BAQUIANA – Año XVI / Nº 91 – 92 / Septiembre – Diciembre 2014 (Narrativa I)

LA VISITA

por

Nayla Chehade


 Para Oscar Muñoz, con mi amistad

     A Santa Clara para que le abriera los senderos y a San Miguel Arcángel para que le ayudara a vencer a los enemigos con el poder de su espada, me había pedido que lo encomendara, sí señor, y allí mismo, al lado de Santa Marta la Dominadora, se sentó a que le leyera las barajas. Y aunque el calor de las once estrujaba las hojas de Zinc en el techo, yo por dentro temblaba enterita de verlo ahí a mi lado respirar hondo, lleno de brillo y medallas, bañado en esencias, con el sudor bajándole despacio, rompiendo caminos en su cara empolvada. Y a pesar de que todavía iban a faltar muchos años para que las balas le quebraran el pecho, ya desde entonces pude ver la señal de la traición en la daga que se entremezclaba con terquedad en la abundancia del oro y en la presencia del rey y así se lo dije, tragando fuerte, encomendándome a mis espíritus, viendo de reojo el remolino espeso de sus pestañas, la mirada mansa de sus ojos ausentes, pero él apenas se sonrió y empezó a darse palmaditas en el cuello y en la frente con su pañuelo de lino todo bordado y oloroso y luego miró al techo y me dijo que la casa se me estaba cayendo encima y no supe qué contestar porque lo poco que tenía me lo habían dado mis santos, me lo habían conseguido mis muertos y mucho menos pude imaginarme lo que iba a pasar la siguiente semana mientras juntaba el carbón para cocinar.

     Yo estaba pensando que el calor ya había subido y Chana no aparecía para que le diera su baño de hojas, cuando salí corriendo a la puerta espantada por el ruido y vi un camión del ejército lleno de guardias tirando tablones rojos y verdes, apilando sacos de cemento y alborotando gallinas en medio de la polvareda y de tanta gente pendenciera que salía de los patios a ver lo que pasaba.  Es cierto que después de unos días la casa parecía otra y que era la única entre todas con su techo nuevo y su piso decente, y aunque a toda hora lo único que respirábamos era tierra, al menos empecé a tener la ilusión de mi par de ventanas de ala para pararme de vez en cuando a esperar la mentira del fresco de la tarde. Y también es cierto que si no hubiera sido por él al altar de mis santos se lo hubiera comido la polilla pues yo jamás habría podido arreglarlo ni vestirlo con tanto satín y tanto encaje como el que él me mandó, todo sin pedírselo, igual que las seis cajas de arenque seco para las ofrendas de los muertos, porque lo menos que pensé cuando me vi a su lado fue pedirle algo, ni mucho menos decirle que desde siempre el fuego de la tierra nos atormentaba los sueños y las tripas se nos retorcían enfermas de tanto plátano verde a toda hora.  Cómo iba a hablarle de esas cosas o a contarle que cuando las letrinas se atascaban nos sentíamos podrir vivos en medio de las moscas y de aquel vapor insoportable, si tenía terror de ensuciarlo con mis palabras, de malograr su perfume hablándole de tanta inmundicia; cómo le iba a decir que vivíamos con el corazón arrugado y los ojos tristes de ver sólo matorrales chamuscados, de suspirar entre nubes de polvo, si allá en la capital el tenía toda la luz del mar al frente, todo su aire claro para bebérselo, no, yo no podía decirle nada ese día.  El había venido a la frontera para arreglar ese asunto de los haitianos, pero tenía que ver cuánto nos había encogido el olvido, cuánto nos había resecado la tierra muerta, porque era capaz de eso y de mucho más. Eso lo sabíamos todos.  A mí nadie me contó lo de San Zenón, a mí nadie me dijo lo de las cabezas temblando por los aires, ni lo de las casas bailando en el cielo. Aunque hace ya tanto tiempo del desastre, eso lo vi con mis propios ojos porque fue en la capital que nos cogió la rabia del ciclón y la furia de los vientos, y aunque la ciudad parecía que no podía volver a vivir más, él la resucitó, él no dejó que se la tragara el mar y supo lo que tenía que hacer como un verdadero jefe.  Por eso yo no dije nada ese día que lo tuve al frente, esa vez que hubiera podido tocarlo si estiraba mi brazo y mientras él cortaba los naipes para que yo siguiera con mi oficio, los ojos se me asombraban en los espejos de sus uñas, todas parejas, igualitas, como medialunas tiernas, sin pensar que tendríamos que pasar tantos años entreteniendo la tristeza con la ilusión de sus obras lejanas, sobando su retrato antes de acostarnos, vivificándolo con jarritos de agua clara debajo, hasta que un día por fin, la primera calle de concreto atravesó el pueblo y los bombillos nos iluminaron la cara con la alegría de su luz.

     Todos salimos con banderitas en las manos pidiendo bendiciones para él, mientras recibíamos los sacos de harina y la manteca y el milagro de la leche en polvo y cuando nos apretujamos unos contra otros para ver cómo había quedado la escuela, el sol de la una nos agrietaba la carne y nos nublaba los ojos, pero alcanzábamos a distinguir su frente ancha, su cara limpia y calmada en la blancura de la estatua que tratábamos de tocar sin poder porque los guardias nos llenaban las manos con retratos nuevos y después de que nos mandaron a dejar la calle, a muchos de nosotros nos empezó un hervor por dentro porque no sabíamos qué hacer de repente con tanta alegría inventada, con tanta imagen adornada y se nos fue la contentura pensando en lo que iba a pasar cuando ellos se largaran y nosotros volviéramos a quedar solos, apagados por el calor, reventados por los mosquitos, juntando remiendos de esperanza, consumiéndonos con cada vela que le prendíamos a los santos, volviéndonos humo con cada sahumerio que quemábamos para espantar la mala suerte.

     No fue como aquel día hace tantos años en que hubiera podido tocarlo si alzaba mi brazo, esa vez que la voz se me partía leyéndole el destino en las cartas y no podía dejar de pensar cómo era que estaba mi casa,  cómo era que él me había pedido permiso para usar la mecedora y me había solicitado con tanto respeto, si yo no era nadie y cada vez que él quería mandaba a traer brujos de Guayama y metresas de Haití para que le trabajaran con sus poderes.  Ese día muchas de mis comadres sufrieron desmayos en la puerta y a los hombres hubo que moverlos a culatazos porque nadie quería quedarse sin verlo de cerca, nadie quería dejar de tocarlo y pedirle la bendición.  Esa vez muy pocos creían lo que empezaban a decir de él y casi ninguno hacía caso de las voces que arañaban las paredes con sus historias de muerte.  Yo,  como nunca tuve a nadie de mi sangre a quien celar y como he vivido entregada a cumplir mi destino, nunca me vi con el alma tan apretada como las que venían a contarme sus penas, porque hombre por quien padecer, ni siquiera he tenido.  Los que se revolcaron conmigo, fue en los tiempos en que Anaísa andaba alborotada, arrecha a toda hora y yo tenía que complacerla; cuando me puse seca y ojerosa y ella no dejó la montura hasta que se cansó de machos y se hastió de ron y de agua florida.  Ellos sabían que estaban al lado mío, no por mi propio gusto, sino por voluntad de ella, porque era la única puta y bandida entre la legión de santos y yo tenía que seguir sus órdenes; de modo que nunca la sangre se me aguó por las rabias, ni viví los arrebatos que hacían reventar a las que se me acercaban buscando remedio para su mal de amores y alivio para sus pesares, no señor, yo me he debido por entero a mis santos y ese es mi orgullo.  Por eso el día que le mataron el marido a Chana, di las gracias otra vez por mi soledad de tantos años.  Esa noche los gritos de perra parida de esa mujer nos despertaron a todos y los que de verdad sabían, dijeron que le rompieron el alma a palos por dárselas de gallito bravo, por empezar a decir que el gobierno se estaba quedando con todo y que con sesenta centavos al día no se mantenía una familia de cinco.  Así dicen que fue, y metido en un saco se lo trajeron de allá lejos, de la plantación, y se lo descargaron en la puerta con el consuelo de que el Jefe nunca iba a desamparar a la viuda de un borracho, por más alevoso y buscapleitos que fuera, ni a sus hijos tampoco.

     La verdad es que a mi me costaba mucho aceptar esas cosas, pensar que todo eso que decían por ahí tiritando de miedo los que se atrevían, pudiera ser cierto y que él fuera el culpable de tanta matazón y tanto abuso como se oía. Yo que lo vi de cerca ese día, que hubiera podido tocarlo si levantaba mi brazo, esa vez que las palabras se me extraviaron con lo dulce de su voz y los sentidos se me confundieron con la suavidad de sus gestos, no hubiera podido acusarlo de nada, ni siquiera de lo corrompido que dicen que fue con las mujeres.  Cuentan que a veces las escogía antes de menstruar y había que guardárselas hasta que les brotaran los senos y dicen que se las montaba muchas veces en una noche y que no era sólo por miedo que se entregaban, sino porque ellas se volvían locas por él.  Yo que lo vi tan cerca que hubiera podido acariciarlo si estiraba el brazo y que no más me importaban mis santos, no puedo negar que me turbé con la línea de su boca y me ericé con el monte oscuro de su bigote y cada vez que él tocaba las barajas con sus dedos, sin querer la mente se me atizaba como llama nueva pensando cómo sería recibir los jugos de su cuerpo y probar su sudor.  Por eso yo no puedo decir nada, pero cuentan los que saben, que antes de que las balas le quebraran el pecho, ya hacía mucho tiempo estaba pagando su maldad porque había empezado a podrirse por ahí adentro y no había rezo ni medicina que le compusiera el bicho.  Dicen que no le servía ya ni para orinar y que hasta se meaba en los pantalones frente a la gente.  Pero aún así, muchos creían que era poco sufrimiento para lo grande del daño que había hecho y decían que merecía que lo despellejaran vivo como mandó a hacer con tantos que enjaularon en la Cuarenta.  Allá le llevaron el hijo a María Ramona y nunca más volvió a verlo porque cuentan que se lo echaron a los tiburones, eso sí, que a la hora de quemar fotografías, al momento de machacar estatuas, ella se sacó toda la rabia de tantos años, todos los gritos callados por su único varón y fue la que más piedras tiró y fue la que más madres mentó, sí señor.  Yo lo vi todo desde mi ventana porque cuando oí la gritería y ese ruido como de tierra que se abre, me arrastré con mi pata tiesa y como pude me paré para no perderme de nada. Ahí estaban también desgañitándose a pleno sol muchos de los que torcieron la boca con incredulidad cuando les conté lo que había visto en las barajas y mientras ellos se arrebataban con el calor y trataban de borrar todo lo que quedaba de su memoria, yo lo veía cada vez más vivo por encima de las nubes de polvo, limpio y poderoso, con el pecho encendido por la luz de sus honores y lo sentía hablarme despacio y muy suave, como aquel día que lo tuve tan cerca que hubiera podido sobarlo si levantaba mi brazo.  Pero eso yo no iba a decírselo a nadie, ni mucho menos les iba a contar que desde el momento en que las balas le abrieron el pecho y le cruzaron la cara, todas las tardes me da golpecitos en el hombro y me pide prestada la mecedora. Yo no quiero que vayan a decir ahora que lo he estado aliviando con mis rezos, ni mucho menos que lo quiero ayudar con mis peticiones y mis velas.  Si no es mentira todo lo que se dice de él, yo nada puedo hacer y la verdad es que la tristeza de sus ojos sin fondo me dice que no hay esperanza para su espíritu, no señor, pero yo no soy como otros que ahora maldicen su nombre y hace poco cayeron al piso poseídos por temblores y confundidos por el espanto cuando supieron la noticia de su muerte.  Lo cierto es que no se me oscurece la razón para sentir que sin él somos menos de lo que éramos, porque no tenemos ni siquiera la ilusión de que alguien pueda estar recordándonos cuando los chamizos se tuestan pasmados por el sol y la brisa se muere antes de nacer.  Mientras tanto, nadie barre el polvo cenizo que entristece la calle y las moscas se comen el hilo muerto de los bombillos, mientras tanto yo lo dejo usar mi mecedora, lo dejo que se mesa suave y que disipe sus penas de condenado, mientras tanto quiebro astillas de canela para mis aguas y compongo como pueda lo que queda de mi altar.  Mientras tanto llega mi día.

 

Nota aclaratoria:

Este cuento pertenece a la colección de relatos A puerta cerrada, publicada por Ediciones Torremozas de Madrid en marzo de 2012. El cuento ha sido traducido al inglés y fue publicado muchos años antes, en la antología de relatos Cruel Fictions, Cruel Realities. Short stories by Latin American Women Writers (Edited and translated by Kathy Leonard). Esta colección fue publicada por Latin American Literary Review Press en 1997. Esta es la primera vez que se publica en español de manera independiente.

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NAYLA CHEHADE

Nació en Cali, Colombia. Ha vivido también en la República Dominicana y en Puerto Rico. Recibió una Licenciatura en Letras en la Universidad del Valle de Cali y llevó a cabo estudios de maestría en el Departamento de Estudios Hispánicos de la Universidad de Río Piedras en Puerto Rico. Obtuvo la maestría y el doctorado en Literatura Latinoamericana Contemporánea en la Universidad de Wisconsin-Madison. Escribe ficción y crítica literaria y ha publicado numerosos cuentos y artículos sobre autores colombianos y latinoamericanos en antologías de ensayos, revistas especializadas y periódicos. Su libro de cuentos A puerta cerrada, que la editorial Torremozas publicó por primera vez en su totalidad en marzo de 2012, fue seleccionado en Bogotá como primer finalista del concurso Premio Nacional de Cuento, auspiciado por el Ministerio Colombiano de Cultura en 1997. La mayoría de estos relatos también han sido publicados en diversas antologías en español y en su traducción al inglés, entre ellas, Delta de las arenas. Cuentos árabes, cuentos judíos (Literal (Publishing, Houston, 2013); Cuentos colombianos del siglo XXI ( Indigo & Coté-Femmes, París, 2005); Cuentos Cincuenta (Universidad del Valle-Cali, 2003); Letras Femeninas (Asociación de Literatura Femenina Hispánica, 2002); Veinte asedios al amor y a la muerte (Ministerio de Cultura de Colombia, 1998) y Cruel Fictions, Cruel realities: Short Stories by Latin American Women Writers ( Latin American Literary Review Press, 1997). Actualmente es catedrática en el Departamento de Lenguas y Literaturas de la Universidad de Wisconsin-Whitewater y tiene una novela en curso, Ardiente es el paraíso.  La revista GRANTA en español, en su edición de abril de 2012: Colombia. Sus armas ocultas, publicó un fragmento de esta novela. En abril de 2013 resultó ganadora, entre 238 participantes de distintos países, del “XXV Premio Ana María Matute de Narrativa de Mujeres” con el cuento “El nombre de las cosas,” convocado por Ediciones Torremozas de Madrid. cia), Letras Uruguay o Palabras (ambas de Uruguay), entre otras muchas.

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