EL CORAZÓN NUNCA ENVEJECE
por
Ángela Reyes
La cafetería era muy vieja, de las primeras que se abrieron en el barrio. Aún conservaba sus mesitas de mármol jaspeado, sillas tapizadas de terciopelo rojo, servicio de limpia botas y campanita en la puerta que anunciaba la llegada de los clientes. Agustín acudía a La tacita de porcelana para tomar su café de media tarde, leer la prensa gratis y, de paso, mirar a la clientela femenina que entraba por la puerta. Había cumplido los setenta años, estaba en la edad de la tranquilidad, de la felicidad con minúsculas pero felicidad al fin y al cabo. Tenía su jubilación asegurada, buena presencia y hasta se sentía joven, no había más que ver cómo se le aceleraba el corazón cada vez que sonaba la campanita y entraba una mujer hermosa.
Aquella tarde, como siempre, a las cinco en punto se abrió la puerta de la cafetería, tintineó la campana y apareció la morena pizpireta, de boca pintada de granate y, como siempre, fue a sentarse junto al ventanal desde donde veía la calle. El camarero le sirvió su consabido cortado con tres gotas de leche. El café le duraba media hora, lo que tardaba en llegar su novio.
A las cinco y veinte hacía su aparición la pelirroja de generoso pecho; ella prefería sentarse en el taburete de la barra, para cruzar las piernas torneadas y muy largas. Si era invierno las llevaba enfundadas en medias negras.
Poco después aparecía la maestra de nariz respingona que solía corregir los ejercicios en la mesa contigua a la suya. Pero la más misteriosa de todas era la joven viuda de ojos tristes que pasaba derramando olor a vainilla para sentarse en la mesa donde estaba el gran espejo con el azogue comido por la vejez. ¡Cuántas mujeres sin nombres, con las que nunca cruzaba una palabra y, sin embargo, cómo le aceleraban el corazón!
La campanita repiqueteó una vez más, entró Paloma, su novia, y el corazón se le quedó más parado que el reloj de la torre del ayuntamiento. En lugar de levantar los ojos del periódico, como solía hacer cuando llegaban las jovencitas, los hincó aún más para leer una noticia deportiva e intranscendental.
—Hola, churri —saludó ella, cariñosa. Él la miró con mal gesto. Empezaba a molestarle lo de churri, pero no le dijo nada. Total, después de treinta años de noviazgo, para qué cambiar ahora.
—Qué hay, palomita —respondió él, como tenía por costumbre, pero sin mucho entusiasmo porque a la palomita se le había ensanchado la cintura una barbaridad, mientras que sus piernas cada vez eran más flacas y las faldas más anchas y los zapatos más grandes y más abotinados.
—¿Sabes? He encontrado lo que andamos buscando. Toma, lee, lee. —Agustín dejó la prensa a un lado y se dispuso a leer el anuncio del periódico que ella le entregaba.
“Anciana de setenta y cinco años busca matrimonio con quien compartir casa y compañía. A cambio, ella les dejaría el piso en herencia.”
—Hija, pues qué quieres que te diga —comentó Agustín, desalentado—. Eso de “anciana de setenta y cinco años”. Yo tengo setenta y tú… estamos casi a la par que ella.
—Bueno, churri, la diferencia es que ella tiene casa y nosotros no.
—Ya, ya. Pero a esta mujer pueden quedarle diez años o más para morirse. Y ya me dirás. Debe ser terrible tener que jugar con ella a las cartas durante tanto tiempo. Y, ¿qué me dices de los tres sentados en el mismo sofá, viendo la tele? —Explicó Agustín— Y ¿a qué distancia está el piso?
—A seis estaciones de metro y dos autobuses.
—¡Madre mía! —soltó él y un escalofrío le recorrió la espalda. Qué lejos de La tacita de porcelana. No podría venir por las tardes a leer la prensa y a tomar un café―. Palomita, ¿acaso no eres feliz?
—Sí, mucho.
—Pues, ¿para qué cambiar?: tú en la casa de tu hermana, yo en la mía y citándonos en este café.
—Hombreee, yo quisiera casarme de una vez.
—Pero, casarnos, a nuestra edad. ¿Para qué?
La campanita repiqueteó en ese instante y entró la empleada de correos. Agustín dejó de oír los razonamientos de su prometida. La joven que empujaba el carrito amarillo colmado de sobres y paquetes era una tigresa con el pelo largo, rizado y teñido de platino. Cuando ella aparecía su corazón, más que acelerarse, brincaba de felicidad ¿Por qué nunca se acercó a ella para invitarla a un café? El caso es que la joven siempre llevaba prisa; del carrito sacaba la correspondencia del dueño del local, la depositaba sobre el mostrador y, antes de irse, pedía un vaso de agua al camarero que se lo bebía con ansiedad.
—¿Quién es? —preguntó Paloma al darse cuenta de que él no la escuchaba.
—Nadie. Solo la cartera de correos —y cuando la joven abandonó el local llevándose su cabello rubio platino, su rostro sonrosado y sus piernas largas, enfundadas en ajustados vaqueros, Agustín sitió miedo al presentir que aquella tarde podría ser la última vez que la viera.
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ÁNGELA REYES
Nació en Jimena de la Frontera, Cádiz, España (1948). Poeta y narradora. Ha publicado los libros de poesía: Amaranta, La muerte olvidada, Lázaro dudaba, Cartas a Ulises de una mujer que vive sola, La niña azul, Breviario para un recuerdo, Carméndula, No llores, Poseidón, Fantasmas de mi infancia. Calendario helénico, Viaje a la mañana, Sonetos para la vida y Labio de hormiga; los cuatro últimos en colaboración con Juan Ruiz de Torres y Alfredo Villaverde). Ha publicado cuatro novelas: Morir en Troya, Adiós a las amazonas, Los trenes de marzo (11-M) y Benedicamus Domino. Y ha publicado tres colecciones de cuentos: Crónica de un lirista naufragado, Cuentos en la Arganzuela y Cofre de misericordias (en colaboración con otros autores). Entre sus premios de poesía, se encuentran: “Vicente Gaos”, “San Lesmes Abad”, “Leonor”, “Villa de la Roda” y “Blas de Otero”; de prosa: “Juan Pablo Forner”, “Calicanto” y “Ciudad de Majadahonda”. Codirige desde su fundación la Asociación Prometeo de Poesía y la Casa del Tiempo.
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