BAQUIANA – Año XVII / Nº 97 – 98 / Enero – Junio 2016 (Cuento I)

LA RISA

por

Javier María Goizueta Velasco 

 


     Me preguntaba si era humana o gallina, o si, por el contrario, pertenecía a alguna otras especie que yo desconocía, pues tenía forma de humana, aunque deforme, cacareaba como una gallina, aunque solo por la calidad de sus gritos, y tenía una potencia extraña en su voz.

     Temí que no se callara en todo el trayecto (como posteriormente ocurrió), así que me cambié de asiento rápidamente, pues se hallaba sentada justo detrás de mí, preguntándome cómo a un ser semejante se le había permitido la entrada en el avión. Tal inquietud se prolongó incluso después de haberme sentado muchas filas más adelante, mientras también me cuestionaba cómo, además de a la bestia, se había permitido el acceso a todos aquellos que la acompañaban, los cuales, con formas más o menos humanas (desde luego, mucho más que la de aquella a la que acompañaban), parecían entenderse, no diría que a la perfección, pero se entendían, con la bestia, hablaban con ella (incluso daban la impresión de hablar su mismo idioma), y reían sus alaridos. Y, lo que es más sorprendente, no parecían perturbados por la presencia de la bestia.

¡No salía de mi asombro!

     Iban todos ellos apiñados al final del avión, al lado de los lavabos, y entre aquellos sonidos disformes, se alzaba la voz singular de la bestia, ¡qué digo voz!, aquel pitido estridente, potente y desagradable, agudo, penetrante, entrecortado, indescriptible, en suma, incapaz de imaginar por quien no lo haya escuchado, pues no hay sonido en el mundo real, de cuantos yo haya oído o imaginado, capaz de asemejarse a aquel de que ahora les hablo, a aquel que la bestia emitía, y que, como digo, soy incapaz de describir, por más intentos que haga.

     Tan solo puedo ofrecer aquí una aproximación más o menos imprecisa de aquel ser no humano, extraordinario y deforme, cruce de bestia, animal y endriago, y lo digo más por la calidad de sus gemidos, que pretendían ser risa, que por su forma, la cual, si bien difícilmente hubiera podido calificarse de humana, aunque sin duda se asemejaba a ella, hubiera podido pasar desapercibida si la bestia hubiera sido capaz de callarse. Pero era incapaz. Y esa característica la hacía única, provocando que su voz y su forma se fundieran en una sola realidad de la que nadie en el avión parecía asombrarse.

     Miré a mi alrededor y me vi rodeado de personas normales. Claro que ya me había cambiado de asiento, pero, como digo, nadie parecía sorprendido de la realidad existente al fondo de la cabina, donde, aislados por unas cuantas filas de asientos vacíos, podía observarse al grupo de amorfos rodeando a la bestia, se oían sus gritos y rebuznos, por calificarlos de algún modo, y los sonidos de la bestia, que sobresalían entre todos ellos. La bestia reía, o eso pretendía, o eso pensaba yo que hacía, y nadie la estrangulaba, ni le tapaban la boca, aunque con ello a su vez la asfixiaran, y a cada alarido que la bestia emitía, impactante, penetrante hasta el alma, como un cuchillo afiliado, metálico y frío, revolviéndose en el pecho, que entra por este y no por los oídos, capaz de desgarrar el aire seccionándolo en dos, hasta el punto de hacerme desear que aquel avión se estrellara y matara a la bestia, aunque con ello yo muriera también, y el resto de pasajeros, pero que matara a la bestia con sufrimiento (me imaginaba lo que podría salir de ese cuerpo cuando se precipitara contra el suelo, un líquido blanco y viscoso, como sucede con las cucarachas cuando se las aplasta, esperando yo morir antes que ella para no oír su último grito)…, y a cada grito de la bestia, digo, los seres amorfos que la rodeaban emitían roznidos y risas, y yo me imaginaba que eran parientes, aunque de diferente especie, y me preguntaba si esa especie estaría más próxima a la de la bestia o a la mía, admitiendo que incluso podría situarse en un punto equidistante entre ambas, pues aunque era grande la rareza de estos seres, la de la bestia era tal que no podía admitirse, sino faltando a la verdad de modo flagrante, que los seres amorfos tuvieran demasiado parecido a la bestia, a pesar de su deformidad, aunque sin duda, como digo, se entendían con esta, y no parecían perturbados por su presencia.

     Maté a la bestia siete veces en mis sueños, durante las apenas dos horas que duró el vuelo. La maté de todas las formas posibles, pero siempre haciéndola sufrir, pues no merecía otra cosa, aunque no demasiado, ya que no soportaba sus gritos, en particular, el último. Y cuando digo no demasiado, me refiero al tiempo que empleaba en quitarle la vida, casi siempre a través del cuello (que retorcía, cortaba o atravesaba con algún objeto punzante varias veces, las últimas de ellas más por el placer de hacerlo que por pura necesidad), y no a la intensidad de su sufrimiento, que pretendía, aunque sin conseguirlo, que fuera al menos tan profundo y agudo como aquel que la bestia me infringía a mí. Me molestaban a mí más, me causaban a mí tal dolor los alaridos de la bestia, que finalmente aceleraba el proceso de la muerte, asestándole el golpe definitivo.

     Las más de las veces comenzaba recreándome con su sufrimiento; pero poco me duraba el placer. La bestia reía y cacareaba, o soltaba gemidos de sufrimiento y queja, rodeados de rebuznos bajos y roncos, graves, de aquellos que la acompañaban, como festejando sus alaridos, arropándolos, aplaudiéndolos (y los asnos sintiéndose útiles por ello, por abrazar a la bestia, que se veía complacida y se animaba a lanzar más gemidos, llorando, de alegría, aunque la estaba matando), y yo me desesperaba, e intentaba causarle dolor, pero la bestia parecía no sentir, y cada puñalada, cada golpe mortal que asestaba sobre aquella masa de grasa deforme, era celebrado por la bestia con nuevos y más agudos gemidos, mientras los rebuznos se multiplicaban y aumentaban su tono, hasta que le asestaba el golpe final, partiendo su cráneo en dos, sin que de él saliera sangre, ni sesos, ni ninguna otra cosa salvo el vacío, pues no se veía nada en aquel agujero. Pero la bestia revivía de nuevo, y una y otra vez lanzaba sus alaridos.

     Miré a mi alrededor. Sin duda yo era el único perturbado por la presencia de la bestia. Las caras de los pasajeros permanecían impasibles. Llegué a pensar incluso que me estaba volviendo loco.

     Me giré y conté las filas que había entre la bestia y yo. Eran diez. Estaban todas vacías. Aun así, se podían advertir los sonidos de la bestia casi con la misma intensidad como cuando estaba a mi espalda. O era mi cerebro, que los multiplicaba, o era la bestia, cuyos pulmones iban agrandándose a medida que el avión tomaba altura. Me daban ganas de matarla, esta vez de verdad, ahora que había despertado, y aunque este pensamiento me aliviaba y me causaba, incluso, cierto placer, el mismo me producía, a su vez, asco y repugnancia. Deseaba matarla con mis propias manos, estrangularla, sentir en mis dedos cómo se retorcía bajo mi fuerza, cómo su capa de grasa amorfa, como una gelatina temblorosa alrededor de su cuerpo, se agitaba y sacudía bajo la presión de mis manos. Pero tal pensamiento, como digo, me repugnaba a la vez. Era como aplastar a una rata hasta hacerla reventar.

     Su voz era como un aguijón afilado, cuyo veneno ocupaba todo mi cuerpo, mi alma, mi pensamiento, mi espíritu, hasta paralizarlos y anularlos por completo. Yo luchaba contra esta sensación. Cada vez que cacareaba era como un nuevo aguijón en el pecho, como un zarpazo en el alma, y sentía que mi corazón se desangraba, y más aumentaban mis deseos de matarla con mis propias manos, y más mi asco y mi repugnancia al pensar en hacerlo.

     Matarla de un tiro no serviría, pues una muerte instantánea le evitaría el dolor. Además, no tenía un arma, ni hubiera sabido cómo utilizarla, aunque en las películas parezca sencillo, ni de ningún modo se me hubiera permitido la entrada al avión con un objeto así. ¡Pero cómo hubiera yo podido adivinar la presencia de una bestia en el avión! Y más teniendo en cuenta que aquel animal abordó en Texas, Estados Unidos, cuyo carácter estricto y hasta ridículo en cuanto a sus normas de seguridad y su aplicación se refiere es de todos conocido. Pero no parece que tuvieran normas para impedir que la bestia abordara el avión; o, de tenerlas, no se debieron cumplir, con consecuencias trágicas, como se verá.

     En todo caso, muerta la bestia, emitiría un último grito, una última risa, aguda, desgarradora. Y volverían a mí las ganas de ejecutarla; pero ya no podría, porque habría muerto. Y ese último aguijón en mis entrañas me dejaría sufriendo, con una sensación de amargura en mi pecho, sin posibilidad de venganza.

     La rata seguía lanzando alaridos. Los pasajeros permanecían tranquilos. Yo los miraba a ellos. Entonces me di cuenta de que ellos también me miraban a mí, y se miraban entre sí. Todos, sin duda, pensábamos lo mismo. Pero nadie intuía lo que iba a suceder. Nunca pensé que aquella risa, aquella expresión emotiva de la bestia, o lo que aquello fuera, pudiera acabar en tragedia. Pero la idea de que nada ocurriría no se correspondía con mi deseo de ver sufrir a la bestia, de ver clavado en su pecho el mismo aguijón maldito, de administrarle el mismo veneno. Es más, avivaba y encendía este.

     Maté a la bestia. No tuve más remedio que hacerlo. Sentí asco, repulsión y nauseas, como había imaginado. Pero también me sentí aliviado.

     No diré como lo hice, pues ni yo mismo lo sé. Y, de lo que recuerdo, no hay nada digno ni grato para ser contado aquí.

     Miré al pasaje. Sus caras reflejaban descanso, incluso gratitud hacia mi persona. Los asnos que festejaban los alaridos de la bestia también parecían haberse aliviado, e incluso asomaba en su semblante cierta expresión de felicidad —no sabría determinar si por la alegría del suceso o debida a la natural estupidez de su rostro—. En cualquier caso, dejaron de rebuznar, y sus caras reflejaron placidez, a pesar del brutal asesinato que acababa de cometer y del espantoso espectáculo que mostraba la cabina después del crimen.

     Un río de sangre se escurría por el pasillo central del avión. No era aquel líquido viscoso y blanco que había imaginado, sino sangre animal, caliente y roja, de una densidad especial.

     Ni el pasaje ni la tripulación hicieron nada para impedirlo.

—Asegúrese de que está muerto —solicitó un miembro de la tripulación.

—Sí, asegúrese, se lo ruego —dijo un señor inglés.

—Mire a ver, no vaya a sufrir —se interesó una señora.

—¡Qué espanto| —exclamó una mujer vestida de blanco, muy elegante, al lado de la cual me había sentado cuando cambié de asiento, al comienzo del trayecto.

     Pero yo sabía que no sentía ningún espanto, sino un gran alivio, igual que todos. Lo dijo porque era una dama, y se sintió en la necesidad de hacerlo. Y, a continuación, se quedó dormida.

     Entre el pasaje podían advertirse expresiones diversas, pero ninguna que condenara el crimen.

    La tripulación arrastró el cadáver hasta el compartimento donde se guardan los alimentos, y lo envolvió en varias mantas para evitar que siguiera desangrándose sobre el avión. A continuación, me ofrecieron una copa de vino. «¿Cómo se encuentra?», «Dos puñaladas hubieran sido suficiente», fueron alguno de los comentarios. Pero no respondí a ninguno. Me encontraba cansado y deseaba dormir, cosa que finalmente hice.

     A medianoche llegamos a Boston. No se permitió descender al pasaje, y dos policías de uniforme entraron en el avión. A continuación, preguntaron quién había sido, sin hacer referencia al suceso.

—¡Yo! —dije de inmediato, levantando sin dudarlo la mano.

     Me miraron con cara de pocos amigos. Noté un cambio inesperado en la expresión del pasaje. A continuación, todo sucedió muy rápido.

     Desde entonces estoy aquí. Es la primera vez que mato a alguien, pero yo no tenía conciencia de que mataba a una persona, sino a una bestia. Aún hoy lo sigo creyendo.

—Por eso estás aquí —respondió Juan—. Si no, estarías en la cárcel.

     ¿Y qué diferencia hay? ¿Acaso no es mejor tener una cárcel externa, de la que uno puede escapar, o ser liberado cuando cumpla condena, que una cárcel interna, que no te permite huir, que en ocasiones te muestra una luz, la cual te devuelve a la vida, pero pronto te das cuenta de que esa luz es una esperanza falsa, de que es artificial, pasajera, mundana, de que no hay escapatoria posible, porque, en realidad, las puertas no existen, no hay puertas, y las que vemos, las imaginamos nosotros, las pintamos en los gruesos muros de hormigón que nos oprimen el alma, para crearnos la falsa ilusión de la esperanza?

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JAVIER MARÍA GOIZUETA VELASCO

Nació en León, España (1964). Narrador. Es licenciado en Derecho por la Universidad de Valladolid y Analista Financiero Europeo por la Federación Europea de Analistas Financieros. Ejerció como abogado en Madrid, donde impartió clases en el Máster de Asesoría Jurídica del Instituto de Empresa. Actualmente ejerce en Barcelona como Director en el área legal en España de una de las mayores firmas mundiales de prestación de servicios profesionales, actividad que compagina con la de profesor de Derecho Civil en la Universidad de Girona. Ponente y conferenciante habitual en varios foros, ha realizado, entre otros, diversos estudios y cursos sobre comunicación. Ha escrito diversos artículos de contenido jurídico y de opinión publicados en prensa y revistas especializadas. Es autor de más  de  una  treintena de cuentos y relatos breves —uno  de  los  cuales, El sospechoso, se publicó previamente en esta revista— y de cuatro novelas cortas.

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