BAQUIANA – Año XVII / Nº 99 – 100 / Julio – Diciembre 2016 (Cuento I)

ANIMAL ASTUTO

por

Daniela G. Armijo 

 


     Pavel Marcano decide no ir a la comida del congreso. No es abogado pero por vueltas de la vida que no le ha interesado entender, trabaja con abogados. “XIX Congreso Latinoamericano de Derecho Penal. Tres naciones hermanadas por la ley”, reza el eslogan impreso en plumas, carpetas y prendedores de souvenir que cada año circulan entre los asistentes reunidos en Uruguay, República Dominicana o Colombia, según sea el caso. Entre conferencias, mesas redondas y seminarios temáticos, siempre hay tiempo para la socialización recreativa: la institución organizadora ofrece almuerzos y paseos por los puntos más emblemáticos de la ciudad anfitriona. Su esposa nunca ha dejado de insistirle en la conveniencia de asistir a esos eventos sociales, donde la mayoría aprovecha para intercambiar tarjetas de negocio y hablar de proyectos en puerta, pero Pavel Marcano evita en la medida de lo posible sentarse a la mesa con personas que no conoce y verse obligado a ser conversador, preocuparse por la imagen que de él puedan llevarse los demás al darse cuenta de que come demasiado rápido, esperar a que todos ordenen primero para saber si puede o no pedir alcohol, tener que reprimir su costumbre de fumar un cigarrillo apenas ha terminado de masticar el último bocado. “Bienvenidos, compañeros abogados”, anuncia una manta colgada en la fachada de la Universidad Católica de Uruguay, por cuyas escalinatas Pavel Marcano baja con ritmo entrecortado, procurando perderse de vista cuanto antes. En el Mercado del Puerto disfruta un chivito en soledad y desde su mesa atestigua el robo de la cartera de una participante del congreso -la reconoce por el portafolios- que compra mollejas en el establecimiento de enfrente. La mujer no se da cuenta de ese hombre detrás suyo que mete la mano a su bolso fingiendo concentrarse en el menú escrito en la pared del negocio, y Pavel Marcano no dice nada por temor a desatar una escena violenta. Apura la tercera copa de un vino seco, de mesa, algo dulzón, y con ese estado de modorra que suelen desatar las buenas comidas, recorre sin rumbo las calles del centro de Montevideo.

     Camina con la mano derecha en el bolsillo del saco. Con la izquierda fuma, olvidó sus guantes y el frío le cala por dentro de las uñas. Pavel Marcano se detiene a mirar la vitrina de una tienda de antigüedades y todo le parece polvoso: el juego de té con motivos orientales, las cigarreras de metal, las peinetas de carey con pedrería, una pintura de dos mujeres huesudas sentadas en las piernas de un hombre panzón. Le llama la atención el contraste de la presencia de artículos nuevos, pequeños y sin valor aparente, disimulados en medio de tanto vejestorio, como para que un amateur despistado pudiera llegar a comprarlos por error: un botón para ropa, negro y común; una caja de pasadores para el cabello marca “Alma”, un palillo para pinchos con Marge y Homero Simpson bailando tango en la parte superior. Una ráfaga de viento helado hace sonar las pequeñas campanas que cuelgan de la puerta. Pavel Marcano alza la mirada y lee el rótulo: “La Sonámbula”. Aplasta su cigarrillo contra el suelo y entra. Huele a incienso. No ve a nadie.

     Sostenida de un clavo, como si bajara del techo arrastrándose por la pared, una piel de zorro le da la bienvenida. La boca abierta y tiesa muestra dos colmillos triangulares y Pavel Marcano recuerda cuando de niño su madre le hacía enseñar los dientes para comprobar que se los había lavado. El hocico del zorro desemboca justo encima de la cabeza de una muñeca de porcelana. Atraído por la extrañeza de ese gesto coreográfico, Pavel Marcano se acerca, y apenas alza un brazo, escucha una voz: “Cien euros si rompe o daña algo”. Desde un cuarto del fondo ve salir a un viejo de corta estatura y nariz rosada que se sienta detrás de un mostrador a hojear el diario.

     Pavel Marcano no está seguro, pero este señor le recuerda al ladrón del Mercado del Puerto. Aunque lo vio de perfil y de lejos, alcanzó a distinguir en él la misma especie de bulbo en la nariz que ahora, mirando de reojo, puede reconocer en el tendero. Por su mente atraviesan distintas posibilidades: enfrentar al viejo y preguntarle directamente si hace un rato robó la cartera de una mujer; comenzar una charla casual y derivar la conversación hacia la falta de ética de hoy en día; inventar que le acaban de robar para estudiar la reacción del viejo ante el acto delictivo; decirle “yo a usted lo conozco de otro lado, me parece que lo he visto hace un rato en el Mercado del Puerto”, y vigilar en él algún despunte de nerviosismo; preguntarle si de casualidad sabe si en el Mercado del Puerto se consiguen mollejas y buscar en la respuesta gestos reveladores del delito; hacerse pasar por policía testigo y obligarlo a confesar, o simplemente irse de la tienda.

     Pero no cumple ninguna de sus fantasías y parece olvidarlas con la misma rapidez con que las ha imaginado. Vuelve a las palabras del viejo y se pregunta por qué le habrá dicho euros en lugar de pesos. Rápidamente hace un recorrido mental de su imagen, buscando algún elemento que pudiera delatarlo como turista. Tal vez sea la boina. Su esposa siempre le dice que lo hace parecer extranjero. Pero en realidad no la lleva por pretensión, sino para cubrir su cráneo casi calvo, víctima constante de miradas femeninas de desaprobación. “Usted es un alma tropical en pleno invierno austral”, le había coqueteado la tarde anterior la mesera del bar del hotel al enterarse de que su cliente es de República Dominicana, y junto al piropo Pavel Marcano agradeció, una vez más, la fiel protección de su boina.

     Pavel Marcano siente que permanecer cerca de la piel de zorro es una manera de retar al viejo, cuyo saludo le ha parecido grosero y poco cordial. La escudriña aún más. Dos canicas ocupan las concavidades de los ojos y reflejan al viejo que, a sus espaldas, alterna la lectura del diario con pequeños tragos a una botella de licor. Sin saber bien por qué (ni siquiera le gusta) algo dentro de Pavel Marcano le revela que tiene que comprar la piel de zorro. Quizá su deseo repentino tenga que ver con la sospecha de que la piel podría ser algo valioso para el viejo, y un vago sentimiento de venganza frente a ese hombre desconocido– azuzado por su reciente descortesía y por su probable condición de ladrón- transforma ese deseo en capricho.

     “Esa no se vende”, responde el viejo a la petición de su cliente sin apartar la vista del diario. “Es mascota de la casa”. Pavel Marcano no sabe qué responder. “A menos que usted quiera comprar alguna otra cosa y entonces yo podría considerar darle al zorro como regalo. Ya sabe, una cortesía”, dice el viejo, y da un largo sorbo a su botella.

     A Pavel Marcano no le parece que la propuesta del vendedor tenga ninguna lógica y piensa que quizá sea una estrategia para disuadirlo, alejarlo de la idea de comprar la piel de zorro. No le dará el gusto. Se acerca al mostrador donde está sentado el viejo. “Deme ese collar”, dice señalando con el índice un diseño de perlas con acabados en oro. Al ver el precio colgado de la etiqueta, Pavel Marcano piensa que es casi el equivalente de lo que ha pagado por el viaje de tres días a Buenos Aires que hará al terminar el congreso. (“Mira mi jeva”, podría decirle a su esposa al regresar a Dominicana, mostrándole el flamante collar, “mira qué belleza te traigo desde el Sur”). El viejo abre la vitrina llena de joyas atiborradas, toma el collar y lo sostiene de tal manera que Pavel Marcano recuerda a las vendedoras de productos dietéticos que encuentra cada tanto en los supermercados. “Chapa de oro de 1890. Pieza creada por el mismo diseñador de las joyas que usaba gran parte de los viajeros del accidente de la White Star Line”, dice el viejo. Ante la total falta de reacción de su cliente, añade: “El Titanic”, y con un resoplido entre nasal y bucal se voltea para buscar una bolsa de plástico acorde con el tamaño del collar. Pavel Marcano examina sus pantalones de tela café, la camisa roja a cuadros con el cuello escolarmente planchado, el delgado cinturón de piel de cocodrilo. Le parece de pronto un hombre honrado y se reprocha a sí mismo por haberlo difamado internamente. Pero cuando la nariz bulbosa vuelve y lo confronta de nuevo, su indignación y suspicacia repuntan. Pavel Marcano aprovecha que el viejo ha salido del mostrador para descolgar la piel de zorro y, alentado por un heroico impulso de justicia, mete la mano a la vitrina y agarra sin ver lo primero que puede. Sintiendo el corazón en sus oídos, voltea y ve al viejo volver al mostrador justo en el momento en que él se está guardando el objeto robado en el bolsillo del pantalón. Adelantándose a cualquier sospecha que su gesto pueda desatar, pone cara de duda y finge buscar algo—el celular, una pluma, las llaves del hotel. El viejo ni siquiera lo mira y le pregunta si quiere envolver la piel de zorro. “Un animal astuto”, añade, y sin esperar respuesta la cubre con un pliego de papel estraza. El ritmo del viejo es lento y deja tiempo para que Pavel Marcano mire por última vez la expresión congelada del animal antes de que desaparezca bajo el papel. Con el robo, Pavel Marcano se sabe ahora en ventaja. No dejará que el viejo gane nada. “Cambié de decisión”, dice. “No me llevo el collar”. El viejo hace rechinar los dientes delanteros con ayuda de su lengua y con la mano izquierda estruja la envoltura hasta reventarla. De la herida del papel estraza brota un mechón cobrizo de pelos de zorro. Antes de que el viejo pueda decir algo, Pavel Marcano sale de la tienda sin despedirse.

     Camina de frente y sin parar, alzando el brazo cada vez que un taxi se aproxima. Espera en cualquier momento escuchar la voz del viejo a sus espaldas, gritándole ladrón y persiguiéndolo. Puede verse en medio de un remolino de gente que forma una barrera para impedir que escape mientras llega la policía; puede imaginar los cuchicheos de sus compañeros en el hall del hotel al día siguiente, las miradas furtivas durante el desayuno, cuando ya todos sepan que pasó la noche en una celda por haber robado una costosa joya en una tienda de antigüedades. Finalmente sube a un taxi, y durante todo el trayecto conserva la mano derecha en el bolsillo para tratar de averiguar qué es la pieza robada. No se atreve a sacarla por temor a despertar alguna sospecha en el taxista. Se tiene que conformar con sentirla entre los dedos e intentar adivinar su figura. No es más grande que un corcho de botella y tiene tres picos que, si los apretara con fuerza, podrían hacerle sangrar las yemas. La conversación con el taxista es la música de fondo que lo acompaña en la resolución del enigma.

     En el bar del hotel, Pavel Marcano pide un ron para brindar consigo mismo por su hazaña. La estafa al viejo es su triunfo secreto, el símbolo que lo convierte en anónimo restaurador de la justicia. El objeto robado permanece aún oculto en el bolsillo de su pantalón, quiere alargar el misterio hasta sentir la llegada de un momento ideal para su revelación. Cuando la mesera se acerca a la barra para entregarle el ron, Pavel Marcano explora furtivamente sus tetas e imagina entre ese escote el collar que no compró al viejo. Se lleva una aceituna a la boca, toma de un solo trago el ron, pide otro. El coqueteo de la mesera  -la misma de la tarde anterior- sigue vigente: “Usted es de buen ron, es de los míos”, le dice a Pavel con acento colombiano, y él, a lo largo de los rones subsecuentes, ataca con la carta de la conversación folclórica: le habla sobre las playas de arenas blancas y aguas cristalinas de Dominicana, hace chistes sobre haitianos, describe platillos de la gastronomía nacional que demuestran la versatilidad del plátano y da a conocer un dicho popular en su país, “el que no come arroz no ha comido”. Con este último dato la mesera suelta una carcajada echándose hacia atrás y los ojos de Pavel Marcano rebotan entre el escote y el partido de béisbol que transmite una televisión silenciada.

     Una hora después Pavel Marcano se levanta al baño y ahí, envalentonado por el octavo ron, de pie ante el mingitorio, decide que regalará la joya robada a la mesera. Se lava las manos, se acomoda la boina, tantea el interior del bolsillo del pantalón, siente el metal frío que desde hace horas espera ser descubierto. Lo saca. Es un prendedor rectangular de cobre con la bandera de Uruguay al frente y tres picos en la parte superior. Atrás tiene un texto grabado: “XIX Congreso Latinoamericano de Derecho Penal. Tres naciones hermanadas por la ley”.

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DANIELA G. ARMIJO

Nació en Cananea, Sonora, México (1985). Narradora. Egresó de la Licenciatura en Ciencias Humanas de la Universidad Iberoamericana Puebla con una tesis titulada “Jugar con los límites: lectura irónica de lo real en seis cuentos de Cortázar”. Entre 2010 y 2014 residió en Buenos Aires, donde realizó cursos de cine en la Universidad del Cine y en el Sindicato de Cineastas de Argentina (SICA). Participó en los seminarios de dramaturgia de Emilio García Wehbi y en los talleres de creación literaria de Santiago Llach. Durante su estadía en la capital porteña, también trabajó como redactora publicitaria. Desde 2009 colabora como asistente de investigación y correctora de estilo en el Instituto de Investigaciones Filológicas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Ha impartido cursos de literatura mexicana y de redacción en la Universidad de Quintana Roo (UQROO). Actualmente estudia la Maestría Bilingüe en Escritura Creativa en la Universidad de Texas en El Paso -misma institución donde se desempeña como profesora de composición literaria- y prepara su primera colección de cuentos.

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