PILAR QUINTANA, NUEVA REVELACIÓN: A PROPÓSITO DE LOS ABISMOS Y LA PERRA
por
Germán David Carrillo
Pilar Quintana es una joven escritora de Cali que cuenta ya con varias novelas publicadas, tres de las cuales han sido galardonadas. Inició su carrera con Coleccionista de Polvos raros (Premio La Mar de Letras, 2010), seguida de La Perra, (Premio Biblioteca de Narrativa Colombiana, 2018) y finalmente en este mismo año con Los abismos, (Premio Alfaguara 2021), novela que nos ocupará preferencialmente aquí.[1]
Quintana pertenece a una nueva generación de escritoras que han sabido abordar el manido tema de La Violencia, junto al de la “sicaresca,” asumiendo, con mayor propiedad, nuevos enfoques bajo etiquetas diferenciadoras tales como: personajes femeninos mejor delineados, abundante introspección, intimismo comunicable, escudriñamiento de patologías sociales, así como ocultas y casi invisibles formas de violencia individual e intrafamiliar. [2] Esta última en grado muy especial. Veamos.
Algo que salta a la vista de inmediato en Quintana es el mecanismo que consiste en plantear los hechos, sin hacerlos explícitos, limitándose a dar pistas sobre los conflictos que narra. Este manejo de la escritura tiene precedentes más cercanos en obras de García Márquez, como La hojarasca y Crónica de una muerte anunciada –el personaje del médico suicida, o los hermanos cómplices Vicario – podrían servir de buenos ejemplos-. También remite a algunas obras de Hemingway como el relato titulado “The Killers” (Los asesinos), obra emblemática, en lo que respecta a este rasgo de relevar apenas lo indispensable para incrementar la curiosidad del lector con acotaciones sucintas en relación con el peligro inminente de muerte violenta que amenaza a Ole Anderson, buscado por dos matones quienes terminan desapareciendo de súbito de la escena dejando al lector libre para que recree, suponga o deduzca lo que el autor ha dejado en entredicho sobre el futuro de Anderson. Tal es el caso de Quintana en los abismos como posibles desenlaces de ciertas vidas que se tambalean en la cuerda floja del capricho personal, del auto-abandono, de la inevitabilidad que marca sus vidas. La tía Rebeca, o su misma madre, son vidas más bien intuidas que comprendidas por la narradora.
Tales supresiones están motivadas por las circunstancias en que transcurre la vida de Laura, quien se limita a registrar lo que ve y lo que oye, sin hacer inferencias que pudiesen interpretarse como conclusiones y que caerían más allá de su capacidad deductiva. Es una labor estilística nada fácil pues exige cierto talento en la manera de registrar el mundo sobre la marcha respecto a lo que es o no es la realidad que pasa ante sus ojos, actitud que vale más por lo que calla que por lo que cuenta.
Otro de los méritos de esta novela –tal vez el mayor- radica en un elemento narratológico fundamental: la focalización de la historia que aquí se ejecuta a partir de la mirada de una niña inmersa en conflictos del mundo de los adultos, mundo del cual es testigo y víctima a la vez, al no poder sustraerse de ese ambiente tóxico para su desarrollo personal. Aun así, Claudia, hija, es un testigo de excepción, sensible e inteligente, provisto de una constante conexión con el mundo adulto que permite que la narración gane en interés gracias a la curiosidad que sabe fomentar en el lector.
Quintana juega continuamente con dos elementos narrativos: lo implícito que está en constante contrapunto con lo explícito. Lo explícito se reserva para la observación directa de los hechos y de la naturaleza; lo implícito, en cambio, para las interpretaciones de los conflictos que siente en carne propia, pero de los que hace un manejo especial, guiada por un sentido práctico que, busca la supervivencia: de ella y de su familia. No obstante, su tierna edad, la protagonista se deja guiar por un cierto instinto de supervivencia psicológica, hasta el punto de intervenir solo cuando es absolutamente necesario, creyendo que con ello podría evitar tragedias de sus mayores. (i.e., la mala voluntad y el engaño que su madre- quizá sin proponérselo- le hace al copiar en dos páginas, en vez de una, un mapa, como estaba mandado por la maestra. De esta situación trivial se aprovecha la maestra para realizar una muestra de escarmiento al poner a la niña en ridículo frente a la clase causándole una humillación imperdonable:
“‘¿Qué explicación tiene la señorita?’
No dije nada.
—‘Que no siguió mis instrucciones. A quién se le ocurre pegar un mapa de esta manera. Mire esta cosa tan horrible. —Cerró el cuaderno con desdén. —Ud. No le pidió ayuda a su mamá.’
La miré sorprendida.
—‘Cierto que no?’(…)
—‘Cierto’ —dije porque preferí que pensaran que la bruta que había hecho esa cosa horrible era yo.
La profesora negó con la cabeza.
—‘Tiene cero.’
La vi anotarlo con rojo en la lista y volví a mi puesto.” (Quintana “Los abismos” 242-343)
La novela apela a la capacidad deductiva del lector para llegar a saber lo que el personaje infantil no sabe (todavía), pero que sí sabe la narradora, aunque no lo haya contado aún, respetando la condición que hemos denominado focalizadora de la niña. Hay así espacio para sugerir que toda la historia que se nos cuenta a través de sus deducciones, por trágica que sea, es una excelente muestra de tratamiento metonímico en cuanto a su estructura narrativa se refiere, trato que nos remitiría a un antecedente novelesco obvio por ser ya un hito en la literatura hispanoamericana: Pedro Páramo. En ambos casos, la narración se detiene constantemente, pero no así la historia, que va completándose, paso a paso, en la mente del lector.
Este aspecto se valida mediante un recurso complementario: el de la estructura basada en capítulos cortos que no siempre mantienen la continuidad del hilo ni del eje narrativo. En el caso de la novela de Rulfo, se justifica por la condición fantasmal de un pueblo habitado por ecos y murmullos de ultratumba; en Los abismos, por la visión fragmentada y non-sequitur de una niña de atención dispersa y condicionada por los vaivenes incomprensibles del mundo adulto, acrecentados por la creencia del Coco que aquí se llama “El viruñas” en la terminología de Porfirio, administrador de la finca donde pasan las vacaciones escolares, temores que se acrecienta en la psiquis de una niña predispuesta a creer en duendes y fantasmas que se cuelan por las paredes en medio de la niebla:
El viruñas, me dijo, era un diablo que vivía en las fincas, dentro de las casas, pero no de este lado, sino detrás de las paredes. Dormía de día y se despertaba de noche. Los ruidos extraños que uno no sabía de dónde venían, que sonaban como pisadas de pájaros en el cielorraso, chirridos de la madera o aire en las tuberías los hacía él al rascar las tripas de la casa. (157)
La naturaleza en Los abismos y La perra
Tanto en La Perra, como en Los abismos hay una gran presencia cuantitativa de la naturaleza (mar y selva). En ambos casos es una presencia focalizada, no solo por agreste, sino por peligrosa, como que devoraba vidas con una particularidad: la de hacer desaparecer los cuerpos de súbito para devolverlos más tarde en un largo proceso de descomposición. En La perra, la naturaleza aparece de forma amenazante en forma de un acantilado, cercano a casa de Damaris, la protagonista, veamos:
“Parecía como si hubiera un incendio en el cielo y el mar se puso morado” (Quintana “La Perra” 46);
“Se soltó un aguacero tremendo, con rayos, truenos y tanta agua que era como si cayera a baldados sobre el techo de la cabaña” (47);
“Afuera caía una tormenta brutal” (51);
“Había una capa de nubes gruesa y tan baja que parecía aplastar la tierra” (68);
“Había una tormenta eléctrica con rayos azules y anaranjados que caían como arañazos sobre la oscuridad” (69).
Y especialmente esta observación:
“El mar seguía tranquilo como una piscina infinita, pero Damaris no se dejó engañar. Ella sabía muy bien que ese era el mismo animal malévolo que tragaba y escupía gente” (99)
En esta última cita, se sintetizan dos ideas que prevalecen en estas dos obras: (1) la naturaleza amenazante, y (2) la posibilidad de ser devorado o “desaparecido” por ella.[3] Esa visión agresiva de la naturaleza que permea toda la novela, ha tenido un antecedente nefasto con la desaparición de Nicolasito, en La perra, el vecino bogotano rico que pasaba vacaciones por allí, único amigo de la infancia, justo cuando sintió la posibilidad de un contacto amable con el mar que hoy resultaría nefasto: “Entonces se acercó a las peñas diciendo que quería que el rocío de las olas lo mojara. Damaris trató de impedirlo, le explicó que era peligroso, le dijo que en ese lugar las peñas era resbalosas y el mar traicionero. Pero él no hizo caso, se paró sobre las peñas y la ola que reventó en ese momento, una ola violenta, se lo llevó.” (La perra, 30)
Hay en Los abismos alusiones repetidas a temas del enajenamiento – humano y animal-, a los caprichos humanos, a los misterios y secretos inconfesos, presentes ya en La perra. Sin embargo, en Los abismos, la visión negativa de la naturaleza alcanza su punto de máxima inflexión cuando se transforma en una categórica alegoría de amenaza auto-destructiva, puesto que parece un tema tabú impensable pero que sale a flote de la conciencia, si no de la narradora, sí del lector atolondrado por la magnitud de lo que el texto parece sugerir: el suicidio, aunque no se le reconozca todavía con ese nombre. Aquí se pone de manifiesto el gran símbolo de la narración, indicio clave del título escogido. Es verdad que los abismos los proporciona la naturaleza, pero su capacidad devoradora no reside en ella misma, sino en el interior de los personajes; en otras palabras, es una manifestación de sus propios vacíos existenciales. Es tan clara esa especie de desplazamiento (del vacío interior al abismo exterior) en los personajes que la misma niña ha expresado con atisbos y sugerencias veladas:
“Entonces lo vi en sus ojos. El abismo dentro de ella, igual que el de las mujeres muertas, al de Gloria Inés, una grieta sin fondo que nadie podía llenar. -Este lugar es perfecto para desaparecer (Quintana “Los abismos” 194).”
La tendencia autodestructiva también es un estigma que afecta a los personajes de diferentes generaciones. Ha provocado el suicidio de su tía Gloria Inés, intempestivo hasta cierto punto, afecta a madre e hija, pues ésta comienza a sentir los primeros gérmenes de esa tendencia. Ese impulso tanático que busca en la muerte una desconexión con el mal momento que vive Claudia, hija, es auto-destructivo. Y sin embargo, se expresa de manera compleja y, paradójicamente, en un lenguaje sencillo y certero, propio de la edad del personaje: “Quería vérmelas de nuevo con el abismo, sentir la cosa rica en la barriga y el miedo, las ganas de saltar y alejarse.” (153)
Una de las principales líneas temáticas de la novela es la lucha contra esa fuerza oscura, de connotaciones misteriosas, que provienen de la naturaleza, con el propósito de devorarlos personajes más queridos o cercanos: su tía, su madre y hasta la muñeca Paulina que terminará por convertirse en otra víctima del llamado del abismo.[4]
Claudia es víctima de esa oscura fuerza que destruye a los mayores, y que comienza a germinar en su conciencia sin que pueda discernir por qué motivos (¿herencia, genética, ambiente tóxico familiar?), avanza a medida que crece en su interior y que amenaza con devorarla: “Entonces el abismo, como no lograba hacer que me lanzara ni podía devorarme, se me metía por los ojos, una cosa deliciosa y horrible, una bolita saltarina en la barriga y una náusea asquerosa y pestilente, hasta quedar bien sepultado dentro de mi” (230). Hay también en ella una dualidad nociva, pues si el abismo la horroriza, también le genera otras sensaciones. La sensación de la “cuerda floja” incrementa el conflicto interior en la niña, pues el abismo no solo representa el peligro y la atracción a un mismo tiempo, sino un reto lúdico, como podría ser la ruleta rusa y como ella misma logra transparentar al decir: “Entonces nos dimos cuenta de que el muro del antejardín parecía un precipicio horrendo y lo recorrimos, haciendo equilibrio, para no caer.” (234)
Presencia de otros símbolos
Se recurre aquí a elaborar una jugada maestra en el manejo de los simbolismos de parte del personaje narrador. Para no continuar la cadena de auto-destrucción familiar, la niña desplaza su conflicto a Paulina, su muñeca, con el propósito de proyectar en ella sus temores. En ella cultiva parte del ego y, llegado el momento crítico, la que se arrojaría al abismo sería Paulina, no Claudia. De esa hábil manera Claudia se deshace del estigma tanático o suicida que ha estado presente en ella hasta ahora. A partir de ese mecanismo, la mirada sobre la naturaleza ya no es temerosa ni prevenida, sino saludable; sin embargo, en el lenguaje de Claudia no es tanto la mirada, sino la naturaleza misma la que se transforma en un ente amable hasta lograr desplegar su efecto sanador sobre la familia. Todo ese ambiente se transfigura literalmente en la última página que cierra el texto:
Desde el velorio de Rebeca ella no tomaba whisky. Tampoco antialérgicos. No andaba con la nariz roja, a voz gangosa ni cajas de clínex. Me giré hacia el corredor para examinar, a través de la ventana, el estado de los guayacanes. No estaban florecidos. Tampoco pelados. Habían reverdecido y en cada rama tenían brotes nuevos. La escalera desnuda, a mis pies, con los tablones y tubos de acero negro, se me hizo más abismal que el precipicio de la finca, más escarpada y terrible. La selva, abajo, abundante, con las plantas verdes y saludables. El viento de la tarde entró por las ventanas, la selva despertó de su quietud y en el apartamento, a pesar de mi mamá, se hizo una fiesta. (Los abismos, 246).
La tendencia hacia la desaparición a la que Claudia alude no parece motivada y, en menor grado, tampoco explicada ni puntualizada. Porque lo único que el personaje acierta a verbalizar acerca de esa fuerza oscura se ejecuta valiéndose de un sueño premonitorio que la devuelve a la nefasta finca de verano y que la envuelve de nuevo con su poder avasallante y devorador: “Una neblina pasó por el frente, nos cubrió y, cuando se deshizo, estábamos en el borde del precipicio. El abismo nos llamaba, nos jalaba” (p. 229), dice hacia el final en un enunciado plural que incluye a la muñeca y que facilita la proyección psicológica del fenómeno del doble. Dicho desdoblamiento facilita, al final, la operación salvadora que remite al mito del sacrificio bíblico consistente en apaciguar las fuerzas amenazantes (la deidad) con la entrega del “chivo expiatorio” que aquí no es otra que Paulina, su muñeca lanzada al abismo hambriento de víctimas.
La muñeca adquiere una doble proyección simbólica: es símbolo de la niña misma y su posible reproducción en una hija futura a la par que la de madre con quien comparte el nombre. Es de notar que la primera impresión de la niña cuando ve la muñeca, es pensar en su madre: “Tenía el pelo largo de color chocolate, idéntico al de mi mamá” (35). De modo que cuando la niña arroja al abismo su muñeca, se está deshaciendo de la imagen materna negativa al mismo tiempo que corta el hilo umbilical que la ata a su nefasto pasado familiar.
Los abismos interiores
Una oposición original en la novela, es la de oposición ciudad-selva, que no se presenta en forma de dicotomía simple y explícita, sino como una dinámica que confunde sus fronteras. De hecho, la primera línea y también primera imagen de la novela es la presencia de la selva en la ciudad: “En el apartamento había tantas plantas que le decíamos la selva (…) Arriba el corredor era abierto a la sala (…) Desde allí se contemplaba la selva, abajo, esparcida por todas partes” (13). Y no es por casualidad la novela termine con la alusión a la misma selva dentro del apartamento, tan solo que con nuevas connotaciones: ahora, al final nos dice: “la selva, abajo, abundante, con las plantas verdes y saludables. El viento de la tarde entró por las ventanas, la selva despertó de su quietud y en el apartamento, a pesar de mi mamá, se hizo una fiesta (246).” “Fiesta” es curiosamente la última palabra de la novela. Así, a pesar del tono sombrío que la caracteriza, este final sugiere una apertura optimista.
El abismo en la novela no solo está representado por el suicidio material, sino también por otras formas de auto-destrucción cotidiana: la postración en la cama, asociada a una actitud de tedium vitae, que es a su vez, consecuencia de la falta de opciones más allá de un rol restringido al papel de buenas esposas y madres, sin descartar un componente genético que, como estigma, llega a contagiar a la niña con esos abismos reales colindantes con la casa de verano que alquilan.
Ahora bien, si la niña Claudia es víctima de una pulsión hacia el abismo auto-destructivo, en parte como réplica y consecuencia indirecta de los conflictos adultos, ¿qué ocurre en ese mundo de los mayores? ¿de qué maneras elaboran simbólicamente ellos – padre, madre, tías y allegados- sus conflictos? La figura predominante en ese mundo es Claudia, madre,[5] En un momento, al comienzo de la novela, alcanza una especie de resplandor vital cuando inicia una relación clandestina y apasionada con su cuñado (el esposo sorpresivo de su propia hermana Rebeca), pero que se frustra al ser descubierta. Cae así en una depresión cuyas manifestaciones son la abulia, la postración, la falta de motivación para hacer algo distinto a estar en la cama bebiendo whisky y leyendo revistas.[6]
Una relación extramatrimonial frustrada no es el único motivo para caer en esa especie de abismo depresivo; existe anteriormente una condición familiar que jalona a varias generaciones hacia la inmovilidad; esa condición -lo sugiere la narradora- es de doble tipo: social y familiar. Desde la perspectiva social, los personajes femeninos pertenecen a dos generaciones de mujeres constreñidas a un rol inamovible de madres de familia y buenas esposas. Desde una perspectiva familiar, existe un elemento de carácter irracional: es el estigma que afecta las diferentes generaciones y que Claudia, al final corta de tajo, en un excelente “tour de forcé,” al sacrificar a su muñeca, es decir, a su hija simbólica, para calmar el llamado del abismo.
El lenguaje de Los abismos
Aunque no sea el fuerte de la novela, el manejo del lenguaje aquí es el adecuado: se ajusta al de una niña narradora, aunque a veces las catálisis narrativas centradas en la descripción de la naturaleza resultan excesivas y le restan ritmo a la narración; sin embargo, es un lenguaje equilibrado; por un lado, elude los lugares comunes, y, por el otro, evita caer en la tentación de un barroquismo injustificado en una niña más atenta a procesar las sensaciones que a hacer ejercicios retóricos elegantes. La presencia constante de la naturaleza y de las alegorías se justifica por la amenaza constante que la niña siente en su entorno, y que la transfiere a las fuerzas telúricas, incomprensibles; de hecho, el acta del jurado recalcó la utilización de “una prosa sutil y luminosa en que la naturaleza nos conecta con las posibilidades simbólicas de la literatura, y los abismos son tanto reales como los de la intimidad.”[7]
Por lo demás, la expresividad de la narradora es muy consecuente con las limitaciones del personaje focalizado. Recordemos que es una niña de 8 años quien relata; por tanto, su lenguaje, al igual que su percepción, está limitado a una comprensión parcial de los signos adultos; así las cosas, el estilo contenido y a veces elíptico de la narradora es uno de los mayores logros del enfoque narrativo presente en la novela. Así lo sugiere en un momento dado: “Busqué en las caras de mi tía y mi papá, en las cosas que se decían y en las que no. No encontré nada” (85).
Los mejores aciertos en el manejo del lenguaje se dan cuando la narradora reproduce su visión de la naturaleza, otorgándole personificaciones originales, casi todas signadas por imágenes amenazantes, tan pronto la ciudad da lugar a las primeras apariciones del campo. La salida de Cali es presentada de manera poco menos que sombría, en una de las mejores imágenes de la novela: “Entramos en una carretera estrecha y sin pavimentar. Casas, restaurantes, un bosque con árboles chorreados de musgo como brontosaurios masticando algas. El bosque se abrió a un precipicio peor que el de la carretera central, más negro y espeluznante. Volvió el bosque a ambos lados, otro precipicio y, entonces, la finca. (…)(130).
Es de resaltar también en esta novela la presencia telúrica metaforizada en el momento de dar cuenta de los conflictos y sensaciones, como se puede apreciar en el siguiente pasaje:
“La tempestad era en el cuarto de mis papás. Era la voz de mi papá. Una voz que le salía de adentro, no de su garganta sino de la barriga, como cuando antes de temblar la tierra ruge. La voz de mi mamá, una hebra delgadita, se percibía en los pequeños espacios que él dejaba. No se entendía lo que decían. Únicamente los gritos y la vibración. Únicamente la furia. Ella alzó la voz y por una vez, la escuché con claridad
‘¡Pues nos separamos!’
Y él:
‘—¡Te voy a dejar en la calle, como a él!’” (67).
A manera de conclusión
En Los abismos Pilar Quintana logra elaborar una sutil y hábil conexión con abismos de diferentes especies que incluyen las preguntas sin respuestas satisfactorias, los vacíos o huecos sin llenar, externos e internos, una relación potenciada por el complejo aporte de la relación patológica de los personajes femeninos con tales fallas, todo formulado en una dinámica gradual que se desarrolla a lo largo de la novela y que hace parte del trauma omnipresente. En efecto, el abismo natural en la novela, no es un mundo que produzca solo rechazo o atracción, sino que genera un tercer símbolo decisivo aquí, dadas las circunstancias de Claudia: se trata de la cuerda floja como el difícil equilibrio en que se balancea la vida de la generación de las mujeres por la línea materna (madres, tías, hermanas, su familia en general) afectadas por el sinsentido que la vida les muestra y que conduce al suicidio o por lo menos a la tentación del suicidio y a las distintas figuraciones del “abismo” visto como un extraño y peligroso, pero real, modus vivendi.
En el panorama de la literatura colombiana, Quintana continúa y consolida una obra de exploración sobre la condición de la mujer y las nuevas tensiones personales y familiares, iniciada en su anterior novela, La Perra, en donde ya daba aviso claro a esta forma denunciadora y muy original sobre la vida en Colombia, con el insoslayable tema de la violencia que se mete y filtra en las conciencias de adultos y ahora (novedad) en las niñas, que no por ello dejan de padecer y rebelarse, al mismo tiempo que de tener voz propia y discurso apropiado en una sociedad que sigue siendo sorprendentemente creativa.
La visión infantil, el rechazo y la aceptación condicionada de su madre, la función de la muñeca como suplente de una madre que no ha logrado hacerse presente en la vida real de su hija, termina, como tal vez lo habíamos presentido: en el abismo mismo. Esta cita parece corroborar lo que ya presentíamos; es decir que Claudia, hija, a pesar de su edad, parece estar ya de vuelta en la claridad con que entiende los verdaderos problemas de su madre que nunca, o casi nunca, surgen a la superficie. Quizá por esta misma razón, Quintana aumenta gradualmente la duda metódica– a lo Descartes- que presupone la presencia mayor de los interrogantes, de las preguntas que se quedan sin respuesta que satisfagan, sin soluciones que valgan, al observar que:
El precipicio estaba detrás de ella, a dos pasos. Aunque por la neblina no se viera, estaba allí tan profundo como el de la princesa Grace. Podía sentir su fuerza, el hilo que desde abajo tiraba de ella.” —¿Los huesitos estaban desbaratados? ¿Los de Rebeca? Ella sí lo supo hacer bien. Entonces lo vi en sus ojos. El abismo dentro de ella, igual al de las mujeres muertas, al de Gloria Inés, una grieta sin fondo que nada podía llenar. —Este lugar es perfecto para desaparecer. —Vamos —dije y apreté. (194)
Apreté en este contexto significa por supuesto apresurarse para alejarse del peligroso abismo, que representa el escenario maléfico para Claudia, dadas las circunstancias en que ha vivido su corta existencia.
OBRAS CITADAS
Álvarez Torres, Jonathan Paúl. “El margen dentro del margen: Una propuesta de lectura de la interseccionalidad desde Rene Girard a propósito de La perra (2017) de Pilar Quintana.” Género, Derechos Humanos E Interseccionalidad, edited by Andrea Carolina Subía and Seyedeh Sougand Hessamzadeh, Universidad de Otavalo, 2021, pp. 28-56.
Blanco Puentes, Juan Alberto. “Laura Restrepo, Silvia Galvis, Pilar Quintana y Ma. Cristina Restrepo: vectores de lectura en la (narco)novela colombiana actual.” Taller de Letras, no. 63, 2018, pp. 197–213.
Castro Carvajal, Beatriz. “La escritura de las monjas francesas viajeras en el siglo XIX.” Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura, vol. 41, no. 1, Aug. 2014, pp. 91–126.
Escobar, Melba. “Pilar Quintana: Recorrido por una vida de novela de la escritora ganadora del Premio Alfaguara.” El Tiempo, 24 Jan. 2021, https://www.eltiempo.com/cultura/musica-y-libros/pilar-quintana-recorrido-por-una-vida-de-novela-de-la-escritora-ganadora-del-premio-alfaguara-562326.
Español Casallas, Janeth, “Pilar Quintana y Melba Escobar. Disensos y consensos en las novelas La perra (2017) y La mujer que hablaba sola (2019).” Catedral Tomada: Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, vol. 8, no. 15, 2020, pp. 252-279.
Faciolince, Héctor Abad. “Estética y narcotráfico.” Revista de estudios hispánicos, vol. 42, no. 3, 2008, pp. 513-518.
Giraldo, Luz Mary. “La literatura como memoria: la violencia tantas veces contada.” Taller de Letras, no. 63, 2018, pp. 147–65.
Graell, Vanessa.” La colombiana Pilar Quintana gana el Premio Alfaguara con una novela de relaciones familiares” en El Mundo, 21 de enero de 2021. En https://www.elmundo.es/cultura/literatura/2021/01/21/6009a315fc6c836b6d8b4572.html
Graell, Vanessa. “La colombiana Pilar Quintana gana el Premio Alfaguara con una novela de relaciones familiares.” El Mundo, 21 Jan. 2021, https://www.elmundo.es/cultura/literatura/2021/01/21/6009a315fc6c836b6d8b4572.html.
Hemmingway, Ernest. “The Killers.” Men Without Women, Penguin Books, 1928, pp. 39–46.
Leonardo-Loayza, Richard Angelo (2020). Maternidades proscritas, mandatos sociales y violencia en la novela La perra, de Pilar Quintana. Estudios de Literatura Colombiana, 47, pp. 151-168
Niño, Diego. “Review: Los Abismos by Pilar Quintana.” Latin American Literature Today, vol. 18, 2021, http://www.latinamericanliteraturetoday.org/en/2021/may/los-abismos-pilar-quintana.
Osorio, Óscar. “Siete Estudios Sobre La Novela de La Violencia En Colombia, Una Evaluación Crítica y Una Nueva Perspectiva.” Poligramas, vol. 25, 2006, pp. 85–108.
Przybyla, Greg. “La naturaleza y La Violencia en La perra de Pilar Quintana.” Cuadernos de Literatura, no. 30, 2019, pp. 99-115.
Quintana, Pilar. La perra. Penguin Random House, 2017.
—. Los abismos, Penguin Random House, 2021.
Rueda, María Helena. La Violencia y sus huellas: Una mirada desde la narrativa colombiana. Iberamericana Vervuert, 2011.
Sigüenza, Carmen. “Pilar Quintana: ‘La maternidad está idealizada y la madre es vista y juzgada a través de ese prisma.’” EFEMINISTA, 31 Mar. 2021, https://efeminista.com/pilar-quintana-la-maternidad-esta-idealizada-y-la-madre-es-vista-y-juzgada-a-traves-de-ese-prisma/
Vanegas, Orfa Kelita. “La Pesadilla de La Felicidad En La Perra, de Pilar Quintana.” Cuadernos Del CILHA, vol. 21, no. 2, pp. 43–68.
NOTAS
[1] Quintana, Pilar. Los abismos, Penguin Random House, 2021 y La perra, Penguin Random House, 2017.
[2] Neologismo afortunado atribuido al escritor y ensayista Héctor Abad Facionlice, derivado de la picaresca como subgénero novelesco, asociada al mundo sicarial como tema de una abundante producción tele-novelesca principalmente, su artículo “Estética y narcotráfico” fue publicado en Revista de Estudios Hispánicos, 2007.
[3] ¿Y dónde se pondría la abundante producción de Gustavo Alvarez Gardeazábal, también del Valle, de los años 70 y 80, centrados en el fondo de la “Violencia? Recordar Dabeiba, Cóndores no entierran todos los días, La Boba y el Buda, etc. Resulta curioso que sea una escritora caleña la que desarrolle narrativamente esta visión de una naturaleza diametralmente opuesta a la idílica, presentada por su paisano Jorge Isaacs en María (1867) siglo y medio atrás.
[4] Esta función destructora de la naturaleza hace recordar la selva devoradora de vidas, presente en una de las más grandes novelas colombianas del siglo XX: La Vorágine, de José Eustacio Rivera. Con una gran diferencia: en la novela de Pilar Quintana, la selva devoradora también está presente en la ciudad, dentro de la casa, desde el comienzo hasta el final.
[5] No es casual que tanto la madre como la hija tengan el mismo nombre (Claudia), lo que acentúa la tendencia a repetir una historia familiar, como círculo vicioso. Pero hábilmente la niña se niega a continuar ese círculo vicioso no solo cuando bautiza a su muñeca con el nombre de Paulina, sino cuando se deshace de ella al arrojarla al abismo cercano a la casa de campo. Se niega, de esa manera, no solo a continuar la historia, sino a seguir siendo una muñeca más de la familia, o al rol que cree que le ha asignado la sociedad a las mujeres de su época.
[6] Ya la tradición cinematográfica nos ha ilustrado suficientemente ese síndrome, especialmente en algunas mujeres, madres de familia: cortinas o persianas cerradas, penumbra en la alcoba, levantadas tardías, somníferos para dormir, silencios, abandono psicológico de sus hijos y, finalmente, suicidio.
[7] Líneas finales del Acta del Jurado del Premio Alfaguara de Novela, reproducida en las últimas páginas del volumen de esa publicación correspondiente a la página 251.
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GERMÁN DAVID CARRILLO
Nació en Bogota, Colombia (1950). Obtuvo una Licenciatura en Filología, Lenguas y Humanidades. Ingresó luego al Seminario Andrés Bello del Instituto Caro y Cuervo de Bogotá para hacer una especialización. Con beca de estudios de la Fundación Fulbright, continuó estudios de psicolingüística, dialectología y lingüística aplicada en la Universidad de Rochester bajo la dirección del distinguido hispanista, el Profesor Lincoln Canfield, Pasó después a la Universidad de Illinois para continuar estudios y allí obtuvo el doctorado en literatura hispana e hispanoamericana contemporánea bajo la dirección de D. Luis Leal.
Ha alternado la docencia con la investigación. Sus primeros años de enseñanza fueron en Brown University (Providence, R. I.) bajo la dirección del Dr. Juan López-Morillas. Pasó luego a Marquette University donde permanecíó hasta su jubilación.
Dirigió el programa de estudios de Marquette en la Universidad Complutense de Madrid durante nueve años no consecutivos. Allí conoció de cerca España, su arte, sus gentes y pueblos y casi toda su geografía viajando por todo el país. Escribe ahora sus memorias sobre esos años en España. Es profesor Emérito de la Universidad de Marquette y Presidente Emérito de Sigma Delta Pi, la Sociedad Honoraria Hispánica que cuenta con más de 620 capítulos y a la cual sirvió con dedicación durante casi catorce años como Presidente Nacional (1999-2013), como Consejero capitular (más de 25 años) y ahora como miembro del Comité Ejecutivo. Sigma Delta Pi lo distinguió a su vez con el premio más alto que confiere a sus antiguos presidentes: La Medalla Jorge Luis Borges.
Sus intereses profesionales giran en torno a las lenguas, la literatura, la historia, la cultura y el arte en general. Ha puesto énfasis en los integrantes del conocido boom latinoamericano y otros autores posteriores. También se interesa mucho por la literatura española del siglo XX y XXI (Elvira Lindo, Ruiz-Zafón, etc.). Es autor de buen número de ensayos sobre figuras del BOOM (Cortázar, Fuentes, Vargas Llosa, Onetti, Benedetti, García Márquez, etc.) y posteriores (Bryce Echenique, Rosario Ferré, Gustavo Alvarez Gardeazábal, Alonso Aristizábal, Antonio Skármeta, entre otros). Más recientemente ha trabajado la obra de Laura Restrepo y Juan Gabriel Vásquez, Evelio Rosero y ha sido reseñista durante años de Hispania, Inter-American Review of Bibliography (OEA en Washington), Revista Iberoamericana, World Literature, Confluencia, BIANLE, RANLE y otras revistas universitarias de México, España y Colombia.
Algunos de estos ensayos han sido recogidos en el libro Realismo e irrealidad en la literatura hispanoamericana actual (Bogotá, 1992) y en La narrativa de Gabriel García Márquez: ensayos de interpretación (Castalia Editores, Madrid, 1975). Sus dos libros más recientes son: Dos mundos literarios: España e Hispanoamérica – Siglos XX y XXI (Net Educativa, Bogotá, 2013) y otro que publicó la Academia Norteamericana de la Lengua Española titulado: El país sí tiene quien le escriba: La narrativa colombiana de entre siglos (New York, Colección Pulso Herido, 2015).
Desde 2015 es Miembro Numerario de la ANLE (Academia Norteamericana de la Lengua Española) en la que me desempeña como Censor. También es Miembro Correspondiente de la RAE.
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