BAQUIANA – Año XVII / Nº 99 – 100 / Julio – Diciembre 2016 (Ensayo II)

EXOTISMO EUROPEIZANTE Y GEOGRAFÍAS SIMBÓLICAS DEL CARIBE EN EL SIGLO DE LAS LUCES DE ALEJO CARPENTIER

 

por

 

Kevin Sedeño Guillén


 Se rompían los nexos. Volvía a exotizarse aquel trópico

dentro del cual, por tanto tiempo, había estado integrado.

Esteban en El siglo de las luces, Alejo Carpentier.[1]

 

      En Un banquete canónico (2000), el ensayista cubano Rafael Rojas aborda la problemática de la inserción del discurso de la identidad cubana en el área cultural caribeña, como opción distinta a la vocación latinoamericanista y al discurso de la excepcionalidad insular: “A esta débil inserción se le ha opuesto una dura y centrada definición nacionalista, que busca deslindar la experiencia cubana del área cultural del Caribe” (36).

     En el propósito de continuar tejiendo los hilos que entrelazan las narrativas caribeñas dispersas, nos proponemos una lectura en clave caribeña de la novela El siglo de las luces (1962), de Alejo Carpentier, que intente un análisis sobre cómo se abordan los intersticios de esa inserción en el ámbito del Caribe; en relación con la “fobia cultural” característica del imaginario nacionalista cubano, para el que la región se ha erigido en “zona del Otro” (Rojas 37) y en continua interacción con unos procedimientos narrativos que reproducen una visión exótica de índole colonial.

     Algunos antecedentes al respecto nos remitirían al ideario antiesclavista, por antinegro, de José Antonio Saco; al miedo al contagio haitiano de la sacarocracia decimonónica; a las primeras aproximaciones a la cultura afrocubana emprendidas por Lydia Cabrera y Fernando Ortiz, así como al clásico libro de este: Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar (1940); que conducirían al “deshielo” caribeño del pensamiento cubano, iniciado quizás por La isla que se repite: El Caribe y la perspectiva posmoderna (1989), de Antonio Benítez-Rojo.

     El mismo Carpentier había realizado antes una incursión narrativa al propio corazón de los miedos anticaribeños y nacionalistas cubanos en El reino de este mundo (1949), novela donde:

En su búsqueda de las raíces, choca con la imposibilidad de desagregar los componentes de lo americano y escapa entonces hacia una de sus fuentes originales, en su caso lo europeo, dando cuenta así de su ser escindido y asumiendo una lectura exógena y otrificante del resto de los componentes de la cultura del Nuevo Mundo” (Sedeño Guillén, Álvarez Ortega y Mattos Arévalo 2)[2].

[L]a maldita circunstancia del agua por todas partes”: Narración europeizante de una estación habanera

     Luego de la incursión en El reino de este mundo, Carpentier aborda el universo de la selva sudamericana en Los pasos perdidos (1953), antes de un cualificado regreso al Caribe que se produce en El siglo de las luces. Desde el preámbulo de la novela nos aborda una isla…”puesta, siglos antes, bajo el amparo de una Señora de Guadalupe”… (Carpentier I, [8]) y un “agua (…) clareada, a veces, por un brillo de escamas o el paso de alguna errante corona de sargazos”. Isla y mar superan su estadio geográfico en la naturaleza del Caribe, para invadir el espacio simbólico que representa la particularidad caribeña de la región.[3] Pero antes fue la “intolerable” Habana, caracterizada como un infierno tropical de calores y humedades, un encierro del que sólo se podría escapar en una romántica “nave propicia a la evasión” (13), según la describe un narrador europeizante:

Carlos pensaba, acongojado, en la vida rutinaria que ahora le esperaba, enmudecida su música, condenado a vivir en aquella urbe ultramarina, ínsula dentro de una ínsula, con barreras de océano cerradas sobre toda aventura posible (…) El adolescente padecía como nunca, en aquel momento, la sensación de encierro que produce vivir en una isla; estar en una tierra sin caminos hacia otras tierras a donde se pudiera llegar rodando, cabalgando, caminando, pasando fronteras, durmiendo en albergues de un día, en un vagar sin más norte que el antojo, la fascinación ejercida por una montaña pronto desdeñada por la visión de otra montaña…. (14-15)

     En la claustrofobia insular de Carlos se resume un tema recurrente en la literatura cubana, expresado ya magistralmente por Virgilio Piñera en su poema La isla en peso (1943) –en los versos que encabezan esta sección-, pero con marcados antecedentes en la poética modernista de Julián del Casal e innumerables secuelas contemporáneas, dentro de las que cabría destacar el texto teatral Perla marina (1993), de Abilio Estévez. Por oposición a la predominante concepción origenista del carácter paradisíaco de lo insular, expuesta entre otros textos en el poema “Noche insular: jardines invisibles” (1941), de José Lezama Lima, esta tendencia insiste en la enajenación que tiene su causa en el aislamiento inherente al vivir en una isla.

     La vida claustral de los hermanos será definitivamente trastornada por la aparición del aventurero francés Víctor Hugues, que inicia una apología de “las Antillas [que] constituían un archipiélago maravilloso, donde se encontraban las cosas más raras” (Carpentier IV, 33). Si en un primer momento las descripciones del ambiente denotan una extemporánea incomodidad, difícilmente atribuible a unos personajes nativos –quizás más cercana a la de un inadaptado narrador-, la irrupción del Caribe profundiza la visión exótica, no sólo en las alusiones del francés, sino en los planes de viaje de los jóvenes: “¿no conocían los jóvenes Rochefort ni La Rochela?… ‘Eso debe ser un horror –dijo Sofía-: Por fuerza nos detendremos unas horas en tales sitios cuando vayamos a París” (34). Bajo la dirección de Víctor han de soportar los embates de un huracán,  antes de verse obligados a huir de la ciudad, hacia “un punto de la costa sur de la isla” (IX, 73), ante la ingente persecución de masones, que incluye a Víctor y al mulato Doctor Ogé.[4] Pero lo que auguraba ser un idilio campestre lejos de los hedores urbanos deviene una prolongación del infierno tropical entre sudores y mosquitos.

Transfiguraciones espaciales: ¿”maravillas del agua” o insoportabilidad tropical?

Con una vara a la que habían fijado una pequeña red, Sofía sacaba maravillas del agua: un racimo de sargazos, cuyos frutos hacía estallar entre el pulgar y el índice; un gajo de mangle, aún vestido de ostras tiernas; un coco del tamaño de una nuez, de tan esplendoroso verdor que parecía recién barnizado (…) Sofía había aceptado aquel viaje con alegría, repentinamente librada del calor, de los cínifes, de la perspectiva de un tedioso regreso hacia lo cotidiano y monótono –hecho más monótono por la ausencia de quien, a todas horas, tenía el poder de transfigurar la realidad- como si se tratara de una mera excursión sobre las aguas de algún lago suizo, de románticas orillas empeñascadas… (X, 76-77)[5]

     Con esta estilización, preámbulo de las múltiples “exquisitas descripciones de lugares” que vendrán (West 37), los jóvenes habaneros se abrirán de la mano de Víctor Hugues a una experiencia de conocimiento del entorno caribeño de Cuba. La experiencia de Sofía, mediada por la taumaturgia de Víctor, domestica el nuevo paisaje marino, convirtiéndolo en un microcosmos que cabe en la palma de su mano. Sin embargo, la dicotomía Naturaleza vs. Cultura, propia de la experiencia europea en los territorios colonizados, sigue presidiendo la aproximación que hace ella del espacio natural que le rodea, asimilado para su tranquilidad a un pacífico paraje alpino conocido por un grabado o una romántica descripción literaria.[6]

     La relegación del dominio español en el Caribe se hace explícito: “Cuando preguntaba cómo se llamaba aquella peña de forma extraña, aquel islote, aquel canal, sus nociones geográficas, recibidas de mapas españoles, no concordaban nunca con las nomenclaturas de Caleb Dexter”… (Carpentier X, 79). Al respecto señala Julio Ortega que:

Víctor Hugues impone otro código, y los nuevos valores son dictados por el cosmopolitismo, en un mundo de objetos y de aventuras que acontecen o persisten fuera del marco cubano, fuera del ámbito colonial, en un orden de prestigios por cierto no menos coloniales, pero donde el canje de una norma otorga la ilusión liberadora, y esa norma parte ahora de Francia (8).

     La pérdida de referencialidad de los mapas españoles alude a los nuevos posicionamientos coloniales en el Caribe, que incluye el de los norteamericanos, nacionalidad tanto del Arrow, como de su capitán. La breve armonía con el recién descubierto entorno, se ve empañada para los despreocupados viajeros por los acontecimientos políticos en Haití. Lo que era un viaje de recreo, deviene, por los menos para Esteban, en su primer exilio europeo: “Más carbón que llamas había en el cuadro de un Trópico que, visto desde aquí, se hacía estático, agobiante y monótono, con sus paroxismos de color siempre repetidos, sus crepúsculos demasiado breves, y sus noches caídas del cielo en lo que tardábase en traer las lámparas…” (Carpentier [XII], 95)

La imagen de la isla en la apropiación simbólica del Caribe

     Retomo el hilo narrativo en el momento en que Esteban regresa al Caribe y con él la isla, forma geográfica por excelencia de este espacio y ente con calidad de símbolo: “…miraban hacia la isla de adusto perfil que se había pintado desde el alba, como una enorme sombra tendida entre el mar y una masa de nubes muy bajas, detenida sobre las tierras” (XVII, 132). La imagen de la isla, como suspendida entre el mar y el cielo, adquiere una extraña condición de ente independiente, además de amenazante, no sólo por los escollos naturales, sino por el augurio de lo que ha de ser el enfrentamiento entre los poderes coloniales europeos por el dominio de los territorios caribeños.

     La visión de Esteban sobre los habitantes de la Guadalupe activa la concepción rousseauniana del “buen salvaje”, relacionando su propia experiencia de “una multitud pintoresca y bulliciosa, olvidada de padecimientos recientes” (XIX, 144), con el mito colombino que relata el encuentro en esta propia isla, durante su tercer viaje,  con seres sencillos y felices. Aptitud de subalternización que mantiene en la contemplación de las bellezas submarinas que lo llevan a evocar un “Paraíso Perdido”,…“donde los árboles, mal nombrados aún, y con lengua torpe y vacilante por un Hombre-Niño”… ([XXIV], 180), revelan que el uso de la palabra, la capacidad para nombrar o para despojar de nombres, ejerce una importante función como tecnología verbal vinculada a los poderes coloniales. En esta tarea estratégica de domesticación verbal, la remantización de los “mitos antiguos” de Occidente facilita la reapropiación espacial y simbólica del territorio:

Ningún símbolo se ajustaba mejor a la Idea de Mar que el de las anfibias hembras de la mano del hombre en la rosada oquedad de los lambíes, tañidos desde siglos por los remeros del Archipiélago, de boca pegada a la concha, para arrancarles una bronca sonoridad de tromba, bramido de toro neptuniano, de bestia solar, sobre la inmensidad de lo entregado al Sol… (…) Esteban se maravillaba al observar cómo el lenguaje, en estas islas, había tenido que usar de la aglutinación, la amalgama verbal y la metáfora, para traducir la ambigüedad formal de cosas que participaban varias esencias (181-182).

     Para el observador occidentalizado, el reducir la inmensidad del océano, su condición inestable y huracanada, a una Idea, entelequia platónica, hace parte de su lógica racionalista y epistemología reductora. La supuesta “ambigüedad formal” corresponde en realidad a la situación cognoscitiva del grupo humano que invade el hábitat propio de otra comunidad, viéndose obligado a tomar posición, primero verbalmente, del territorio ajeno. En esta necesidad de nominar y reducir a símbolos:

El caracol era el Mediador entre lo evanescente, lo escurrido, la fluidez sin ley ni medida y la tierra de las cristalizaciones, estructuras y alternancias, donde todo era asible y ponderable. De la Mar sometida a ciclos lunares, tornadiza, abierta o furiosa, ovillada o destejida, por siempre ajena al módulo, el teorema y la ecuación, surgían esos sorprendentes carapachos, símbolos de en cifras y proporciones de lo que precisamente faltaba a la Madre” (184).[7]

     La cita resume en clave simbólica y por contraposición a la “tierra firme”,  la ansiedad que generan el mar y los espacios insulares en el imaginario de Occidente, haciéndolos ámbitos propicios para lo fantástico y lo maravilloso.[8] Joset destaca la relación entre el lenguaje de las islas y las realidades observadas, que le servirían “a Carpentier para reafirmar la esencia barroca del Caribe” (595). De manera inversa al europeo, el ser insular que es Esteban se extraña ante la presencia de la “tierra firme” y la selva: “Mirando hacia el Continente, se advertía la proximidad de una vegetación densa, hostil, mucho más infranqueable que los muros de una prisión” (Carpentier [XXIX], 218).

     El continente arquetípico contribuye por oposición a la configuración del espacio simbólico insular, haciendo uso de una de las significaciones del mar, visto como vía hacia la libertad.[9]  Sin embargo, durante la estancia en la isla-cárcel de Cayena, se radicaliza la sensación de aprisionamiento: “las paredes estaban ahí para cercarlo; el techo bajo, para enrarecer el aire que respiraba; la casa era un calabozo; la isla una cárcel; el mar y la selva, murallas de una espesura inmedible” (XXX, 226); fragmento en que el mar asume su significado contrapuesto como elemento que limita y encierra. Pero el punto quizás más alto del simbolismo insular en El siglo de las luces, se alcanza en el estado de contemplación que envuelve a Esteban ante el crucifijo que tiene como fondo el mar, en la sala del Hospital en Cayena:

…el diálogo entre el Océano y la Figura cobraba un patetismo sostenido y perenne, situado fuera de toda contingencia y lugar. Cuanto podía entre Luces, Engendros y Tinieblas, estaba dicho –por siempre dicho- en lo que iba de una escueta geometría de madera negra a la inmensidad fluida y Una de la placenta universal, con aquel Cuerpo Interpuesto, en trance de agonía y renacer (…) Pero la Cruz era un Áncora y era un Árbol, y era necesario que el Hijo de Dios padeciera su agonía sobre la forma que simbolizaba a la vez la Tierra y el Agua –la madera y el mar”… (228-229)

     Los símbolos por antonomasia del “Archipiélago en litigio” –el Océano- y del “Archipiélago Teológico” (XXXIV, 251) –Cristo crucificado-, se enlazan en una trama simbólica de una profundidad emblemática constituyéndose en alegoría.[10] El Dios de los derrotados y el de los conquistadores, se funden en un espacio semántico conciliador por encima del entendimiento de los humanos. Ha sido necesario que el criollo burgués pierda a un tiempo su isla y la imagen de su Dios, para que este reencuentro con la deidad de las aguas y con el que camina por sobre ellas, devenga en una acto de conocimiento trascendental.

     “’Vengo de vivir entre los bárbaros’, dijo Esteban a Sofía, cuando para él se abrió con solemne chirrido de bisagras, la espesa puerta de la casa familiar, siempre parada en su esquina con el singular adorno de sus altas rejas pintadas de blanco” (254). No sabemos si los bárbaros aludidos son los indígenas americanos, los esclavizados africanos o sus propios compañeros en esta abortada revolución; en todo caso ha concluido una etapa de su proceso vital en lo que West llama “a Caribbean Bildungsroman” (1997: 37-38)[11]. Ha terminado el más largo y formador de sus viajes, un  recorrido, en que la experiencia de Esteban y sus hermanos ha evolucionado de una sensación de inadaptación climática y cultural que compele al aislamiento, a una exaltación exotizante de las “maravillas del agua”, que desborda en descripciones enracimadas propias de la estética carpenteriana, en un intento de representación del universo caribeño[12]. El siglo de las luces se sumerge en la compleja razón del archivo imaginario de Occidente, dialogando en una relativa igualdad epistemológica con sus símbolos, alegorías y emblemas más entrañables; sin embargo, no intenta explorar nuevas simbologías y códigos provenientes de Otras formaciones culturales de la región, resultando en un tributo logrado pero dependiente de otras lógicas simbólicas.

Bogotá, septiembre de 2007 – Lexington, enero de 2016

 

 

Bibliografía citada:

 

Carpentier, Alejo. El siglo de las luces. 1962. 8 ed. Barcelona: Seix Barral, 1979. Impreso.

Joset, Jacques. “El mestizaje lingüístico y la teoría de los dos Mediterráneos en la obra de Alejo Carpentier”. Actas del IX Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas (Berlín, 18-23 agosto 1986); publicadas por Sebastian Neumeister. Frankfurt am Main: Vervuert, 1989. 591-601. Centro Virtual Cervantes. 1/09/2007. Web.

Ortega, Julio. “Sobre El siglo de las luces”. Razón y fábula 26 (jul-ago, 1971): 5-17. Impreso.

Rodríguez Santana, Gaudencio (2005). “El Caribe y Alejo Carpentier”. La Jiribilla: Revista digital de cultura cubana. 3 (191), en. Biblioteca Virtual Clacso. 1/09/2007. Web.

Rojas, Rafael. Un banquete canónico. México: Fondo de Cultura Económica, 2000. Impreso.

Sedeño-Guillén, Kevin; Doris Álvarez Ortega y Rocío Mattos Arévalo. “De la ‘mirada exógena’ a la posoccidentalidad caribeña: Haití en El reino de este mundo, Alejo Carpentier y Tú, la oscuridad de Mayra Montero”. JALLA 2006: Jornadas Andinas de Literatura Latinoamericana [Memorias CD-ROM]. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, Universidad de los Andes, Pontificia Universidad Javeriana, 2007.

West, Alan. “History as stepping razor: tragedy and revolution in Explosion in a Cathedral”. Tropics of History: Cuba Imagined. Westport: Greenwood, 1997. [35] – 53. E-brary. 1/09/2007. Web.

[1] XXVIII, 212-213. Las citas de El siglo de las luces incluirán el capítulo en números romanos y las páginas citadas a continuación.

[2] Para otra visión sobre cómo trata Carpentier con “el legado europeo del Caribe” véase: Rebeca Hey-Colón. “The Caribbean: A Sea of Inter-relations”. Thesis (B.A.). Haverford, PA: Haverford Colleges, Dept. of Comparative Literature, 2005. 1/09/2007

[3] La simbología insular en la literatura cubana fue objeto de nuestro artículo: “Dulce María Loynaz: “…ausencia de agua rodeada de agua”. Insularidad en su vida y su obra. Dulce María Loynaz: Cien años después; selecc. e introducción Humberto López Cruz y Luis A. Jiménez. Madrid: Editorial Hispano Cubana, 2004.

[4] Sobre el significado del huracán en el Caribe véase: Fernando Ortiz. El huracán: Su mitología y sus símbolos. México: Fondo de Cultura Económica, 1947.

[5] Los resaltados son míos siempre que no se indique otra cosa.

[6] Jacques Joset plantea, basándose en el desgarramiento entre las raíces culturales europeas y la pertenencia al mundo americano de Carpentier, el predominio de una visión determinista de la representación histórica y espacial del Caribe, transformada en un mestizaje cultural que “la lengua condensaba” (591).

[7] Para West: “In Explosion in a Cathedral, the guillotine as emblem is counterposed to another emblem: the seashell that Esteban admires, conjuring up images of the Sublime (chap. 24)” (45). Explosion in a Cathedral es el título de la traducción al inglés de El siglo de las luces.

[8] Sólo con la aparición de la concepción sobre lo fractal la ciencia occidental se ha sentido capaz de aproximarse a la inestabilidad del elemento acuático. Para una aplicación de estas concepciones al estudio de las culturas del Caribe véase: Ottmar Ette. “De islas, fronteras y vectores. Ensayo sobre el mundo insular fractal del Caribe”. Iberoamericana. América Latina-España-Portugal. 4.16 (Nueva época, dic., 2004): [129]-143.

[9] La contraposición se refuerza entre la “toponimia agradable del trópico” y la “sonoridad agresiva” de los nombres de la selva continental (Carpentier XXIX, 219): “el contraste transcribe todo el desgarramiento de Esteban, criollo cubano de hondas raíces culturales europeas. ¿Remedará el ser ficticio las contradicciones del creador?” (Joset 595).

[10] Según West: “‘We have allegory when the events of a narrative obviously and continuously refer to another simultaneous structure of events or ideas, whether historical events, moral or philosophical ideas, or natural phenomena’ (Preminger, 1974, p. 12). The emphasis here is on the obvious and the continuous, with an implicit rigidity, abstraction, and, at times, difficulty. It is counterposed to the symbol, which is the perfect fusion of signifier and signified, the particular and the general, and is the result of a direct, instantaneous perception” (47).

[11] En esto insiste Rodríguez Santana al afirmar que: …”los puntos más recurrentes de la novela están marcados hacia el objetivo definitivo de que estos jóvenes combinen un proceso de toma de conciencia de qué son ellos, y también de formación, de búsqueda de la madurez. Es, por tanto, una novela de formación, de autorreconocimiento como miembros de un cuerpo espiritual, cultural y antropológico” (s.p.).

[12] En relación con la centralidad del viaje en el universo caribeño propone Julio Ortega que: “No es casual, por lo tanto, que a lo largo de la novela asistamos a un viaje que se multiplica: el extrañamiento reclama este viajar perpetuo, que en la novela mueve a los personajes continuamente en ese espacio, además, de las islas de un Caribe que se multiplica como un cosmos siempre extranjero, siempre disperso y diverso, de muchas lenguas, tribus y banderas. La presencia constante del mar, las imágenes de los caminos, la alarma de las fronteras, las casas y campamentos, las ciudades cerca y lejos de todo, son también ese espacio de teatro donde los hombres se extravían en un viaje sin fundación (12).

           

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KEVIN SEDEÑO GUILLÉN

Nació en Camagüey, Cuba (1971). Bibliólogo, ensayista y profesor universitario. En la actualidad es candidato doctoral en el programa de estudios hispánicos en la Universidad de Kentucky. Fue coordinador del Departamento de Biblioteca en la Fundación Universitaria del Área Andina – Sede Bogotá y cursó una carrera de Estudios Literarios en la Universidad Nacional de Colombia. Ha publicado artículos, reseñas y ensayos en revistas académicas y culturales de Argentina, Colombia, Cuba, España y Estados Unidos. Ha participado en los volúmenes colectivos: Dulce María Loynaz: Cien años después (2004); La narrativa de Mayra Montero: Hacia una literatura transnacional caribeña (2008); María Zambrano: palabras para el mundo (2011); Cuba: artes y literatura en exilio (2011); y Sociedad y cultura en la obra de Manuel del Socorro Rodríguez de la Victoria: Nueva Granada 1789-1819 (2012). Sus principales temas de investigación giran en torno a la historiografía de la crítica literaria en Hispanoamericana durante los siglos XVIII y XIX, la insularidad en la literatura cubana y caribeña como proyecto de nación, y las teorías post  occidentales y su estructuración en la construcción del pensamiento caribeño.

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