JARDÍN
por
Rolando Arco
Los atardeceres en esa casa eran lilas. Al cruzar la calle estaba el anfiteatro del pueblo, flanqueado por un parque de laureles inmemoriales. El edificio que contenía la casa en su segundo piso lo construyeron inicialmente para un colegio de monjas. Durante el período anticlerical de la revolución fue convertido en seminternado de niños pobres y más tarde, en sesiones nocturnas, lo ocupó la escuela de idiomas.
Prodigiosamente, las antiguas habitaciones de la madre priora, o sea, el apartamento en el segundo piso, con entrada privada por una calle lateral, permaneció en manos de Salvador a través de las rotaciones en el uso y tenencia del edificio.
De joven Salvador estuvo preso unos años, secuela de un confuso accidente de tránsito. Cuando lo conocí tendría unos cincuenta años y era de hombros cuadrados, rostro colorado y cabello canoso. Lo que llamamos un gallego. En la tranquilidad de su casa, brindándonos un vaso de ron peleón con una medida de agua de la llave, decía tranquilamente que se quitaría la vida antes de volver a la cárcel. Era la única mención que hacía del asunto. Pero algo había en la deliberada solidez de su conducta que daba credibilidad a sus bromas. La parte sumergida del iceberg se hacía sentir. Manejaba un camión del Ministerio del Azúcar desde toda la vida. O sea, tenía combustible, transporte y contactos. En la casa, discretamente, no faltaba nada.
Salvador tenía dos hijas que estudiaron con nosotros en el Preuniversitario. La más joven se achinaba al reírse. Corpulenta en todas las partes que hacen feliz al caribeño, les alegraba las noches a los vecinos con sus vocalizaciones de goce en la casita amurallada cerca del río adonde se mudó con un esposo apresurado.
La mayor era más complicada. Pálida, pecosa y de canas prematuras, nos parecía inusualmente refinada. Pausada en amores, se decidió en la universidad por un geógrafo irónico de caderas más anchas que los hombros, con un bigote rubio que no lo avejentaba.
Coincidieron con nuestros años universitarios la nube de artículos en el periódico oficial azotando el bochornoso desmerengamiento de los ideales soviéticos. Notamos cómo fueron desapareciendo los subsidios, las maquinarias ásperas, las lavadoras con motores de helicóptero, las películas ininteligibles y lentas. En los meses siguientes comenzaron a escasear y luego desaparecieron la mantequilla, el yogurt, el aceite automotriz, el aceite de cocinar, las puntillas de zapatos, el alcohol de la bodega, las conservas de carne, las conservas sin carne, la pintura de aceite, las tuberías de acero, los huevos de gallinas, el cemento en saco, las cortinas de baño, los tornillos de tres cuartos, los palos de trapear, los helados de vainilla, la pasta de bocaditos, las pitas de nylon y la gasolina especial. Inexplicablemente también desaparecieron los aguacates, el ajo porro y el perejil.
Durante los anocheceres lánguidos de los apagones, Salvador decidió ganarse la vida dando lecciones para aprendices de chofer, siempre que estos tuvieran automóvil propio. Su camión, parqueado para siempre en Padre Varela llegando a Colón, mudó las gomas por pirámides de ladrillo, y luego continuó exhalando puertas, ventanillas, asientos, limpiaparabrisas, y planchas de acero hasta asemejarse a un esbozo trazado con desgano por el peor alumno del aula. Para fines de diciembre tres gatos callejeros y un perro lleno de pulgas se alternaban durmiendo en la cabina cuyo techo había perforado una ceiba joven.
Olvídate del retrovisor, me decía, mueve el pescuezo. Y aún hoy, que manejo autos mucho más sofisticados, sigo sin confiar en los retrovisores y moviendo el pescuezo. También me inculcó que el buen chofer debe ver entre las gotas de lluvia, prescindiendo del limpiaparabrisas. Mencionaré la tarde memorable cuando un camionero de la fábrica química ignoró la señal de pare y vimos pasar a unas pulgadas de nosotros, lentas y majestuosas como Moby Dick, las palabras ” Hipoclorito de sodio” pintadas en el costado cilíndrico de la cisterna.
Luego llegó el verano, el verano del calor y los apagones, el verano de nuestro descontento. El aire vibraba saturado por un sol que reblandecía el asfalto. Las hojas inmóviles de los mangos y los plátanos guarecían el bochorno de los patios. Los viejos pescadores salían del puerto, empinaban la proa hacia el norte, y desaparecían uno a uno con sus familias. Los viajes que la cooperativa estatal vendía para las playas de los cayos fueron suspendidos para evitar tentaciones.
En la capital hubo una revuelta popular, reprimida con profesionalismo. Agobiada, la gente se tiró al mar. El viejo dictador, estudioso asiduo de sus enemigos, los dejó hacer lo que querían. Los americanos enunciaron prohibiciones apocalípticas y hacinaron multitudes de refugiados en su inútil base naval.
Era un momento de resoluciones inciertas. El pueblo se vaciaba. Por las noches se escuchaba en los barrios las labores disimuladas de quienes construían embarcaciones artesanales. En el cuarto del balcón con vistas al anfiteatro agonizaban el geógrafo con su mujer pecosa, atenazados por el miedo, espoleados por sus salarios de miseria. Sentado en la poltrona desfondada de la madre priora, Salvador observaba el parquecito de los laureles desde el balcón de al lado. O nos vamos todos, o nos quedamos, ese era su parecer. Los jóvenes tenían que decidir.
Mientras tanto, la clausura de la escuela de idiomas había cerrado su acceso normal al patio interior en la planta baja, donde estaba la cisterna del agua. En las tardes en que repasábamos los códigos de tránsito me encontraba a Salvador limpiando dos varas de pino que unidas por peldaños rudos y clavados en la baranda del pasillo al aire libre que recorría el largo de la casa, le permitiría bajar al patio para cebar la bomba de agua. Para esos quehaceres manuales, el geógrafo solo aportaba una sonrisa y la compañía de una conversación agradable.
¿Qué sabía yo de Salvador? Lo conocí con su vida ya vivida. Cuando empezaron los apagones él hace rato que lo tenía todo claro, no fue de los que súbitamente se desencantó porque llegó el hambre. Pero se había adaptado a decir lo indispensable, asentir lo suficiente, concentrado en la progresión de su familia. Sabía el peligro que acechaba a cualquiera inconforme como un cocodrilo inmóvil acecha a la gacelas que se acercan a las aguas turbias del Nilo.
Esperando a que se llenara la cisterna Salvador empezó a explorar el patio abandonado y a llenar los canteros con flores y legumbres, primero en broma, luego con amor. Lo atrapaban los crepúsculos en aquel pozo rectangular y solitario, mirando hacia arriba escuchaba el fragor de sartenes y utensilios que su mujer generaba en la cocina, veía las luces de los cuartos extenderse hacía el pasillo que se ennegrecía; más arriba estaba la cornisa de la azotea, cuarteada, llena de musgos, y cubriéndolo todo un tapete violeta donde brillaba rojizo el Venus solitario.
Una noche trepando de regreso al pasillo, cuando ya estaba a horcajadas sobre la baranda, vio a su yerno sentado al revés en la silla de su cuarto, con el pecho contra el espaldar, la cabeza escondida entre los brazos, y las manos apretando la madera tan intensamente que sus nudillos, usualmente invisibles en sus manos fofas, eran ahora blancos y prominentes. Y Salvador entendió que no se irían nunca.
***
Con cierta trepidación, Salvador y el geógrafo abrieron la puerta del casón de madera y se detuvieron absorbiendo la oscuridad reposada, el olor a polvo, el aleteo de los murciélagos.
- ¿Cuándo murió el viejo? – preguntó el geógrafo, incómodo.
- Hace dos años – respondió Salvador.
No tenían otra opción. La pecosa estaba sin trabajo al clausurarse la galería de arte, y Salvador apenas ganaba algo con las lecciones de tránsito. El salario del geógrafo era nominal. Decidieron cultivar el terreno alrededor de la casa del padre de Salvador, vacía desde la muerte de este, para tener que comer. El vicio ideológicamente incorrecto de vender le estaba prohibido a los campesinos, pero aún se les permitía comerse lo que cultivaban.
La casa del difunto, de tres cuartos y puntal alto, estaba más allá del cementerio, después del canal de irrigación y la fábrica de hielo. Se podía llegar en bicicleta, o coger una guagua que pasaba con la frecuencia de los cometas. Era un cambio grande. Para convencerlos, Salvador lo describió como una emergencia transitoria. Se turnarían, Salvador vendría dos días, pero a los jóvenes les tocaría el resto del tiempo y la mayoría del trabajo. La pecosa lloró. El geógrafo, conmocionado, dejó de hablar.
Chapear el patio les llevó una semana. Luego, encorvados y sudando, sembraron yucas en surcos irregulares, improvisaron canteros de ladrillos para los tomates, y enredaderas de calabaza marcaron el perímetro del huerto. Donde alguna vez estuvo el garaje se agazapaba ahora una mata de limón, que creció en las grietas de la zapata de cemento pulido. Con los restos de su fortuna callejera, Salvador compró dos rollos de alambre de púa para cercar su reino. Dejó al fondo un portón de acceso para llegar a la ladera poblada de palmas, aguacates y mangos que bajaba al río.
Cuando una crecida amenazó con llevarse la mata de limón y el resto de su pobre siembra, Salvador entendió por qué su padre dejaba el patio silvestre y solo cultivaba el terreno entre la casa y la vieja línea de ferrocarril.
Yo observaba en Salvador esa obsesión con la familia que tienen las personas sin más intereses que lo cotidiano. Habiendo leído The Snows of Kilimanjaro muy joven, me sabía prejuiciado contra hombres descolmillados por el confort casero. Pero Salvador no era del todo así, era el eje alrededor del cual giraba todo su grupo.
Despaciosas, aparecieron las fisuras. El geógrafo, obediente, cuando le tocaba “el campo” tenía su mochila lista dos horas antes de la partida. A la pecosa, sin falta, le comenzaba una jaqueca invencible. Otras veces tenía que ver urgentemente a una amiga que le había prometido un trabajo en la salina. Una tarde regresó a casa con una bandada de gaviotas tatuadas en el antebrazo. La moda llegaba al pueblo con décadas de atraso, encontrando clientela ansiosa.
La tercera vez que la pecosa canceló su viaje a la finca para encontrarse con la amiga brumosa, Salvador se preparó un vaso grande de Coronilla con una medida de agua de la llave, y se sentó en la poltrona de la madre priora a esperar a su hija. Era un 26 de julio y por Colón, orillando el anfiteatro, bajaba un grupo de jubilados con uniformes verde olivo arrastrando pancartas, seguidos por escolares con pañoletas azules. Los viejos coreaban “Fidel, seguro”, sin mucha fuerza, y los escolares respondían a toda voz “¡¡A los yanquis dale duro!!” y se reían y las niñas movían el culo al ritmo del perreo.
Luego vino el atardecer, y el interior de la casa fue desapareciendo en el apagón, pero en los balcones quedaba la luz naranja, la vista de los tejados del pueblo, un niño bailaba trompos en el anfiteatro vacío, aparecieron los mosquitos, la luz se tornó lila, se oía el rumor de una conversación, una risa, el aletear de las palomas mensajeras. Al asomarse la luna en el cielo claro aún, blanqueada y redonda, Salvador vio a su hija doblar la esquina, con dos libros apoyados contra la cadera, pasando la mano por la reja del anfiteatro al caminar, y supo que estaba equivocado.
Era otro el cambio que había ocurrido. El silencio desconcertado del geógrafo de los primeros días había permutado en algo reposado, casi beatífico. El trabajar desde la madrugada, la siesta agraciada por la brisa del río, el olor húmedo de los mosquiteros, todo esto había armonizado inopinadamente con algo que el geógrafo no conocía de sí. Encontró placer en la sencillez del aislamiento, en el tránsito predecible del silencio.
La pecosa lo observaba con incrédulo temor. Cuando apagaban el quinqué el geógrafo le hacía el amor con la ternura de siempre, pero ella sentía que en la oscuridad la montaba una momia sin rostro. Inevitablemente regresó a la casa frente al anfiteatro con tres meses de embarazo, y nunca más volvió al campo.
El geógrafo los visitaba miércoles y viernes con una sonrisa de disculpa; les traía malangas, quesos envueltos en tela de mosquitero, mangos a punto de madurar. Vagaba por el pasillo esperando que su mujer le pidiera algo, y por las tardes, con alivio evidente, volvía a desaparecer.
A esa hora incómoda Salvador prefería bajar al patio interior para alejarse de ese yerno tan raro que no sabía si Dios o la lucha de clases le habían otorgado. Abajo se esmeraba con sus canteros de frijoles colorados, cebaba la cisterna, chequeaba si habían madurado las calabacitas chinas.
***
Una noche particularmente agradable, mientras el brillo lejano de Venus aparecía a destiempo y Salvador contemplaba los helechos que crecían en la cornisa de la azotea, entendió que necesitaba un cambio.
Trepando de regreso al pasillo, cuando ya estaba a horcajadas sobre la baranda, vio a su yerno sentado al revés en la silla de su cuarto, con el pecho contra el espaldar, la cabeza escondida entre los brazos, y las manos apretando la madera tan intensamente que sus nudillos, usualmente invisibles en sus manos fofas, eran ahora blancos y prominentes.
Al sentir a Santiago el geógrafo levantó la cabeza, y se le acercó entre impetuoso e indeciso.
- Salvador – le dijo – nos vamos.
Y no supo cómo seguir.
- ¿Para adonde se van? – respondió Salvador mientras buscaba el corazón que lo sentía enredado entre los pies.
- Un primo mío, el de los bloques, está armando un bin ban, pero hay cupo para dos nada más…mi primo me dijo…
Salvador lo dejó hablar hasta que sintió que el muchacho estaba a punto de llorar, y por primera y única vez, lo abrazó.
- Yo sé mijo, yo sé.
***
La superficie del mar estaba tensa y oscura como el lago de nylon que el Casanova de Fellini había atravesado en su tormenta de Technicolor. Que cosas me vienen a la cabeza Dios mío pensó la pecosa. El oleaje mecía el bin ban inerte: se le había apagado el motor.
Al rato se les adelantó una balsa, tres gomas de tractor atadas entre sí, envueltas en lona. Sobre las gomas, en una plataforma de tablas se hacinaban catorce personas alrededor de un mástil con vela de saco. En menos de una hora la perdieron de vista.
Atardecía. Ya pasamos el veril, pensó el geógrafo, qué lugarcito para joderse esto.
Comenzaron a remar. El geógrafo sacó la brújula que tanto había impresionado a sus compañeros de viaje, y vio la aguja negra vacilar incierta, sin mucha utilidad. Cayó la noche. El geógrafo la encontró aterradora. La pecosa la sintió excitante como un devaneo. Se pensó loca.
Por la madrugada arreció el oleaje. Sobre el horizonte se alternaban relámpagos silenciosos, como fogonazos de una guerra lejana. Una campesina corpulenta que había aportado al viaje un puerco asado, quesos blancos, y un tanque de gasolina, se aferró a la rodilla de la pecosa con fuerza psiquiátrica. Con la otra mano, apenas visible, sujetaba la borda de planchas de zinc.
- Virgencita sagrada de tu corazón santísima, haz que esto pase, haz que el mar se calme virgencita yo te doy lo que tú quiera’, si llegamos, cuando lleguemos, lo que tú quieras virgen mía de la caridad santísima, la promesa más grande te la hago yo, la que exista y la que tú quieras en tu corazón… – recitaba la mujer sin parar.
La espuma salada del mar los rociaba, lonjas de agua les caían en las cabezas. Entonces la campesina se callaba, escupía agua, y seguía sin alzar la voz:
- Virgen madre amorosa de Jesucristo te agradezco esta prueba de nuestro espíritu que somos devotos y te queremos…
La pecosa cubrió con su palma la mano de la mujer aferrada a su rodilla. En la oscuridad vio los labios balbuceantes de la campesina detenerse un momento, con gesto de agradecimiento.
Al amanecer los alcanzó un aguacero gris. El mar se erizó bajo el impacto de la lluvia, la visibilidad se redujo alrededor de la embarcación cercada por el agua. Trataron de tapar las bolsas de comida con sus cuerpos. Cuando dejó de llover lograron arreglar el motor. A pesar del oleaje nocturno, las soldaduras conservaban intacta la armadura de la embarcación. Esto se lo debían a Salvador.
– O hago yo el barco, o no se van – les había dicho una tarde después de la comida. Y así se hizo.
En la quietud de innumerables noches sin luna recorrió los callejones más inhóspitos del pueblo, agobiando a los deudores de sus tiempos de magnate para recolectar, entre ruegos y sobornos, las necesarias planchas de zinc, balones de acetileno, varillas de soldadura, pistones y hélices, chumaceras y coples, piñones y piezas de diferencial, hasta armar sin ruido el mejor barco ilegal en toda la historia de la cayería norte.
Ahora el barco entero trepidaba al ritmo reconfortante del motor, el sol había salido secándoles la ropa, todo era azul, inmenso, centellante, y la noche le pareció a la pecosa (digamos que Yazmina era su nombre) haberle ocurrido a otra persona, en otro lugar y en otro tiempo.
El día de la partida del bin ban Salvador se llevó a su mujer a Varadero para unas vacaciones que apenas podía pagar. Quería despistarla con el mar verde-azul, calmo como una piscina, la arena con textura de azúcar, el portal de tejas verdes de la mansión de Dupont. De regreso al pueblo, cuando subieron a la casa de cuartos silenciosos, Salvador postpuso lo inevitable diciéndole que los muchachos estaban en casa de los padres del geógrafo. No pudo dormir ensayando mentalmente la explicación que tendría que ofrecer, preparándose para los reproches de irresponsabilidad temeraria que sabía que su mujer le haría. Pero no hizo falta.
El jefe de la expedición, un campesino de barriga prematura y brazos nudosos que pasó el viaje hacinado en la popa, la mano en la madera del timón, la vista en el horizonte, fue el primero en ver una línea oscura lejos, a la izquierda, pero inseguro, prefirió callar. En un par de horas ya todos habían notado, inconfundible, la vegetación áspera de la cayería americana. A las ocho en punto de esa mañana sonó el teléfono en la casa frente al anfiteatro. Era Yazmina. Habían llegado.
***
Los primeros meses en Miami Yazmina y el geógrafo se quedaron con unos tíos de Salvador. Alto, colorado y canoso, el tío era una versión refinada, prerrevolucionaria de su sobrino. Los tíos vivían en una casa que al geógrafo le pareció perfecta. El aire acondicionado susurraba, discreto, el día entero. La cocina brillaba. El televisor mostraba interminables novelas mexicanas.
El tío era dueño de apartamentos de alquiler en un edificio amarillo de dos pisos, con un pasillo largo al que daban todas las ventanas. En su juventud había sido Auténtico.
- Hicimos tanto como los demás contra Batista, por no decir que hicimos más – contaba mientras entraban sin apuro por el Granada Gate. Las aceras le parecían tan limpias al geógrafo, que creía que las hojas de laurel regadas en las sombras habían sido colocadas a propósito, como decoración – El asalto a Palacio, la sublevación de Cienfuegos, el asalto al Goicuría… cientos de muertos. Y no nos escondíamos en las montañas a comer vacas. Dábamos la cara.
El geógrafo (llamémosle Jorge) comenzó a trabajar para el tío chapeando el césped, limpiando los pasillos del edificio. Luego añadió un part-time en Home Depot, moviendo paneles de plywood y sheetrock. Los días se le hacían indistinguibles, pero los sentía consagrados a un objetivo preciso. Por las noches cenaban con los tíos en un comedor sin uso (los tíos no tuvieron hijos), y Jorge se enfrascaba en jugosas reflexiones sobre cuanto había gastado en gasolina, a cuanto había subido la carne en el Publix, cuanto le descontaban por impuestos de cada cheque. A este muchacho le va a ir bien, decía el tío satisfecho, llevando los platos al fregadero. Es muy trabajador, confirmaba la tía con sonrisa carnívora. Yazmina revolvía mecánicamente la sopa en su plato con la cuchara. En sus momentos más débiles extrañó la casa frente al anfiteatro; su cuarto donde ella era dueña, el relajo totalitario de Cuba, donde no había leyes, pero las reglas estaban muy claras.
Justo a tiempo encontró empleo en Ediciones Universal, un edificio de dos pisos, menos rectangular y anónimos que la mayoría en la calle Ocho. La anhelada avenida le pareció amplia y chata bajo el cielo empedrado de altocúmulos. Pero la penumbra silenciosa de la librería fue una bendición. Eso sí, pagaban poco, como le recalcaba la tía sin alzar la voz durante las cenas. El geógrafo asentía, sin hablar. Era un pragmático nuestro Jorge. El embate de Barnes & Noble, y luego Amazon, resolvieron este lamentable dilema. La librería cerró.
Cuando llegó el invierno, fresco, encantador, los jóvenes decidieron alquilar su propio apartamento con lo que habían ahorrado. Los tíos, por educación, intentaron disuadirlos. Pero ya era hora. Yazmina encontró trabajo de flebotomista en las clínicas León, donde pagaban bien, y los pacientes, ancianos casi todos, alargaban sus citas para contarle de su abandono.
Sutil, la comodidad fue disolviendo la nostalgia. En carro nuevo Yazmina y Jorge frecuentaban Cayo Maratón sábados alternos para chapotear en una playa de aguas diáfanas.
Puntuales, visitaban la casa frente al anfiteatro cada seis meses. Mientras más blancos y gordos se ponían, más los buscaba en las filas del aeropuerto la teniente de la Aduana Nacional Amalia Fernández Torrejón (Lita Despelote entre amigos), los buscaba para desvalijarlos de mercancías no autorizadas o sospechosas ideológicamente. Es que Amalia tenía en Pogolotti tres adolescentes que pedían ropa y dinero… y bueno, ya saben ustedes cómo somos nosotros los padres.
El viejo dictador, increíblemente, había muerto. Murió de viejo, en su cama, delirando que abordaba una galera turca en Lepanto. Su hermano lo enterró bajo una roca gigantesca, como temiendo su retorno. A la ceremonia de consagración de la Piedra asistieron todos sus hijos, incluyendo a Ramsés Alejandro, Javier Nabucodonosor, Nerón Ernesto, Don Francisco, Luis Miguel, Ana Karenina, John el Destripador, y el más pequeño, Atila.
La dictadura, sin embargo, seguía adherida a la pobre isla como un liquen cancerígeno, mutante, eficiente solo en la represión. Después de enterrado el viejo, un grupo de historiadores y artistas se reunieron frente al Ministerio de Control Cultural pidiendo algo inaudito: hablar. El ministro, desconcertado, dialogó. Luego, a los pintores los fueron cogiendo presos. También a los escultores, los sociólogos, y los vendedores de fritas. El ministro se retractó. Los muchachos que tenían amigos en Europa lograron salir de las prisiones y emigrar. Los mulatos y los negros se quedaron en las cárceles.
En esa estampida migratoria desapareció del pueblo la hermana de Yazmina con tres hijos y un segundo esposo, reapareciendo primero en Monterrey, y luego en Arizona. Atormentada, la esposa de Salvador usó su pasaporte español para reunirse con sus nietos por una temporada de duración incierta.
Salvador se quedó solo. En la cocina amplia y vacía extrañaba el estruendo de cazuelas que solía hacer su mujer. Recordó su manera de achinarse al reír y las caderas firmes heredadas por su hija menor. Cuando todavía eran novios su mujer había ganado un campeonato de ajedrez, lo que le valió un viaje de estímulo a Praga del que le trajo dos pesadas jarras de vidrio con las misteriosas palabras Pilsner Urqell grabadas en letras góticas, y la remembranza neblinosa de un puente medieval lleno de estatuas oscuras.
Desapercibida, se le fue formando una rutina solitaria. El salitre de los años dañó su armazón compacta, se movía cada vez más lento, disfrutaba cada vez más el vaso de Havana Club por las tardes, observando desde el balcón las bandadas de gorriones que se bañaban en los charcos del anfiteatro. Sabía lo que esperaban de él su mujer, sus hijas, hasta sus yernos, sin embargo, sentía que abandonar la casa era renunciar a sí mismo. Y no entendía bien por qué era así.
Lo alcanzó la sensación de desamparo que sintió aquella lejana madrugada cuando, vestido de miliciano, sudado, y lleno de entusiasmo, había regresado de la costa donde los jóvenes del pueblo habían estado atrincherados esperando la invasión de los americanos. Es que los rusos habían traído a la isla unos cohetes largos y verdes que nadie estaba muy seguro si funcionaban en realidad. Los americanos no llegaron nunca, y los rusos se llevaron los cohetes de vuelta de puro aburrimiento, pero esa madrugada, en la luz incierta de un bombillo viejo, Salvador encontró su puerta sellada, y una nota anunciándole que la casa había sido confiscada por el gobierno revolucionario.
Sin pensarlo demasiado Salvador desenfundó la bayoneta que traía al cinto, rompió el sello, y entró, dejando la mochila a la entrada. Siguieron dos meses de gestiones angustiosas, de favores míseros, de morderse la lengua, para aclarar que todo había sido un equívoco iniciado por la denuncia de un vecino. Cuando un atardecer violáceo Salvador cruzó la calle para sacudirle las entrañas al vecino miserable, le abrió la puerta una anciana ciega que le contó que el hombre que Salvador buscaba era su nieto, y que este había escapado a Miami la semana pasada en un barco de pesca.
***
Una noche particularmente agradable, mientras cebaba la bomba de agua de la cisterna, y el brillo lejano de Venus aparecía a destiempo, Salvador se entretuvo contemplando los helechos que crecían en la cornisa de la azotea, y entendió que necesitaba un cambio.
Trepando de regreso al pasillo, cuando ya estaba a horcajadas sobre la baranda, vio a su yerno sentado al revés en la silla de su cuarto, con el pecho contra el espaldar, la cabeza escondida entre los brazos, y las manos apretando la madera tan intensamente que sus nudillos, usualmente invisibles en sus manos fofas, eran ahora blancos y prominentes.
Al sentir a Santiago el geógrafo levantó la cabeza, y se le acercó entre impetuoso e indeciso.
- Salvador, mira esto – le dijo, alargándole un sobre amarillo con un matasellos rebuscado ceñido por un águila muy seria – Yazmi y yo lo echamos hacía tiempo, sin pensarlo, y nos llegó…
Yazmina y Jorge se habían ganado la lotería de visas del imperio.
***
El avión, bastante pequeño, partió al atardecer. Llegando a New York sobrevolaron una costa rectilínea seguida por un diagrama de casitas y calles. A lo lejos, con un pálpito, reconocieron la silueta gris de Manhattan.
En el desorden de un aeropuerto infinito los esperaba el tío de Jorge, bien peinado y vestido de salir. El tío había emigrado en 1980. El barco que su cuñado fletó para recogerlo de Cuba aquel verano tumultuario, la policía revolucionaria decidió atiborrarlo de extraños y mandarlo de vuelta, dejando al tío y su esposa en la isla, durmiendo en cajas de cartón en un portal frente al mar. El cuñado pagó una cuota doble para que el barco regresara de nuevo a la isla. Esta vez los aduaneros vestidos de verde olivo dejaron embarcar a los tíos, no sin antes quitarles los relojes de pulsera, y a la tía, su collar preferido. De nuevo abarrotaron el barco con personas desconocidas, desesperadas por salir. Algunos tenían tatuajes y navajas carcelarias. Orinaban por la borda delante de todos, gozosamente. La tía, trigueña y primorosa, tuvo dos ataques epilépticos.
Los tíos ahora vivían en New Jersey, a orillas del Hudson. Rehuían a la ciudad de New York como si para visitarla necesitaran visa. Es que no entendían inglés. En New Jersey, feo y provinciano, las cosas estaban más a mano. Pero para el geógrafo y la pecosa el espejismo multicolor de New York al otro lado del río era más atractivo. En eso, los dos parecían estar de acuerdo.
En la terminal de ómnibus de la 178 conocieron a una señora alta, de porte elegante, que había sido reina de los carnavales de Ranchuelo. Les recomendó buscar vivienda en el área de Dyckman con la Décima Avenida (debajo del elevado del tren 1), donde ella atendía a un círculo de ancianos que la distraía muchísimo. Precavidos, exploraron el área por la noche, y aunque apreciaron la variedad ensordecedora de bachatas que promovían todas las tiendas, equipadas como estaban con bocinas de locomotora, decidieron que era preferible buscar un lugar más tranquilo.
A través de un baterista que tocaba en el Zinc Bar conocieron a Samuel. La historia de Samuel era inusual. Hijo de judíos polacos que carenaron en la isla justo antes de la invasión hitleriana, creció en una cuartería del barrio viejo de la capital, lugar que recordaba como un paraíso perdido al que no querría volver. Su padre vendió relojes y joyas de fantasía por las calles, la economía casera fue bastante ajustada por mucho tiempo. Su madre contagió a Samuel con su admiración por el desenfado de los isleños y la ignorancia caribeña en materias de antisemitismo. Para sus compañeros Samuel era El Polaco, buen estudiante y aficionado de la Orquesta Aragón. Se graduó de ingeniero civil, y justo cuando alcanzaba la anhelada tranquilidad de la clase media, con apartamento en el Vedado y un terrenito comprado en La Habana del Este, llegó…ustedes saben que.
Escapó a New York usando una visa que vencía el día de su vuelo. Tras sobrevivir cuatro divorcios e innumerables empleos, en 1976 Samuel arriesgó sus últimos fondos para comprar un edificio en el peor barrio de la ciudad. El alquiler de los vecinos lo pagaba la municipalidad. Los incendios no eran inusuales.
Pasaron muchos años. La mudanza de la pecosa y el geógrafo al edificio de Samuel coincidió con un período de transición. El Alto Manhattan ya no era el lugar donde la policía prefería entrar en caravana y con armas largas. Los parqueos dudosos y oscuros fueron reemplazados por Staples y gasolineras BP. Los vecinos más incómodos se mudaron a Rikers. Samuel había comprado tres edificios más, convirtiéndose en un discreto y afable magnate.
El edificio al que se mudaron Yazmina y Jorge ocupaba la esquina entre una sinagoga y un solar yermo. De majestuosidad ajada, la fachada era de ladrillos amarillos y bajorrelieves de yeso ennegrecidos por el tiempo. Por la noche parecía un barco encallado entre las luces de Broadway.
Entre los inquilinos del edificio, agradablemente, predominaban los cubanos. En el primer piso a la izquierda vivía una pareja de lesbianas que se peleaban a gritos, sobre todo por las madrugadas. A la derecha, junto al elevador, vivía un melancólico doctor en literatura hispánica, que usaba sacos verdes de tweed hasta bien entrado el verano. Su salario no le alcanzaba para vivir sin compañeros de cuarto. En el segundo piso, apartamento L, vivía un exmodelo de alta costura, que se fajaba a los piñazos con los barberos dominicanos que se reían de su amaneramiento. Esta afición le dejó una cicatriz en la cara. Durante un viaje para ver a su madre en Cuba lo arrolló una guagua, y volvió convaleciente. En el cuarto piso, apartamento J, vivía la viuda de un exministro de cultura, defenestrado en una de las rítmicas sacudidas con las que el viejo dictador rotaba a sus adeptos. En el quinto piso, apartamento A, vivía un economista obeso, antiguo representante de Cuba ante la UNICEF. Le gustaba explicarles a los vecinos las ventajas de la doctrina trotskista. Entre los no cubanos predominaban los judíos ortodoxos, especie particularmente lúgubre en su forma de vestir. Otras nacionalidades eran escasas y carecían de aptitudes para asimilarse, con excepción de nuestros primos dominicanos, que estaban por todas partes.
El encargado del edificio durante los malos tiempos, un señor muy recto oriundo de Caguaguas, fue reemplazado por una familia de morenos de Santi Spiritus, bonachones e ignorantes como una bandada de murciélagos. Comenzaron por vaciar el apartamento del antiguo encargado de paquetes de periódicos viejos, latas oxidadas, efigies de santos de tamaño humano, y unas manos gigantescas esculpidas en yeso, con el dedo cordial extendido, que el encargado mantenía en la ventana con vistas a la calle a modo de bienvenida.
En lo que sí Jorge no estuvo de acuerdo con Yazmina fue en deshacerse del viejo Buick azul que le había regalado su tío. Manejar era para él símbolo de prosperidad viril. Intentó vivir en Manhattan al estilo suburbano. Buscando parqueo por horas, llegaba todas las noches al apartamento frustrado y exánime. Semanalmente acumulaba multas de una variedad impresionante. La ciudad mostraba su rostro incómodo.
Yazmina, por otra parte, encontró trabajo en el guardarropa del Repertorio Español. Allí conoció a un cubano bajito y fortachón que manejaba un Mitsubishi descapotable. Era actor, interpretaba partes cómicas en obras de Calderón y Lope de Vega. Sin prestarle demasiada atención Yazmina se dejó cortejar a cada rato, aceptó distraída algún que otro cumplido, hasta que una tarde de martes tuvieron sexo de forma apresurada en un camerino hacinado de trajes polvorientos. Aquel era el segundo hombre con el que se acostaba en su vida. El primero había sido Jorge. El acto lo percibió dispar, placentero y mundano. Se dejó convencer para repetirlo, unos días más tarde, esta vez en el sótano, y al terminar le dijo al fortachón que todo había acabado. La saciedad contra el abrumado geógrafo había sido descargada, se sintió erguida e independiente. Entendió, con extrañeza, que sentía por Jorge un cariño filial. Durante el invierno dio a luz a gemelos.
Puntuales, visitaban la casa frente al anfiteatro cada seis meses. De New York volaban a través de Toronto con destino a Varadero. Durante el control de pasaportes se les atravesó alguna vez una guaricandilla uniformada de talante agrio, pero el teniente de la Aduana Nacional Juan Amado Gómez-Gómez, que era del campo y buena gente, intervino y los dejó pasar, sin aceptar siquiera los diez dólares agradecidos que Jorge intentó colocarle en el bolsillo.
El periódico oficial del país, nombrado en honor a un yate de uso que el viejo dictador había ganado jugando a las cartas en un prostíbulo de Yucatán, anunció la vigesimosexta intentona de reformar lo irreformable.
En julio estallaron protestas callejeras en todas las ciudades de la isla. El motín se diseminó por el internet. Los sicarios dejaron que la gente se desahogara un par de días; las madrugadas siguientes las pasaron arrestando a los protestantes en sus casas.
También quiero contarles que los gemelos de Yazmina y Jorge eran muy bien llevados. El niño había decidido ser gay. Sus juguetes eran rosados. Su hermanita, para no dejarlo solito, iba a ser trans. Pero sin dejar de ser niña. Aturdido, Salvador buscaba cómo apresurar sus días. Su mujer resolvía urgentes problemas de ajedrez que encontraba en los gastados manuales de su juventud. Cuando el pequeño le preguntó si él también quería ser gay, Salvador recordó que era hora de bajar a cebar la bomba de la cisterna.
***
Esa noche, particularmente agradable, mientras el brillo lejano de Venus aparecía a destiempo y Salvador contemplaba los helechos que crecían en la cornisa de la azotea, entendió que necesitaba un cambio.
Aquí, amables lectores, me veo forzado a detenerme. Amanece y por la ventana entreabierta se oye una ambulancia y veo pliegues paralelos arrugar la superficie gris del Hudson. Tengo que retornar a la realidad. Pero los invito a impulsar de nuevo la rueda de la fortuna y registrar el resultado irrepetible de su caleidoscopio. De ser posible, por escrito.
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ROLANDO ARCO
Nació en Leningrado (ahora San Petersburgo) en 1970, hijo de madre ruso-judía y padre cubano. Geólogo medioambiental de profesión y narrador de vocación. Creció en Sagua la Grande, una ciudad costera en la costa norte de Cuba, y cursó estudios universitarios de geología en Lvov, Ucrania, en medio de las esperanzas y los cambios de la Perestroika. En 1996 emigró a Nueva York donde comenzó a trabajar como geólogo medioambiental. Se graduó del programa de Maestría de Escritura Creativa de la NYU en 2020. En 2022 publicó una colección de cuentos Semillas de Anón con la Editorial Verbum (Madrid). Otros cuentos suyos han sido publicados en las revistas Baquiana, Tabula Rasa, Temporales, Latin American Literary Review y CubaEncuentro. Actualmente trabaja en una novela, a medio camino entre una memoria y una historia familiar.
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