BAQUIANA – Año XXVI / Nº 135 – 136 / Julio – Diciembre 2025 (Cuento III)

ALFIDIO

 

por

 

Santiago Said

 


     «¡Qué hermosa es!», pensó Aufidia aquella mañana delante de la casa que había comprado. Era la casa que siempre quiso. No había otra que le llamara más la atención. Silenciosa, cálida, amplia y toda para ella. No necesitaba decorarla ni comprar enseres, la casa ya los tenía. Los anteriores propietarios del lugar dejaron incluso retratos colgados de las paredes.

     Esa fue la primera noche que dormía en una casa propia, en una habitación sólo para ella, en una cama amplia, sin gente que durmiera en otro cuarto, sin la vergüenza ni la incertidumbre de saber que moraba un lugar compartido.

     Su impresión fue comprensible, pues era la séptima hija de once hermanos de una familia que nunca había poseído una tierra. Se había criado entre mudanzas, arrendamientos y cuartos divididos. Incluso, cuando Aufidia abandonó a su familia para estudiar la universidad, vivió con las molestias de habitar una vivienda comunitaria. Al graduarse, de la misma manera, la suerte no le cambió, pues siguió alquilando pisos con cuatro o cinco personas para dividir gastos. Sus estancias, a lo largo de su vida, nunca fueron placenteras.

     Una casa para ella era lo mismo que un origen. Y ahora lo tenía. A pesar de los sacrificios por conseguir el crédito bancario, Aufidia se sintió satisfecha por ser la primera en su familia en tener casa a su nombre. Asimismo, sin saberlo, era de las pocas personas en su trabajo en gozar de un hogar, aunque con hipoteca. Daba igual. Desde ese momento, recibió recriminaciones disfrazadas de felicitaciones. Lo cierto es que su casa era llamativa. Tenía la forma de un chalet suizo y su fachada estaba pintada de blanco con los bordes y marquesinas de azul cielo. Aufidia sintió la misma vanidad que sienten las mujeres al presumir a un pretendiente, pues, entre ese ruido que circulaba en el ambiente, logró distinguir los tonos de envidia y resentimiento envueltos en halagos desinteresados. Eso le provocó mayor placer. Aufidia sabía que muchos, de no ser todos sus compañeros de trabajo, dormían en casas o departamentos alquilados.

     Apenas en el segundo día, después de la jornada, sus compañeros la retuvieron un momento a razón de una sencilla celebración. Uno de ellos la sorprendió con un pastel con forma de casita cuyo jardín tenía escrito con chocolate HOGAR, DULCE HOGAR. No bien pasó el siguiente día que Aufidia, como resultado de su emoción, invitó a tres amigas a conocer su casa por dentro. Lo que se pudo recuperar de esa reunión fue el consejo de bautizar la casa para darle vida.

     La idea de bautizar su nueva casa no la persuadió hasta tiempo después, cuando invitó a su madre y a sus hermanos a cenar. «¡Cómo le hubiera gustado a tu papá conocer tu casa, hija!», le decía la anciana. «¡Estaría tan orgulloso de ti!» Sus hermanos, por lo mismo, la felicitaron. Pero no pasó mucho tiempo para que Aufidia sintiera incomodidad y fastidio de tenerlos dentro de su nueva morada.

     Al principio le parecía una ridiculez, pero tampoco significaba ningún riesgo. No tenía mascotas, un amante, ni siquiera un verdadero amigo. Lo único importante, en ese momento de su vida, era la casa. Después de reflexionar, se le ocurrió que podía darle su nombre, pero masculinizado. Para Aufidia las casas eran más un hombre que una mujer, pues estas, a pesar de su género gramatical, poseen un carácter varonil. Más que cuidar, protegen; más que ser una madre que guarda en el útero, es un padre que hereda un legado; no busca ser poseía, posee un territorio; además, son fuertes y sólidas, pues su estructura y materialidad evocan poder y estabilidad. Finalmente, no es sólo una estructura interiorizada que da comodidad, también impone reglas de vida. Por todo ello, Aufidia le dio el nombre de Alfidio.

     La casa fue su centro de atención durante el primer mes. El orgullo de ser poseedora de una casa tan elegante y bien ubicada la complació totalmente. El lugar lo limpió de forma exhaustiva durante todo ese tiempo. Limpió ventanas, muebles, tejado, jardín, piso y cualquier superficie apta de ser aseada. Abonó el jardín, podó el césped y sembró rosas. Su vida rutinaria no se vio interrumpida hasta el día en que reparó en una ventana rota que asomaba en la parte trasera de la vivienda. Se trataba de un vidrio quebrado del ventanal posterior del ático. No lo había advertido cuando hizo la limpieza. No importó que justo ese día tenía una junta de trabajo. Aufidia la canceló por repararla. Ella misma tomó las medidas del vidrio, lo compró y lo instaló. Poco después de reemplazarlo, descubrió las cortinas rasgadas de las esquinas, las cuales, desde su perspectiva, arruinaban el aspecto de una de las habitaciones.

     Todas las noches, Aufidia se despertaba por el chirrido del techo y las vigas de madera. Lo que en un principio se manifestó como un ruido insignificante se transformó en un insoportable sonido. A partir de entonces, Aufidia comenzó a notar que la casa, en ciertas partes, requería arreglos. La pintura color pistache de las paredes se descascaraba, los muebles estaban rasgados, la cocina percudida, las tuberías atascadas y la alfombra desgastada. Pronto se dio cuenta de que el amor que le tenía a la casa era más grande que el que le tenía a su trabajo, por lo que sacrificó sus responsabilidades con tal de reparar aquellas partes dañadas del hogar. No fueron escasas veces, pero, a pesar de ello, sintió que valieron la pena.

     Aufidia, una ocasión, decidió llamar a un electricista para arreglar un problema de luz. No perdió mucho tiempo en detalles, puesto que tuvo que echarlo a empujones de la casa, ya que el hombre desmoronaba con brusquedad el yeso de las paredes con el fin de instalar la conexión eléctrica. Ella, al final, se hizo cargo del problema.

     Pero la casa era caprichosa. Entre más cuidados le proporcionaba, más atención le exigía. No pudo evitar reprocharle el hecho de ser una casa tan defectuosa.

     Fue una tarde que, mientras en el exterior un chaparrón inundaba la avenida, una ancha gotera perforó la madera del techo y humedeció el interior de una recámara. ¿Cómo podía hacerle eso a ella, después de todo lo que hizo por repararla? «¡Casa egoísta, malagradecida!» Y no pudo reprimir en su mente el pensamiento de que quizá la ingratitud y la insolencia de la casa se debía a que tal vez ella no era lo suficientemente digna para habitarla. Algo dentro de las paredes de esa morada, posiblemente los retratos y pinturas de los antiguos propietarios, provocaron en Aufidia una especie de rivalidad y envidia hacia ellos. El apego posesivo que experimentó por esa propiedad provocó en ella un arrebato de celos por su pasado, y eso estuvo acompañado por una desconfianza en su persona. No podía soportar que la casa hubiese pertenecido a otra familia.

     Todos los días, mientras se esmeraba por limpiar las superficies, decorar las paredes y reemplazar los interiores, se afligía en imaginar que alguien más penetró su hogar, tocó sus puertas, acarició sus muros, durmió en su interior y vivió una vida en ese lugar. No podía evitar las comparaciones y asumirse vulgar y ramplona. Y por lo mismo consideraba injusto que, mientras a ella la casa la agobiaba con descomposturas y defectos, a los antiguos huéspedes quizá los resguardó sin ningún problema. Sus retratos todavía colgaban de las paredes, como si la casa aún deseara poseer una parte de ellos, igual que aquellas viudas que guardan la ropa o los mechones de cabello de sus esposos fallecidos. Cuando pareció evidente de que esas personas vivieron una vida mucho más feliz dentro de ese hogar, Aufidia arrancó de los muros sus retratos y los incineró en la chimenea. Y aunque el fuego se llevó sus imágenes, la certeza de que fueron felices en esa casa no pudo ser borrada. Con el tiempo se esforzó por superar el comportamiento idealizado de quienes fuera que hayan vivido ahí.

     Como lo dije, aquella casa consumía su tiempo y sus pensamientos. Incluso parecía que el desgaste de la misma crecía en proporción al tiempo y cuidados que le dedicaba. Pero no fue hasta que una tarde, una de tantas otras en las que estaba haciendo retoques, que apareció una mujer mayor a la que juzgó elegante, vestida de morado, parada en la puerta de la casa. Dijo llamarse Clara y se presentó como la anterior propietaria. Reprimió en su rostro las gesticulaciones de desaprobación que empezaban a formarse y le permitió entrar. Cuando se sentó en uno de los sillones de la sala, sus manos acariciaron los muros con suavidad, como cuando uno pasa la mano sobre la piel desnuda de un amante. Tomó asiento y le contó que había puesto a la venta la casa por un apuro económico; no obstante, afirmó que la extrañaba, que la extrañaba mucho. «Tantos recuerdos que todavía están aquí», dijo con nostalgia, mientras miraba a su alrededor. Después dijo sentirse feliz por saber que Aufidia era la nueva dueña y advertir lo bien que cuidaba de la propiedad. Terminó de beber el café que le había ofrecido y se despidió. Su visita marcó el comienzo de una serie de sucesos lamentables.

     En una ocasión invitó a un amigo a pasar. Habían tenido una relación amorosa en el pasado y deseaban recuperar los sentimientos que alguna vez tuvieron. Pero desde que él ingresó a la casa, el piso de madera crujió horriblemente hasta romperse. Todo lo que alguna vez sintió Aufidia por ese joven desapareció y su pensamiento navegó entre la posibilidad de que él había entrado a su hogar únicamente para dañarlo o que su hogar lo rechazaba en un arranque de celos. Su comportamiento fue morrudo e histérico, pero estaba justificado según su juicio. Ese joven nunca más volvió a aparecer cerca de allí.

     La casa cada día necesitaba más arreglos y reemplazos. Aufidia solía tener un buen empleo, aunque desde que adquirió el inmueble había olvidado algunas responsabilidades y compromisos, además de amistades y parientes. Se podría decir de la misma manera que lo único que la hacía sentir satisfecha era ver la casa en orden y reparada. En los momentos cuando solía pintar sus rincones y resanar sus lastimados muros experimentaba un arranque de antipatía contra la anterior propietaria. «¿Cómo pudo haber sido tan apática con su propia casa?», solía preguntarse. Y no le importó derrochar todos sus ahorros, e incluso pedir prestado y endeudarse, con tal de sanar su hogar, y es porque tenía el presentimiento de que valía la pena.

     Su familia y amigos le prestaron el dinero. Les dijo que era una forma de inversión, pues en unos años la casa subiría de precio y la podría vender a un valor más alto. Lo cierto es que no tenía la intención de venderla nunca. Guardaba la sensación de que la casa y ella habían sufrido un proceso de simbiosis. De la misma forma, los demás descubrieron que Aufidia necesitaba recibir impresiones de un ambiente distinto, por lo que la invitaron a pasar unas vacaciones en un pintoresco pueblecillo ubicado a unas horas de la localidad. Fue un viaje que no disfrutó, dado que a cada minuto sólo pensaba en regresar a su morada. Fue un viaje extenuante y que únicamente sirvió para darse cuenta de que no podía desapegarse de su hogar. Sin embargo, lo peor fue descubrir que, una vez que llegó a la casa la encontró más desgastada, como si alguien la hubiera vandalizado. Entonces advirtió que la propiedad no soportaba tenerla fuera de su alcance. La nueva casa resultó ser un árbol ponzoñoso del que sólo se esperaban obtener frutos envenenados.

     Una mañana que se dedicaba a hacer algunas labores de jardinería para darle más vista a la entrada, desenterró un objeto extraño. Justo cuando albergaba esperanzas de que la casa era solamente de ella, desde lo profundo de esa tierra de jardín emergió la testarudez de Clara, la vieja propietaria. Durante los días de ausencia de Aufidia, la vieja propietaria había enterrado una caja de aluminio que guardaba cartas escritas a mano en donde expresaba el amor que le tenía a la propiedad. Aufidia llevó esas cartas a la policía como pruebas del acoso a su hogar; sin embargo, Clara continuó vigilando la propiedad a distancia, mirando con aflicción lo que alguna vez fue suyo y que ahora correspondía a otra mujer.

     No había día en que la casa le hiciera sentir como una impostora, como una usurpadora de un lugar que no le pertenecía. Es como si ella careciera de legitimidad para habitarla, a pesar de ser la auténtica dueña. El proceso era vicioso, pues entre más gastaba en sanarla, más defectos iba descubriendo en el proceso. La casa, por momentos, le hacía pensar que había nacido torcida y por ello resultaba tan defectuosa. Prácticamente la reprobaba, le decía con un rotundo «no» a permanecer dentro de ella, sin importar las reparaciones que le hiciera.

     Su madre enfermó y llegó a necesitar cuidados. Decidió ir a visitarla. Sus hermanos tenían familia y demás pretextos para desentenderse. Aufidia se vio obligada a quedarse a cuidar a su madre tres días. El médico dijo que era anciana y sus dolencias eran algo normal; incluso sugirió que debían esperar más complicaciones en su salud. Pero entonces se halló en una encrucijada, pues, por un lado, no podía dejar a su madre sola y, por el otro, no había nadie quien cuidara de su casa. Tampoco tenía dinero para pagarle a una enfermera. En la última noche que pasó con su madre soñó que las paredes de su casa sangraban al momento en que un grupo de extraños clavaban nuevas fotografías enmarcadas. La casa gritaba y gemía, mientras ellos penetraban en su interior. Sus recámaras rosadas producían estertores y salpicaban líquidos y materia orgánica. Al despertar, sin razón explicable, tenía la seguridad de que alguien había invadido su propiedad. Y como si hubiese una conspiración para aumentar su incertidumbre, las noticias de la televisión matutina informaban acerca de los ocupantes ilegales de viviendas, de ladrones de inmuebles, de expropiaciones del gobierno, de desastres naturales y hasta de accidentes aéreos sobre zonas habitacionales. No lo soportó más y abandonó a su madre para ir a cerciorarse del estado en que se encontraba su hogar.

     Fue despedida de su trabajo y, al no tener ingresos, además de deudas, el banco amenazó con embargar su casa. Sin embargo, el pensamiento de un probable incendio fue lo que más le aterró, pues sabía que, si su hogar se llegaba a quemar y volviesen a reconstruirlo, ya no sería más su hogar. Para Aufidia no sólo era una casa física, sino la huella que había dejado en ese lugar, las marcas del uso, las imperfecciones, las grietas en las paredes y los objetos colmados de memoria. Esa materialidad cargada de experiencia era lo que hacía que el espacio se volviera suyo, distinto de una simple construcción idéntica. La casa respondía a la necesidad de reconocerla en el lugar que habitaba, pues era testigo de su existencia. Si alguien llegase a quemarla y a reconstruirla desde los cimientos, quizá tendría la misma forma, pero estaría desprovista de identidad, como si le arrancaran la memoria, y con ella también parte de su vida. Por ello, no podía alejarse de Alfidio, pues no extrañaba sus paredes en sí, sino las señales del tiempo vivido, que, al igual que un ser querido, son irremplazables.

     Su madre murió poco después. Sus hermanos guardaron resentimiento hacia Aufidia por haber dejado sola a su madre. Aufidia no quiso asistir al funeral, pues tenía que hacer muchas reparaciones a la casa. Después del entierro, su hermano mayor tocó a la puerta. Le reprochó el no haber asistido al funeral. Ella le respondió que ahora su casa la necesitaba. Él usó la expresión «te está manipulando». Y es que Aufidia no era una ignorante o una supersticiosa, pero guardaba la sospecha de que la casa podía responder al resentimiento. Por eso despidió a su hermano y cerró la puerta con seguro.

     Una noche, mientras dormía, alguien tocó el timbre. Era una mujer joven, de rostro lindo. Dijo ser una diseñadora de interiores. Quería venderle papel tapiz. Después de muchos intentos, decidió permitirle la entrada.

     Ella dijo que la casa era muy bonita, y ese comentario la enfureció. Luego la joven tomó asiento en la sala sin que Aufidia le diera permiso de hacerlo. No quiso parecer grosera y le preguntó si deseaba tomar algo. La joven pidió una taza de café. Mientras conversaban, la joven derramó el café en su vestido. Se disculpó muchas veces y después pidió usar el baño. Cuando Aufidia le llevó toallas limpias, la descubrió desnuda, duchándose en la regadera. Realmente tenía un cuerpo atractivo. Lo tuvo que reconocer. Al secarse, le prometió que, como agradecimiento por el favor, remodelaría su habitación. «Le vendría muy bien el color rojo a estas paredes», mencionó, al tiempo que acariciaba libidinosamente la casa.

     Cuando la joven se fue, Aufidia se sintió enferma de celos por el simple hecho de que había usado su casa. Sin embargo, también fue poseída por el rencor hacia la misma, pues la casa había cambiado de aspecto cuando estaba la joven presente, pues no parecía desgastada ni defectuosa. En cambio, cuando partió, reapareció una vieja gotera en el techo y el crujido de la madera del piso. Se lo recriminó, además de reprocharle su insolencia y cinismo. Entonces tomó un martillo y destruyó las ventanas, la cerámica del baño y todo lo que la joven había tocado. Eso que era íntimo había sido mancillado y contaminado, tornándose impuro. No lo pensó más y arrojó al piso de madera el combustible que solía utilizar para encender la chimenea.

     La casa ardió durante toda la noche. Su hermano fue por ella y se quedó hospedada en su vivienda, compartiendo cuarto con sus sobrinos. El resto de sus hermanos se reunieron poco después. Le preguntaron sobre el suceso, pero no pudo explicarles casi nada.

     Pocos días después descubrió que había quedado embarazada. Cuando sus familiares y amigos le preguntaron quién era el padre, les respondió: «Se llamaba Alfidio. Murió en el incendio».

________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________

SANTIAGO SAID

Nació en Ciudad de México (CDMX). Narrador. Estudió la Maestría en Literatura Mexicana Contemporánea en la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM). Es autor de los libros: Catábasis. Narraciones de horror y abyección (2022) y Relatos de amor miasmático (2023), publicados por Par Tres Editores (México). Escribe con frecuencia artículos de crítica literaria en diferentes revistas académicas. Actualmente cursa un posgrado en Victoria University of Wellington en Nueva Zelanda.

_________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________