BAQUIANA – Año XXVI / Nº 135 – 136 / Julio – Diciembre 2025 (Cuento II)

LAS EDADES REBELADAS

 

por

 

Sebastián Buzeta Salgado

 


     En la breve temporada en que la pose de curada manía depresiva era grito, plata y muchedumbre, y las más lanzadas hasta declaraban que Bolaño era abiertamente superior al sobrevalorado de Cortázar, Elías, baterista de una banda, levantaba una falda tableada y asistía a la proyección de una película europea. Si las nalgas de la susodicha eran espaciosas, cómodas, había lugar suficiente para tomar sendos apuntes de los movimientos de cámara, los planos, las caras de arrobamiento o las intercalaciones de francés lacónico. Pero esos días se habían perdido que rato en el horizonte del espejo retrovisor, y la agitada vida de Elías, administrador público, lo era ahora a cuestas de una prolongada sequía, que en Santiago llevaba no menos de siete inviernos.

     Un suspiro parecido a sollozo se le escapó con la imagen, que resumía tantas memorias queridas. De la nada se le mostraba hasta qué punto era cierto que nunca se estaba preparado para atender el anuncio del final.

     Si para los demás todavía podía pretender que era un hacedor de lluvias, el inconveniente, ahora que estaba solo, era que iba caminando apurado por la calle Sazié a la altura de Latorre, medio jadeante, pero no temeroso, con una botella de pisco en la mano, esperando que el número que había marcado le contestara:

–¿Aló? ¿Estás desocupada? Ando cerca tuyo…

     Le colgaron con una frase harto desdeñosa. El dolor que le supuso lo avergonzó, como si remontarse rápido no fuera la única prescripción conforme del caso. ¿Tendría el patetismo de intentarlo otra vez, ese colmo de espontaneidad fingida? Se conocía bien y no se hacía falsas expectativas. Quizá le gustaba ensuciarse más de la cuenta para ver si caía parado, o despertar simpatías ante cualquier evento. Según lo detectaba, la situación, aparte, estaba lejos de ser idílica. Su generación había atravesado la cresta de la ola, pero todavía subsistían quienes hallaban el modo de alargarla con artificios. Abandonaron masividades sórdidas por departamentos con balcones atestados. A la diversidad reunida, mejor vestida que antes, por lo demás, sólo la contradecía su ausencia en el Registro Social de Hogares, pero para qué flagelarse, si era dudoso que en algún lado del país hubiera un grupo con la amplitud de las comedias de situación gringas. Aquí había convenientes matrimonios de especialistas. Se pidió un chofer de aplicación y partió a Los Leones.

–Aló, ¿Estás desocupada? Ando cerca tuyo. Compré un pisco.

En esta repetición la voz que le devolvieron fue más amena, sólo que condescendiente:

–Invítame un Martini en el Rafaela y cerramos. Dame media hora.

     Verdad que ahora el Martini había despertado de su letargo ochentero de Chicago Boy para reclamar un lugar respetable por debajo del Aperol y el Gin entre los igual de confiados colegas que empezaban a llenar las burocracias con sus ímpetus de vocería de los territorios e intervención con evidencia. Acá los satisfechos tenían la mala costumbre de imitar a los decepcionados y a los molestos en combinaciones que eran más o menos convincentes andando apurado. Daba igual.

     Y ahora dónde se metía la botella. Con el dolor de su corazón tuvo que dejarla en una banca y buscar en su teléfono dónde estaba el local. Más desalentado en ese minuto, se volvió a entusiasmar cuando confirmó que por suerte el bar no le quedaba lejos. La carrera no le saldría tan cara.

     En el asiento delantero del Nissan blanco puso una lista con canciones de los 2000 de sobra escuchadas. Vio en uno de los semáforos a dos universitarias en composé esperando cruzar la calle. No dejó escapar ninguna de las sinuosidades telúricas de sus cuerpos alegres amoldados en shorts. Antes de que el movimiento del auto lo obligara a mirar el cielo nublado leyó la consigna escrita en la bolsa de tela de una de ellas. Estás donde tienes que estar. Resopló con humor. O sea, sin más remedio que hallarse a unos pocos metros, mandado a perderse en otra dirección.

     Cuando se bajó, le sorprendió ver a su cita esperándolo a la entrada. Llevaba un blazer y un pantalón azul claro confeccionados de viscosa, zapatillas blancas de marca auspiciadora, unos aros vistosos de un plástico teñido color amarillo intenso y el pelo oscuro muy liso, cayendo a los hombros con la raya al medio de la cabeza.

–De camisita, el perla, quién te viera y quién te ve –exclamó ella ante quien quisiera oírla, mostrando unos dientes muy regulares y blancos–. Oye, estás más guatón. Qué gusto verte.

     Con una voz grave, de la que se jactaba para callado, le respondió:

–Tú estás igual. No, más guapa –y acercándose unos pasos, continuó–. Algo te hiciste en el pelo. Te queda bien.

–Puntudo como siempre. Ya, entremos, que está helado.

     Del pisco abandonado, ninguna palabra.

     Esta María José era médica. Iba para todos lados con su colchonetita púrpura, y casi era extraño que llegara esta vez sin ella. La flexibilidad de su cuerpo de gimnasta no bastaba para encubrir el estricto código de clínica incorporado (o a lo mejor era preexistente, una afinidad electiva) en sus sonrisas de consulta. Elías le había sacado la foto años atrás. Pero entonces, ¿Qué estaba haciendo él ahí? También se lo preguntaba. No tenía respuesta, o sí, un poco sí, pero si alguna insinuación llegaba para cuestionarlo se habría justificado con que tampoco ella lo tenía en mejor estima.

     Cruzaron un pasadizo lleno de espejos en marcos dorados de inspiración neoclásica, con candelabros turquesa a cada lado, pequeñas pinturas de un rosado estridente, y llegaron a un patio interior rodeado de hiedra y guirnaldas de luces. Juzgó del mejor gusto y como la cosa más estilosa del mundo la presentación del espacio, y se felicitó por haber accedido a mudar sus planes por los de ella. Le faltó poco para despreciar el pisco, pero con el pisco no se jugaba.

     Pidieron sus tragos, el Martini para ella y para él, a fin de no ser menos, una cerveza artesanal, y un crudo para compartir. La camarera que recibió y trajo a la mesa el pedido era una jovencita de melena castaña clara y ojos celestes, con la que Elías se abstuvo de bromear, por cosa de un razonable y tardío buen sentido.

     Conversando, soltándose, cada uno observaba sus reacciones y las del otro, y conducía con cuidado cómo tenía que decir las cosas. Ella hablaba más que él, con afectaciones sonrientes que al otro le disgustaban, de su expertise con lugares, personas, situaciones, un reconocimiento en el trabajo hace poco. Elías se permitía bromear, pasándose las manos sobre esa tela horrible que es el jean. Sabía que la colocaba nerviosa con su desparpajo, pero nerviosa de un modo que era para ambos agradable, anunciadora de otros pálpitos.

–Y no nos están dejando hacer la anamnesis remota ­–murmuró María José para llenar un momento decaído, y la frustración se colaba fuera de sus dientes–. Toma mucho tiempo, hay que despacharlos más rápido.

–Eso que pagan –Elías tomó un sorbo de su cerveza–, pero me extraña, Majo, de dónde salió tamaña vocación social. ¿Así le dicen? Allá arriba. No, sentido social. ¿Sentido social, era?

     Pero ella se quedó en silencio. Tratando de sonreír, despacio, fue articulando su respuesta.

–Si no querías que viniera no me hubieras invitado.

     Te gusta a ti, no más, pensó Elías, aunque no dejó de provocarle estupor esa vulnerabilidad que de pronto la mostraba con más gracia que mezquindad, al menos a esa hora. Le tomó la mano, se la acarició, jugando al culpable, y, enseñando una mirada comprensiva, rectificó:

–No, de verdad, es bueno que estés acá.

     Era de juntarse con los amigotes, hablar estupideces, soltar la lengua con dramatizaciones que sacaban carcajadas, pero nada le impedía decirse que al final igual tenía un costado de sensibilidad profunda, y criterio, el mínimo suficiente y el máximo deseable para entrar en juego a cada oportunidad que se le insinuara, desempeñar el papel que le dictaran, no pasarse de desubicado, ser medianamente considerado y ganarse airoso sus pesos. Que a la larga nada le resultara era un enigma, una injusticia cósmica que una noche aislada lo asaltaba con amargura, pero que por lo regular le importaba tanto como saber si el universo estaba expandiéndose, contrayéndose o si seguiría igual que de costumbre.

     La invitada cedió, moviendo su lengua tras sus labios cerrados en una sonrisa más bien auténtica.

     Cuánta lucha, cuánto de arrastrarse. La persistencia de la mujer y las risas de las mujeres lo encadenaban al piso. Y él era el primero en descender a la ladera del barro, arremangarse y bracear.

     De salida del bar, Elías escuchó a la camarera contar con una voz encendida a un extraño de atenciones exageradas cuán poco podría continuar su vida si no tuviera a la mano uno de esos excelentes cafés de cadena. Aliviado por su madurez, rodeó con su mano izquierda la espalda y el antebrazo de  María José, que no se hizo de rogar.

     Caminado rápido llegaron pronto al edificio, pero la velocidad del ascensor les pareció excesiva. En el departamento, el visitante vio a oscuras fotografías envidriadas y sillones minimalistas. Recostados en el plumón blanco de su cama de dos plazas y media, arrancaron mecánicos, rebuscando la inspiración en la memoria. En un momento se detuvieron y María José se sacó algo para fumar. Los efectos depresivos contribuyeron, y Elías fue padre, hermano e hijo. Luego, el silencio y la apreciación de la belleza ajena, una luna vista en día despejado pero no luminoso. Largo rato enredados y desnudos en la nada.

–¿Por qué te saliste de Medicina? Nunca lo entendí.

     El interpelado trastabilló y quiso bromear:

–Si me quedaba no me habría vuelto el partidazo que está acá ahora.

–Serías más atractivo. Convengamos que Administración Pública no es una carrera muy sexy. Administración Pública… –Y rio.

     Volvieron a lo suyo.

     Hartos de sus actividades y estaciones, la doctora reapareció.

–Oye, no quiero ser mala anfitriona, pero el Arnaldo llega a la tarde. Te tienes que ir.

     Por supuesto.

     Se despidieron con cordialidad, y Elías bajó los catorce pisos por las escaleras, pensando que todavía tenía ánimo para llegar a ver un documental del espacio o lo que pillara en el servicio. Era el amanecer de un nuevo día nublado. No llovía, pero goteaba.

________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________

SEBASTIÁN BUZETA SALGADO

Nació en Santiago, Chile, (). Es poeta, narrador, ensayista y dramaturgo. Cursó estudios de Arte, Filosofía y Letras en la Universidad de 

_________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________