mi silencio y mi cansancio,

                                     Hoy no me hagas llorar.”

     Clara habla de fatiga, Dulce María de cansancio; Clara es el desierto o el océano, Dulce María pide el mar; Clara evita la gota de ilusión, Dulce María no quiere que la haga llorar. Desde el signo de la soledad y la nostalgia ambas poetas enfrentan al amor tardío con la misma actitud, con las mismas palabras y los mismos temores. Es evidente que han estado mucho tiempo “agarradas a la blanda tiniebla del vacío”, como en el Naufragio de la Loynaz.

     Queda mucho por decir, creo que puede prolongarse la comparación, las semejanzas que intuí fluyen con soltura. La palabra poética asumió en ellas plena conciencia de su condición de ausencia, se hicieron cuerpo y presencia a través de otros cuerpos, especialmente el de la escurridiza materia del agua. Insondables como las profundidades del océano es la soledad que las amenaza, y que, finalmente, aceptan como condición de vida, quizá como poetas malditas. La soledad parece ser también el precio de la desobediencia. El  tema del amor choca con la idea de un hombre que no existe. Ellas se alzan como mujeres sin hijos y sin hombres, pero plenas de su poesía y plenas de ellas mismas. Cuando se asoman al mundo, Clara ve “la misma semimuerta vida de pueblo atado/ por el mar implacable, de costado a costado” (Angustia) mientras ella se siente ausente en un perenne viaje hacia sí misma. Dulce María es en el “Canto a la mujer estéril”, la “Madre de nadie… ¿Qué invertido prisma/ te proyecta hacia dentro? ¿Qué río negro fluye/ y afluye de tu ser?… ¿Qué luna te desencaja de tu mar y vuelve/ en tu mar a hundirte?…”. En esa extrañeza y distancia del mundo que ambas se ubican, encuentro la cifra de su poesía, al fin y al cabo la palabra las salva, “donde termina mi ilusión del mundo/ comienza mi ansiedad de estrellas…” dice Clara, para alzar el hondo vuelo de su poesía; y Dulce María, la mujer estéril y la poeta fecunda, exclama: “¡No saben que tú eres la madre estremecida/ de un hijo que te llama desde el Sol!…”, mientras se confiesa colmada de silencio:

                                                        “Si pudieras pescarlas como estrellas caídas en un pozo… Si pudieras disponer de todas las que existen…y desgranarlas y molerlas y comerlas, no tendrías todavía la palabra que pueda ya llenarme este silencio”  

                                                                               ( Poema LIV, en Poemas sin nombre)

Notas

[1} Pedro Simón preparó en 1991, uno de los más gruesos volúmenes de la serie Valoración Múltiple de la Casa de las Américas, dedicado a la obra de Dulce María Loynaz.

Obras Citadas

Genette, Gerard. “Lenguaje poético, poético, poética del lenguaje”  Estruturalismo y Literatura. Editor Sazbón. Argentina: Ed. Nueva Visión. 1970 pp 53-80

Lopéz Baralt, Mercedes. De la herida a la gloria. La poesía completa de Clara Lair. Ed. Terranova, Puerto Rico, 2003

Loynaz, Dulce María. “Poetisas de América” Canto a la mujer. Ediciones Hnos. Loynaz, Pinar del Río, Cuba, 1993

________________. Poemas escogidos. Selección de Pedro Simón. Colección Visor de Poesía, Madrid, 1995

Martínez Malo, Aldo. Confesiones de Dulce María Loynaz. Ediciones Hnos. Loynaz. Pinar del Río, Cuba, 1993

Montes, Graciela (1999, septiembre) “De lo que sucedió cuando la lengua emigró de la boca” Lectura y Vida, 6 -14

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CEIDA FERNÁNDEZ FIGUEROA

Nació en Ciego de Ávila, Cuba (1958). Narradora y ensayista. Graduada de la Universidad de Puerto Rico con especialidad en Estudios Hispánicos y Educación. Reside en Puerto Rico donde trabaja como profesora y directora del Departamento de Español y Francés de The Baldwin School of Puerto Rico. Ha en la Revista de Estudios Hispánicos, Universidad de Puerto Rico, así como en otros medios de prensa. Ponente en foros literarios donde ha presentado sus investigaciones sobre la narrativa cubana actual.

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