EL ASCENSOR DE LA MINA
El viento me da en la cara. Quema. No quiero asomarme mucho por encima de la colina para no ser visto. ¿Visto por quién? Si aquí no hay nadie. Busco respuestas. No me cabe en la cabeza que yo sea el único habitante del planeta. Alguien más tuvo que sobrevivir, digo yo. Si, pasara lo que pasara, una persona sumergida en el océano a 200 metros de la superficie pudo salvarse; habrá más gente que lo consiguiera. No pararé hasta encontrar a alguien con vida.
Lo primero que se me ocurrió fue venir hacia la mina de San Julián. Hace poco había leído que mi tatarabuelo había trabajado en ella y que, quizás, fuera la más grande de México. Si la profundidad del mar me salvo a mí, a los mineros que estén trabajando en las profundidades quizás les haya protegido también. Desde el promontorio observo cauteloso y no se ve a nadie. Me decido a bajar e inspeccionar la zona. La entrada a la mina se hace a través de una gran nave. Creo que será el primer sitio al que debo dirigirme. Camino por la explanada exterior con los brazos abiertos en señal de rendición, por si hubiera algún rifle apuntándome. Nada. Llego hasta la puerta. Una flecha amarilla, dibujada en el suelo, me señala a una mesa en la que hay una tabla con dos cuartillas grapadas. Dudo en acercarme. ¿Y si es una trampa? Que tontería, vengo solo y, si hubiese gente aquí, ya me hubieran capturado, pienso. Por lo tanto, me acerco y leo.
Los mineros, al ver que nadie les contestaba, decidieron salir a ver qué pasaba fuera. Y, como a mí, les extraño ser los únicos seres a la vista. Por lo menos, ya sé que no estoy sólo. Ahora hay que buscar dónde se esconden. La carta lo pone. Se han dividido en dos grupos para ir a buscar a sus familias en los pueblos aledaños de El Ocote y Los Alamitos. Eso pone la nota escrita a mano. Será media jornada de camino ligero y, cuanto antes empiece, antes llegaré. Veo otra flecha amarilla. No sé a dónde conduce, pero voy a investigar. Mucho se han preocupado los mineros de dejarlo todo preparado y algo deben querer decirme. Esa flecha lleva a otra y así, hasta cinco. La última indica que abra una puerta. Que buena gente, es una habitación llena de aprovisionamientos. Cargo unos pocos, sin excederme para que haya suficiente por si hay más supervivientes con la misma idea que yo y deciden venir. Otra flecha me señala una caja con llaves de coches, marcadas con la matrícula. Miraré todos a ver cuál tiene más gasolina y devolveré el resto de las llaves a su receptáculo. Oigo una voz. Me escondo apresuradamente y con el corazón acelerado.
“Atención, nivel menos 4 a superficie. ¿Me escuchan?”, suena repetidamente. Me relajo al ver que esas palabras provienen de una radio emisora conectada a la gente del subsuelo. Era gente verdadera, no era una grabación así que; contesto tímidamente: “Aquí la superficie”. Oigo llorar. Por fin, alguien les hace caso. Me explican que son diez personas que se han quedado atrapadas porque el botón de subida no funciona. Llevan tres días sin que nadie les baje comida y no saben que ha pasado. Les digo que ya les contaré, que lo primero que hay que ver es la forma de sacarles de ahí. Cuando les digo que no conozco la nave, que me tienen que dar instrucciones para poder llamar al ascensor desde fuera, me dicen que no los mate. “No pienso matarlos. ¿Por qué habría de hacerlo?”. Piensan que soy líder de una banda de narcos que han tomado el control de la mina y que hemos liquidado a todos los trabajadores. Me siento con calma a explicarles todo lo que ha pasado o, por lo menos, lo que yo puedo llegar a entender. Vuelven a llorar. Al rato, después de deliberar, deciden que lo mejor es enviar un emisario. Si sobrevive y les convence de que suban, lo harán los demás. Me parece justo. Se toman un tiempo de deliberación y, al final, vuelve a sonar la radio. Me indican que, cuando quiera, puedo apretar el botón de subida. Lo hago y tarda muy poquito en llegar a la superficie un hombre anciano y muy demacrado. Está en el ascensor, sin camisa y mostrando las manos abiertas. Yo, para inspirarle más confianza, me había quitado toda la ropa y lo esperaba con los brazos abiertos y de rodillas. Al verme, bajó sus manos y se adelantó hasta donde yo estaba. Me levantó llorando y me dio un abrazo. Justo en ese momento, sentimos un ruido de motor extraño. Como un zumbido.
Como sincronizados, nos escondemos urgidos por el miedo que compartíamos. Mientras me voy vistiendo, avanzamos hacia la salida para ver quién viene. Escuchamos sus voces. No son en nuestro idioma y, si me apuran, es como si no hablaran como los humanos. Suenan las voces como con un eco infrecuente, algo así como cuando hablamos con un distorsionador. Noto el pánico del anciano o es el mío reflejado en él. Me dice que subamos al piso superior desde donde vigilaremos mejor, me agarra y tira de mí. Desde arriba, no nos lo podíamos creer. Una especie de seres extraños bajaban de una nave que portaba a cuatro de ellos. ¿Qué era esto? ¿Una invasión alienígena? Eso parece, me contestó el minero antes de decirme “Hay que sacar a los chicos de abajo o, por lo menos, apagar la radio antes de que los escuchen”, dijo, muy seguro. Antes de decidirme a bajar, ya había corrido él sin darme tiempo a reaccionar. Mientras no entren en la nave, no lo verán, pensé. Ahora, uno de ellos se ha determinado a inspeccionar el interior. Lo van a descubrir, seguro, me dije. Al sentir, de nuevo, el ascensor; creo entender que ha elegido la opción de volver a bajar con sus compañeros. Si hay que morir, seguro que preferirá estar junto a ellos. A la voz de uno de esos seres, otro coloca una especie de cañón mirando a la nave. Intuyo que van a hacer volar la mina con todo tipo de vida que haya cerca y, sin pensármelo; cojo una caja de herramientas que tengo al lado, subo el ascensor, entro y le doy al botón de bajar. Es la única forma de salvar la vida o, como mal menor, retrasar la muerte unos días.
Al llegar abajo, el anciano me abraza llorando. Ya les había contado a sus compañeros, parte de lo que había visto. De repente oímos un zumbido. Les cuento que creo que ha sido el disparo del artefacto. Quizás sea como un scanner que elimina todo rastro de vida. Eso es más rápido que entrar y ver si hay alguien. Por eso no entraron. Tras un rato en silencio, me empiezan a hacer preguntas. A cuanto más les cuento, más fuerte lloran. Creen haber perdido a sus familias y no encuentro razones para consolarles. Hasta yo mismo pienso que he perdido a la mía. Pero, antes de que se me olviden, dibujo en la pared los símbolos que memoricé y que estaban escritos en el tubo del cañón alienígena. Son seis y parecen letras en su idioma. Tras una hora, en la que pusimos sobre la mesa toda la situación, me levanto para ir ganando tiempo. Saco de la caja un destornillador y me dispongo a arreglar el botón de subida. Un pequeño ratoncito, de no más tamaño que una yema de dedo, había roído el cabe y se había quedado pegado. Miro para todos inquisitoriamente. Asombrados, entienden que, eso, lo podían haber solucionado ellos mismos. Se miran avergonzados mientras los convoco a tomar decisiones. La única: esperaremos un día, a que se hayan ido y mandaremos un enviado a vigilar a ver si el espacio está vacío de nuevo.
Eugenio, que así se llama el anciano, se vuelve a prestar voluntario. Me dicen que ya lo hizo la primera vez, cuando pensaban que yo los iba a matar. Si uno de ellos debe sacrificar la vida, que sea al que menos le queda. Lo abracé, porque ya me estaba cayendo genial. Si sobrevivimos, lo adoptaré como el padre que nunca tuve y siempre eché de menos. Lo mejor será que descansemos un poco. Hay sitio para dormir en el suelo y cierro los ojos, cansadísimo.
Al despertar, comemos algo de lo poco que pudo bajar el viejo y, tras pasar unas horas, como en un ritual extraño, le abrazamos en señal de respeto por arriesgarse por nosotros. Se sube en el ascensor y, señalando, me pide que haga los honores de apretar el botón de subida. Se va, dejándonos en una tensa espera en la que los minutos se hacen horas. “Aló, nivel menos 4”, se oye por la radio y todos gritamos abrazados. Es la primera vez, desde que esta especie de apocalipsis sucedió, que he llorado. Creo que la alegría de todos me ha conmovido. Ahora, nos toca subir a nosotros.
En la superficie, decidimos apostar al más joven en el punto más alto de la nave para vigilar por si vuelven los seres. Cuando todos señalan que es Vanessa, me doy cuenta de que es una mujer que, en la semioscuridad y con la cara tiznada, no me había percatado de ello. Los demás, tras darle su ración para que se la llevara a su puesto de vigía, nos dispusimos a comer. Les digo que dejen algo por si viene gente detrás de nosotros. Aunque, visto lo visto, estaban arrasando a la humanidad y no sabíamos que grado de impacto mortal había sufrido el planeta. A lo mejor sólo era esa área; a lo peor todo el país o, a lo catastrófico: todo el mundo. Hemos decidido hacer como el resto de los trabajadores de la mina. Iremos a los pueblos a los que se dirigieron y buscarlos a ellos o algunas respuestas. “Andando, nada de coches”, aporta el anciano, con el fin de no ser descubiertos. Iremos por donde no puedan vernos. Eso nos ralentizará, pero nos dará seguridad. Casi un día entero tardamos en llegar, que, pese al cansancio, no se nos nota. Son más las ganas de saber que el agotamiento. La chica, por el camino, me contaba que vivía en Terreros, al lado de Los Alamitos, y que al mes siguiente tenía previsto casarse. Ahora, no sabía ni siquiera si su novio existía.
Al llegar, vemos lo que imaginábamos. Nada, ni nadie. Ningún rastro de vida. Ni humana, ni animal. Parece que ese cañón, no discrimina. Evapora a todos los organismos vivos. “Hemos de volver a la mina, les digo. Mientras tengamos el ascensor hacia la salvación tendremos una esperanza. Todos asienten y empezamos el camino de vuelta. Llegamos y está todo como lo dejamos. Con inconsciencia, se me ocurre la idea de encender el ordenador y buscar un manual de antenas de radio. Si logro amplificar la señal del emisor que tenemos, quizás podamos contactar con otra gente en nuestra misma situación. La chica me para. Si encendemos el ordenador, posiblemente nos encuentren y vengan a buscarnos. Lo odio, pero tiene razón. ¿Haciéndolo de memoria lo lograré? Sí, soy electrónico, pero la parte de antenas no la repaso desde mis primeros cursos en el instituto. No hay de otra. O lo intento, o nada. Una semana he tardado, haciendo todas las pruebas que se me ocurrían, en montar un prototipo que; de hecho, ni siquiera sé si va a funcionar. Haremos turnos de una hora, lanzando señales a ver si alguien nos escucha en varias frecuencias diferentes. Se nos empieza a agotar la comida y tenemos que buscar soluciones. Eugenio, valiente y arrojado como siempre, dice que puede bajar al pueblo con uno de los coches y traerlo cargado de comida. Ninguna objeción por parte de los demás, por lo que eligió el coche más grande para venir más cargado. Se va y volvemos a repetir el ritual de los abrazos. Yo le doy el más fuerte que creo que he dado en mi vida y me vuelvo a mi turno de la emisora de radio. Al arrancar, salió a toda marcha y parecía que iba gritando algo que no se le entendía. Pero, espera; si al irse alejando el grito sigue en el mismo volumen, es que no es él, es la radio. Alguien nos estaba mandando un mensaje. Ilusionados, todos salimos corriendo hacia la emisora.
Era una señal desde las Islas Canarias. Miembros de un submarino que rastreaba pecios españoles hundidos por corsarios ingleses se había salvado y buscaban ayuda. No estamos solos, pensamos, pero esta invasión no había acabado todavía. Si nos encuentran nos matarán. Hay que mantenerse alerta. Ese día lo pasamos hablando con los españoles. Ellos ya habían contactado con otros supervivientes en Australia, Brasil, Italia, Grecia y Filipinas. Así pasamos las semanas. Yendo al pueblo a buscar comida y haciendo un mapa de todos los sitios donde hay gente con vida. En dos meses, ya tenemos censados más de dos mil personas en todo el mundo. Por la información que nos iba llegando, averiguamos que fue una súper nave que no se sabe de dónde vino, disparó un potente laser que acabó con la mitad de la humanidad. Posteriormente, se situó en la cara opuesta de la tierra y volvió a disparar eliminando a la otra mitad. Sólo se salvaron los que estaban sumergidos en las profundidades. Entre ellos, nosotros. Ya di por descartado volver a ver mis amigos y a los padres que me criaron.
Estoy preocupado porque Eugenio el anciano está tardando mucho más de la cuenta. Al atardecer lo vemos llegar más acelerado de lo normal de su viaje a “hacer la compra”. Nos cuenta que, por el camino, se encontró uno de esos vehículos con varios seres muertos a su alrededor y por eso tuvo que venir por otro lado. Tras una reunión, disponemos en ir a investigar. Eso sí, a pie. Me presto voluntario junto a dos miembros más. Uno, por ser el más fuerte y el otro, por ser ingeniero. Que no sé qué tenga que ver, pero se decidió y punto.
Nos acercamos con lentitud, por si fuera una trampa. Sin sobresaltos, llegamos hasta ellos. Muertos, como había dicho Eugenio. No los tocamos. Bueno, con un palo sí que me atreví y nada, sin vida, tirados. Inspeccionamos el vehículo sin rozarnos con él. No tenía ruedas, iba por encima de la superficie y en el cañón la misma palabra que yo había escrito. Quizás fuesen los mismos que estuvieron en la mina. Teníamos que contárselo a toda la comunidad. Volvimos al refugio y nos sentamos todos en corro, alrededor de la radio. Informé, a los radioescuchas conectados, de nuestro hallazgo. Nos alegró saber que no éramos los únicos que habíamos visto seres muertos. Se estaban extinguiendo por todos sitios. Nadie sabía las causas, ni nos importaban. Reportaban desde Argentina, que un científico que estaba haciendo una excursión de espeleología el día de la devastación, se iba a atrever a diseccionar. Días después, su conclusión es que estaban muriendo por algún agente patógeno en nuestro aire.
Pero no podía ser que una civilización tan avanzada tuviera un error tan infantil. “Eso es de primero de invasiones galácticas”, pienso. Inicialmente hay que ver si podemos vivir y luego invadir. No sé y quizás nunca sepa. Por ahora lo único cierto es que tenemos que volver a reunificarnos los humanos que hayamos sobrevivido y crear nuevas comunidades. Ya somos tres en México y hemos quedado en volver a refundar Tenochtitlan. Ya le dije a Eugenio que quería que viviera conmigo y, si todo va bien, Vanessa tendrá boda. Si ella quiere, claro. Nunca sabremos que significaban esas letras que portaban los cañones de los vehículos alienígenas, pero en toda la humanidad se ha tomado como el símbolo de “el nuevo resurgir”.
________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________
LUIS ALBERTO SERRANO
Nació en Madrid, España (1964). Narrador. Desde muy joven reside en las Islas Canarias, donde ejerce profesionalmente como guionista, director de cine, televisión y publicidad. Ha dirigido cuatro cortometrajes, algunos premiados en Festivales. Para televisión, ha escrito los guiones de programas de éxito para Televisión Canaria y Antena 3 Canarias. Ha diseñado campañas de publicidad en televisión para varias empresas y ONG,s durante muchos años. En la actualidad imparte ponencias sobre cine y literatura. Como director artístico, dirigió las Galas de Carnaval de Telde los años 2005 (México) y 2006 (Roma) muchas de ellas televisadas por el Canal Internacional de Televisión Española y los Premios VIP Las Palmas. También estrenó dos Musicales LA MOVIDA MADRILEÑA (que dirigió durante 2 temporadas) y POPGLISH que hace un recorrido por el Pop Británico. Ha publicado tres libros hasta la fecha: la novela Las Tres Reinas (2019), Las Tres Reinas [en versión juvenil] (2022) y Relatos a Quemarropa [Proyección Literaria] (2024). Su blog DESDE MI PROPIA LUNA (luisalbertoserrano.wordpress.com) cumple 4 años de vida, siendo publicados sus artículos en más de 20 medios de varios países.
_________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________