BAQUIANA – Año XXVI / Nº 135 – 136 / Julio – Diciembre 2025 (Cuento I)

LORENZA

 

por

 

Ignacio Bresso

 


     Lorenza trabajó en mi casa durante años. En la de mis padres, en realidad. Debe haber estado cerca de diez con nosotros. Después de un tiempo, como imagino pasará con la mayoría de aquellas personas que forman parte de una cotidianidad íntima sin ser de la familia, Lorenza se fue. Mis papás se cansaron de ella; y ella también de nosotros. Trabajaba de mal humor, de mala gana.

     Tenía la habilidad de hacer la polenta con menos entusiasmo del planeta. Una comida que puede levantar el día más gris y frío; con ella se volvía un mazacote sólido que parecía querer decirte que la jornada había sido difícil para todos. Así que a comer lo que había sobre la mesa y directo a dormir, que no hay espacio para otra cosa. Los sándwiches, por ejemplo, los hacía casi sin queso y con una feta de jamón, una única feta. No era de ahorrativa, desinterés nomás. Uno comía una bola de pan lactal sin nada adentro. No es que fuera descuidada o que quisiera propinarnos a mi hermana y a mí sutiles castigos por ser dos niños ricos injustamente privilegiados por la vida que no sabían agradecer sus beneficios. No, era que simplemente no le importaba tanto.

     Así que un día se fue.

     Pero no se fue lejos.

     Como los muebles heredados, siguió apareciendo en las casas de la familia, sin terminar de entender de dónde habían llegado.

     No pasó mucho tiempo desde de que se fuera de casa cuando empezó a trabajar con mis abuelos. Como una golondrina, migrando dentro la familia. Lore era de confianza: no limpiaba muy bien, pero uno podía dejarle todo tranquilo. Tosca y leal. Trabajó muchos años en lo de mis abuelos, cerca de seis o siete. Cuando mi abuelo Cacho murió, siguió trabajando en lo de mi abuela. Se hicieron muy amigas, confidentes.

     Mi abuela era muy de decir maldades y Lore se divertía muchísimo escuchándola y dándole letra. Nadie se salvaba: la gorda que vivía al final del pasillo fue la más castigada. Años después, cuando la gorda vino a pedirnos plata por una supuesta deuda de Emilia, quiero pensar que ella no le debía nada y esa fue su venganza, de resentida nomás. Lorenza no era ajena a estas perversidades, aunque le faltaba la lengua de bisturí de mi abuela Emilia. Y como Lore nunca fue tonta, la dejaba hablar y se divertía.

     Cuando mi abuela murió, Lorenza se fue, pero no fue lejos. La recomendábamos para diferentes trabajos: la casa de unos tíos lejanos, un compañero de trabajo que necesitaba que alguien le limpie la casa, amigos. Hay una anécdota que la pinta perfectamente, y también a mi madre. Tiene que ver con esto.

     Cuando Emilia murió, mis padres obviamente la velaron en la casa de sepelios más paqueta y elegante que puede ofrecernos Buenos Aires. La que queda sobre la calle Olleros. Mi abuela era una modista, ex empleada doméstica; tal vez por eso siempre se llevó tan bien con Lorenza; había trabajado toda su vida y con mucho esfuerzo logró mandar a sus hijos a buenos colegios. Mi tío fue bastante vago y eso del estudio no prendió. Pero mi padre, un perfecto ejemplo del ascenso social argentino, fue el primer universitario de nuestra familia y logró tener una buena posición. Lo suficientemente buena como para decidir velar a su madre en la sala de sepelios más exclusiva de la ciudad, aun cuando mi abuela nada tenía que ver con ese espacio.

     La cuestión es que estábamos todos llorando a Emilia cuando llegó Lorenza. Y ahí, ella nos enseñó lo que es verdaderamente llorar a la abuela. Se aferró al sarcófago como si estuviese convocada por el alma errante de la difunta y empezó a gritar “¡Mí amiga! ¡Mi amiga!” todo a moco tendido. Mi madre, que ante todo es una mujer recta, la consolaba con un tímido abrazo mientras que, desconcertada y algo pudorosa le decía:

—Cálmese Lorenza, no le va a hacer bien, venga. Suelte.

     Esto último iba referido a la presión que Lorenza ejercía sobre el cajón donde estaba apostada mi abuela. Lo llamativo era que Lorenza conocía íntimamente a mi abuela hacía apenas seis años. En cambio, mi mamá la acompañaba desde que tenía dieciséis, y me consta que la quería casi como a una madre. Son diferentes las maneras en las que uno procesa el dolor.

     Se fue Emilia, pero Lorenza quedó flotando en la familia como esos aromas que diferencian al hogar de una casa cualquiera. Así que como decía, Lorenza no fue lejos.

     Cuando decidimos convivir con mi primera mujer, fuimos a parar a uno de los departamentos de mis padres. Lorenza vino al poco tiempo.

     Fue raro el cambio de rol. De ser el nene cuidado a ser quien pagaba el sueldo, controlaba que se estuvieran haciendo los aportes jubilatorios correspondientes y esas cosas. Lo entendí como un juego, una prueba de que la vida nos pone en posiciones diferentes en distintos momentos. Lorenza no filosofaba tanto; probablemente, me habría dicho que en ese juego de la vida a ella siempre le tocaba el rol de la que limpia el baño. Para ella era un nuevo trabajo. Con mi ex mujer se hicieron amigas. Sin embargo, como dije, Lorenza era leal. Tosca, sí, pero leal.

     La primera vez que me separé de mi ex mujer estuve como un año solo. Frente a Lorenza nunca había dejado de sentirme del todo un nene. Cuando alguna eventual compañera se quedaba a dormir conmigo, si Lorenza venía al día siguiente, yo por la mañana limpiaba todo para que no se enterara.

     Cuando empecé a verme nuevamente con mi ex, Lorenza desconfiaba. Y eso que la adoraba a ella. Pero, como dije, Lorenza era leal: una guardiana guaraní inesperada. Tosca, claro.

     Para dar un ejemplo: Con mi ex mujer ya estábamos durmiendo juntos seguido. Ella todavía vivía en su casa, pero se quedaba varios días en la mía; queríamos ver si la cosa volvía a funcionar. Por cuestiones de trabajo, me tuve que ir de la ciudad. Viajé a Mar del Plata por unos días. Le pedí que, en mi ausencia, recibiera a un electricista que tenía que hacer unos trabajos en el departamento.

     Una mañana, mientras estaba embuchando mi tercera media luna en la confitería Boston, recibí un llamado de Lorenza. Era raro: ella nunca me llamaba, y menos un fin de semana. Era para contarme que mi ex le había hecho sacar al electricista unas puertas viejas de un armario. Lorenza consideraba que ella todavía no había vuelto formalmente conmigo y que esa apropiación que hacía de mi hogar era desubicada. Además, agregó:

—Esta viene con el caballo cansado, después que te cagó con otro, y empieza a los martillazos en el departamento.

     Estoy convencido de que una de las personas a las que Lorenza más quiso en su vida fue a mi ex mujer. Pero ella era así.

     Finalmente, volví con ella. Lorenza no volvió a criticarla, ni a hacer mención del triángulo amoroso del que yo había sido un partícipe involuntario.

     Pasaron un par de años. Lorenza seguía con nosotros, y vino mi hija a nuestra vida. Lore la quiso desde el primer momento, tal vez por lo que me quería a mí. Un regalo de amor heredado. A Lorenza jamás le pediría que cocine si viene un amigo a comer, pero le confiaría el cuidado de mi hija cualquier día. Dos años más, y un día, finalmente, yo me fui. A Lorenza la empecé a ver mucho menos. Ella seguía trabajando en lo de mi ex mujer. A veces charlando con mi hija le preguntaba cómo estaba Lore. Es que la adoraba. Era increíble escuchar como la cuidaba. Tal vez para que no fuera la niña que a ella le había tocado ser.

     Hay una historia de ella que siempre me pareció dulce, y hasta bastante cinematográfica. De chica era muy pobre. Creció en Clorinda, donde se derrite un neumático cuando querés cambiar una goma. Al límite de Paraguay. Casa de chapa, piso de tierra. Lorenza. Entonces, Lorenza se dedicaba a juntar chapitas de gaseosas. Cuando juntaba muchas, las ponía una al lado de la otra sobre el polvo. Las aplastaba con el talón del pie. Así iba construyendo su propio suelo. Soñaba con baldear su casa con piso de material.

     Toda esta perorata sobre quién es Lorenza para mí, y cómo nuestras vidas se cruzaron, hace unos días tuvo un vuelco insospechado. O tal vez, no tanto.

Fui a dejar a mi hija en la casa de su madre. Subí al departamento y nos quedamos charlando un rato, para ponernos al día. Nos llevamos bien y nos queremos mucho. Entonces, es común que esas conversaciones se alarguen bastante. Mientras hablábamos, sonó el teléfono. Era extraño: tenía dos llamadas perdidas de Lorenza. Además, era sábado, un día en el que Lorenza —como antes dije— muy pocas veces llama a nadie.

     Cuando atendió, me di cuenta de que era una voz inesperada: no era la de Lore. Hizo una mueca, una expresión que ya le había visto muchos años atrás, cuando le conté que habíamos perdido a un muy querido amigo. La desconocida en el teléfono le decía que Lorenza había muerto.

     No están muy claras las circunstancias. Al parecer, se levantó a la noche, fue hacia la heladera y murió electrocutada. O tal vez haya sido un paro cardíaco. No tenía ninguna condición previa vinculada al corazón.

     Mi ex mujer se vio muy afectada por la noticia, lloró y gritó. Había mocos y todo. Parecido a lo que le había pasado a Lorenza, en el velorio de mi abuela Emilia. Por mi parte, me quedé impávido. Digno hijo de mi madre, sentí que había mucho espamento y me preocupé por mi hija. No quería que viera a su madre así.

     Me quedé jugando con ella en su cuarto, mientras su mamá seguía al teléfono y hablaba con amigos y familiares de Lorenza. Le pregunté si no prefería que me llevara a la nena por un día más, pero me dijo que no hacía falta. Había sido fuerte la noticia, pero estaba bien y quería estar con ella. Mi hija y su mamá son muy compañeras. Les hace bien estar juntas.

     Desde que me enteré de la noticia no dejo de pensar en Lorenza. Tampoco me dan ganas de llorar. Me perturba eso. ¿Cómo puede alguien ser parte de tu vida durante más de veinte años, y que cuando muere de golpe no te nazca llorar? ¿Qué clase de persona hace eso?

     Tardé todo un día en recordar su apellido. Por un lado, le negué identidad. Pero también era Lore: hay categorías que no aplican, ni a ella ni a mí. Por respeto a su familia, no quiero ponerlo. Tal vez no les parezca que la retrato bien. No quiero sumar más dolor a alguien que la llora como se merece.

     Sí, me acordé de dos abrazos que nos dimos. El primero fue cuando yo era adolescente. Tendría diecisiete años. Me había peleado con mi papá. No me acuerdo por qué. Nos habíamos peleado fuerte. Yo estaba furioso y marqué la puerta de un armario con una trompada. Esa misma puerta, la que mi ex mujer quiso sacar, también la había golpeado cuando me enteré de que me había sido infiel. Lorenza se asustó por el ruido y entró al cuarto. Se asustó aún más al verme llorar desconsoladamente. Me abrazó y me dijo que me calmara. Yo seguía llorando.

     El segundo abrazo fue en la cocina. Yo ya era grande. Mis abuelos habían muerto, y no recuerdo por qué circunstancia Lorenza estaba trabajando en la casa de mis padres. A veces la llamaban por día para que fuera a repasar todo. Por mi parte, había pasado a saludarlos. Lavaba los platos con la cabeza baja, medio encorvada. Cuando la vi, le pregunté si estaba bien. Sin dar explicaciones, se dio vuelta, me abrazó y se largó a llorar. Me contó que había muerto una sobrina suya a quien quería mucho. Me abrazó fuerte, con los guantes naranjas llenos de detergente y espuma.

     Así fueron nuestros dos abrazos. Ella confiaba en mí, y yo en ella. Sin embargo, no la lloro. Mi ex mujer fue a su velorio. Yo no pude, porque tenía una reunión de trabajo importante. Además, pensé que durante los últimos años no la había acompañado, y era bastante hipócrita de mi parte aparecer ahí, donde sí había gente que era parte de su vida. Por otro lado, a Lore no le hacía ningún bien concreto que yo estuviera allí.

     Mi ex mujer me mandó una foto desde el velatorio. En ella se ve un pequeño altar: una cruz, una foto de Lorenza, y al lado un dibujo que mi hija le había hecho. Ese era el homenaje de mi familia. Parece que la ceremonia fue hermosa. Se rezó un Rosario y se cantaron canciones de misa en guaraní.

     No dejo de pensar en su muerte. Electrocutada, en un cuartito minúsculo de una villa miseria. Le pregunté a mi ex mujer cómo era el cuarto de Lorenza. Me dijo que era chiquito y apretado, pero ordenado. Unas baldosas nomás. Pensé que, al menos, su piso era de material.

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IGNACIO BRESSO

Nació en Buenos Aires, Argentina (1985). Es psicólogo, narrador, dramaturgo y actor. Escribe cuento y teatro breve. Ha estrenado obras en Argentina, Paraguay, Uruguay, Costa Rica, Panamá y México; hay registros audiovisuales de puestas en plataformas. Prosa de escena y silencio, humor seco y tensión social sin solemnidad.

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