BAQUIANA – Año XVII / Nº 97 – 98 / Enero – Junio 2016 (Cuento II)

LA NIEVE SIEMPRE CAE LENTA

por

José Manuel Prado Antúnez

 

 


─No merece usted la casulla que viste.

Los cuatro hombres espeluznantes permanecían ociosos y parados frente a la puerta de la horrísona iglesia siniestra. Tres de ellos, cara a la misma, con sus pálidos ojos en una pura lágrima grisácea; el otro canalla y mal encarado por la rabia biliosa, de espaldas, su sombra alargada a contraluz. Los cuatro cascados y hundidos en la suave nieve bermeja hasta las rodillas.

Persistía en nevar copos gruesos que golpean los rostros con la certera puntería que atesora el ojo del viejo artillero.

Nevaba sobre Burgos mantos de blanca probidad sobre la cabeza del resentimiento, sobre los rostros prensados por la indignación, esforzadamente, persiguiendo alzarse sobre la última marca roja que anunciaba el año en el que se alcanzó la máxima cota.

Los rostros indignados, con los puños comprimidos para sujetarse el deseo de estamparlo contra el rostro resentido, flanquean el féretro que guarda el cadáver de Luis Castro y pretenden franquear la puerta de la iglesia para darle cristiana sepultura.

El rostro resentido corona el cuerpo de un sacerdote de sotana, alzacuellos y pistola bajo la casulla, que se niega al sepelio de Luis Castro, e impide con fiereza de trinchera, su paso al altar.

─Nunca vino a la iglesia e hizo siempre mofa de Cristo en la taberna.

El rostro resentido del sacerdote que porta bajo la casulla una pistola, recuerda las negativas que Luis Castro le lanzó como clavos que se le hundían en las palmas de la mano. El sacerdote le pedía a Luis que le ayudase a trocear la leña para el invierno, y éste se reía con risa sardónica; el sacerdote le rogaba con lágrimas y de hinojos que no le despreciase la invitación en la taberna, y éste posaba el dinero de su trago sobre la madera excesivamente deslavada con lejía, y resonaba con un eco repetitivo y pesado.

Los tres hombres indignados alzaron y elevaron el ataúd sobre sus hombros dolidos y aplastados, y encaminaron sus pasos hacia la puerta de la iglesia.

Paso a paso avanzaron hasta llegar a la altura del ánima de pólvora de la pistola del sacerdote resentido, que les apuntaba con balas punzantes a sus ojos cristalinos y plenos de inocencia.

─Nunca daré sepultura a este endemoniado.

Los tres hombres y su indignación giraron sobre sus talones y marcharon del soportal de la iglesia a un suelo de manto de nieve, en el que se hunden sus pasos hasta las rodillas. Sin mirar atrás, sin devolver la mirada al ánima de pólvora que les apunta con sus balas de punzante resentimiento, encaminan sus pasos a la casa de dos pisos con huerto que habitó el finado, frente al Arlanzón, al lado del Hospital.

Antonio, uno de los tres indignados, cavó voluntarioso el socavón en el que cabrá el féretro de madera de pino, y los otros dos, Álvaro y Abundio, lo descendieron al fondo de la fosa con forzada faz en su rostro cariacontecido.

Años después, con un mundo de manto de nieve, en un Burgos contenido en una postal de invierno, sobre un Arlanzón congelado en su curso, frente a la ventana opaca por el vaho de la habitación de la sacristía, acostado en la cama, cubierto con una infinidad de mantas, la mirada en el rostro del sacerdote resentido se escapa con cada suspiro ronco que brota de sus pulmones encharcados, por su hígado derretido de tanto alcohol, con su corazón tardo, paulatinamente remiso a latir.

El sacerdote resentido se muere con toda la cólera inmersa en su estómago,  con toda la rabia circunnavegando los recuerdos que proyecta su memoria en la pared de la que cuelga el cuadro familiar.

El sacerdote resentido, Paulino Rojo, se muere solo, en compañía de la saña que le abriga. Se muere sin que nadie lo observe ni le pueda otorgar la extremaunción y la salvación. Se muere en un día gélido, de nieve que cae dura, ofensiva, y que clava cada copo en la cara de quien la observa descender con los brazos en reposo sobre el alfeizar de la ventana. Se muere en un día en el que la nieve impide caminar porque hunde al transeúnte más allá de la cintura.

Nieva y los párpados se le cierran sin que lo note. Pero cuando sospecha que se cierran, los abre y ve nevar con lentitud de la inanición a través del vaho de la ventana; y cierra de nuevo, con abandono, los párpados sobre la cristalina mirada que no posee lágrimas.

Deja de nevar.

Días más tarde, Antonio, con su rostro de indignación, con su mirada de veredicto, abrió la puerta de la habitación de la sacristía y halló sobre la cama la putrefacción en un cuerpo irreconocible, al que no podría recriminar ni reprochar el pasado. Llamó a su amigo Abundio, hoy juez de la ciudad de Burgos, que ordenó levantar denigratoriamente aquella masa putrefacta que olía a adolescente sin ducha, a ropa de indigencia, a hospital de campaña, para arrojarla al vertedero municipal.

Antonio, Abundio y Álvaro, introdujeron aquella masa negruzca y amoratada en un saco que servía para transportar patatas de consumo, lo portaron en el coche hasta el vertedero y, allí, las tres manos sobre el saco, lo bambolearon y lo proyectaron, lejos, bien lejos, entre escombros, restos de amputaciones hospitalarias y trajes militares rotos.

─No nació para portar la casulla.

Dieron media vuelta sobre sus pasos, y sonrieron y observaron las agujas de la catedral a lo lejos, cubiertas de nieve, que dibujaban el rostro de Luis Castro en su sudario, sonriente.

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JOSÉ MANUEL PRADO ANTÚNEZ

Nació en Baracaldo, Viscaya, España (1963). Poeta y narrador. Licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación por la Universidad de Deusto (Bilbao), ha cursado estudios de Doctorado en la Facultad de Sociología León XIII de la Universidad Pontificia de Salamanca en Madrid. Es profesor de Historia de la Filosofía y Psicología en el Instituto de Educación Secundaria “Cardenal Sandoval y Rojas” de Aranda de Duero, localidad burgalesa donde reside. Ha publicado cuatro poemarios y el volumen de relatos Casi todas las muertes ficticias de Ana Ozores. Es miembro de la Asociación de Sociólogos y Politólogos de Castilla La Mancha (ACMS) y miembro fundador de la tertulia Telira. Colabora de manera habitual con Diario de BurgosEl Mundo/El Correo de Burgos y El Progreso de Lugo, además de las revistas Cuadernos Telira y El Grito. Ha publicado los libros: Largo octubre en un instante (CCG, Santiago, 2000); Deadline. De la oquedad del limes (Telira, Aranda de Duero, 2002); Correrá la caricia por mi castro, Hesíodo (CELYA, Salamanca, 2004); Casi todas las muertes ficiticias de Ana Ozores (CELYA, Salamanca, 2006); Perdurablemente anfetamínico (Editorial Gran Vía, Burgos, 2009); y Hasta los cuervos picotean las cerezas (Editorial Gran Vía, Burgos, 2012). Varias antologías incluyen su obra, tales como: Pájaros de papel (Ediciones Beta, Bilbao, 2003); Con voz propia II. Poetas de Burgos (DosSoles/Caja Burgos, Burgos, 2003); 30 en oro. Poetas burgaleses (CELYA, Salamanca, 2004); El lagar y la pluma (Telira, Aranda de Duero, 2004); Aquí llama primera del XXI. 107 poetas burgaleses (Cuadernos Telira, nos.7 y 8, Aranda de Duero, 2004); Vento. Sombra de vozes /Viento. Sombra de voces. Antología de poesía ibérica (CELYA, Salamanca, 2004); Huellas. Poemas a Castilla y León (Telira, Aranda de Duero, 2005); y Salida 15 (Telira, Aranda de Duero, 2008). Ha participado en la publicaciones colectivas: Diccionario de Sociología de Octavio Uña y Alfredo Hernández (ESIC/Universidad Rey Juan Carlos, Madrid, 2004) y El Quijote del IV Centenario (CELYA, Salamanca, 2005).

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